jueves, 20 de junio de 2013

POLILADRON


            Era el día de la venganza.  Como todas las mañanas, me alejaba de la compañía de mi madre y cruzaba la doble puerta de madera de mi colegio primario.

            Al terminar la hoja derecha de esa puerta, como siempre, Felipe, el portero,  dentro de su guardapolvo celeste, era el destinatario de mi primer intercambio social del día: “Buen día”, le decía yo, y el respondía con un “Buen día señorita”.

            Enseguida detrás mío, y como si alguien hubiera  programado y cronometrado esa rutina, mi compañera descontrolada: Elizabeth Wilson. Después de su ruidosa entrada,  venía la sorpresa: podía ser un golpe en la espalda, un tirón de pelo, o un empujón. Había que estar preparada. Ese día fue un manotazo en la cabeza.

            Verla a Lizzie –así la llamábamos a Elizabeth- me provocaba la incomodidad de la incertidumbre. Era una niña rubia, pálida, de ojos algo achinados y oscuros. Hija única de un padre inglés y de una madre japonesa. Lo único que me había atraído de Lizzie hace unos años eran sus muñecas barbies que su padre le compraba en sus viajes como piloto de British Airways. Tenía todos los juguetes que yo jamás había tenido. MI muñeca más sofisticada había sido una pelirroja marca Jolly Bell que traía un vestido extra para poder cambiar.-

            Yo no contaba en mi casa la violencia de los saludos matinales de Lizzie, ni sus maleducadas respuestas a la maestra, con tal de lograr que mi madre me dejara ser invitada a su casa  y así sentarme en ese cuarto para jugar con las muñecas esbeltas, rubias, con cintura de avispa, enorme busto, y piernas largas.

             Tampoco contaba a mi madre que en realidad yo terminaba jugando sola con todos esos juguetes y que era en el único lugar en el que lograba apaciguar a la violenta Lizzie.

                Pero ahora ya en sexto grado el atractivo de la posesión de Barbies no sumaba puntos a Lizzie.

Y esa mañana, después de mi despeinada por el manotazo en la cabeza de mi compañera, tomando firmemente mi valija de cuero marrón, corrí desde la entrada hacia el patio central del colegio sabiendo que en esa carrera le ganaba y me liberaba un ratito de su presencia. En cuanto llegábamos al lugar de la fila, mi baja estatura hacía que yo quedara a una prudente distancia de ella

                Estar entre las primeras de la fila significaba además estar al resguardo de la protección de la maestra, la señorita Marta, una mujer alta y robusta de presencia imponente, con un cuerpo que no encontraba interrupción a la altura de la cintura

                Aunque formar adelante también implicaba tener que cantar “AURORA” entera, y no solo hacer las muecas que los afortunados altos hacían atrás

                Después de mi último esfuerzo en las ´ultimas estrofas “es la bandera de la patria mía del sol nacida que me ha dado Dios”, volvían a sus lugares los dos alumnos que habían izado la bandera –como siempre los dos más puntuales y prolijos al llegar a la escuela- y nos dirigíamos así al aula.

                 Ahí volvía a tener un lugar cerca de Marta, también debido a mi altura, y me sentaba con Viviana, una muy aplicada y silenciosa compañera

                A Lizzie la tenía que aguantar mi íntima amiga Alejandra, que compartía con ella el escritorio. En especial, lo que más le molestaba era tener que compartir el estante inferior, donde todas guardábamos nuestros objetos secretos, aquéllas cosas que se nos prohibía llevar al colegio. Alejandra solía llevar su diario íntimo que yo le había regalado en su último cumpleaños y que ella cuidaba como oro.

                Mientras escribíamos en el cuaderno azul Lizzie no paraba de moverse y hacer ruidos, y como siempre era el primer nombre que la maestra pronunciaba enojada. ” ¡Elizabeth!, trabajá en silencio”. Mientras sonaba esa reprimenda, Lizzie daba el último manotazo en el estante inferior del escritorio del lado de Alejandra, que la miraba enfurecida, aguantando en su cara el enojo que no podría más que reprimir para evitar que Marta nos dejara sin recreo y nos diera más problemas para resolver  Alejandra apoyó su diario íntimo en el estante inferior y siguió trabajando

                Seguimos resolviendo los problemas de matemática hasta que llegó nuestro ansiado recreo de las 10. Ese era el recreo largo, el momento de relacionarnos con los varones, para jugar al poli-ladron.

Ni bien sonó el timbre del recreo, todos salieron hacia el patio principal, salvo Alejandra que permanecía en su escritorio. Ni bien me acerqué vi en sus manos su diario íntimo todo pegoteado con chicle. Y ahí nos miramos las dos sabiendo quién había sido la culpable: Lizzie había pegado un chicle en ese ruidoso manotazo y el diario de Alejandra estaba ahora todo pegoteado. Mientras tratábamos de sacar ese pegote en vano, vimos a Lizzie en la puerta del aula riéndose a carcajadas.

Nos miramos y salimos juntas hacia el patio con un gran deseo de venganza. Por otro lado era nuestro recreo largo y queríamos disfrutarlo, por lo que nos dirigimos rápidamente al lugar del inicio del juego: el galpón de mantenimiento. Ese era el lugar de Don José, una construcción de madera de unos cuatro metros de ancho, pintada en color verde inglés, con una puerta en el centro,  donde se guardaban las herramientas y los muebles escolares en reparación. Pero para nosotras,  era el lugar que oficiaba de “cárcel”, donde iba el ladrón cuando era capturado por el policía y debía ser salvado por otro ladrón para poder seguir en la corrida del juego. Además ese era el punto de encuentro, en el que sorteábamos quienes serían policía y quienes ladrones. Los varones salieron sorteados policía por lo que tendríamos que correr como ladrones. Lizzie no siempre jugaba pero ese día quiso hacerlo y eso entorpecía nuestra diversión aunque en ese día en particular nos permitía nuestra venganza. Éramos 5 ladrones y 5 policías. El juego empezó, Alejandra y yo corríamos rápido y solíamos quedar para salvar a nuestras compañeras más lentas. De repente vi que Lizzie era capturada detrás del Jacarandá y era llevada por Martín a la cárcel.  Alejandra y yo nos miramos, sabiendo que debíamos salvarla, es decir, correr y chocar manos para que pudiera entrar en juego. Pero sin ponernos de acuerdo corrimos hacia ella, y justo al llegar, Don José  abrió la puerta del galpón y salió con su caja de herramientas. Una rápida mirada nos bastó para saber cuál iba a ser nuestra venganza: le dimos un empujón y cerramos la puerta. José había dejado la llave puesta del lado externo y yo di dos vueltas y la dejé caer.

Nadie pareció haber visto el movimiento, salvo por Martin que nos miró con cara cómplice como entendiendo nuestro acto de justicia

Volvimos al aula y  la silla de al lado de Alejandra quedó vacía. Nuestra maestra ahora era Nora, que nos enseñaba Ciencias sociales y naturales, y que no había advertido la ausencia.

Ya era casi la hora del último timbre cuando Lizzie apareció en la puerta del aula.   Su cara no estaba pálida sino bastante colorada y su gesto no era suspicaz como siempre sino de un enfurecimiento aterrador,  en especial cuando pasó delante de mi escritorio.

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