jueves, 27 de junio de 2013

3 poemas

Por Mario Foffano

Solo

Palabra última
que se arroja al vacío
para reptar entre las sombras
de una tierra amarga.

Sonidos que se pierden
en la vastedad
de un sostenido invierno,
que deambulan entre la niebla
de nuestras pesadillas,
que buscan un refugio
que los protejan
de la nada.

Cada silencio hiere
como una rama seca,
como el cielo ennegrecido
de la espera,
como el frío voraz
de lo estéril.

Ausencias que llegan
siguiendo las huellas
de una angustia que no cesa.
Procesión exacta,
caravana gélida
de espectros inmutables.


Llueve

Tus huellas se dibujan
en la llovizna
desandando la quietud
de tu distancia.

Un rosal llora
lágrimas de rocíos sin estrellas.

Una gota se desliza
a través de tu aliento impregnado en el vidrio.

Puedo verte,
a pesar de las paredes,
de los laberintos,
buscando entre silencios
el sitio
en donde romper el engaño
de la muerte.

Nada duele más
como las sombras
que no parten.

Nada cansa tanto
como el hastío
de la ausencia.


Despacio

Te necesito
despacio.
Como un horizonte incalculable.

Fértil.
Como el vientre que se agita.

Así:
criminal de desamparos y hastíos.

Imprescindible fiesta
la que celebran tus ojos
y tus manos.

Tu pollera.
Tu recorrido.

Y esta lentitud
que va gastando mi pesar.
Pero de a poco.

De a poco.


MDF


lunes, 24 de junio de 2013

Reescritura del Capítulo 68 de Rayuela

Apenas él le acariciaba el bulto,
a ella se le agolpaba el pasado
y caían en piletas, en salvajes
tiempos, en felicidades exasperantes.

Cada vez que él procuraba
revivir las noches, se enredaba
en un mundo quejumbroso
y tenía que emborracharse
de cara al techo, sintiendo
cómo poco a poco las pupilas
se calcinaban, se iban derritiendo,
pudriendo, hasta quedar tendido
como el cuerpo de Marylin
al que se le han dejado caer
las pestañas de fantasía.

Y sin embargo era
apenas el principio, porque
en un momento dado ella
se puso los pechos,
consintiendo en que él
redimiera
suavemente
sus miedos.

Apenas se veían, algo
como un tigre
los despadazaba,
los masticaba y tragaba,
de pronto era el día, la realidad
peligrosa de las maricas,
la secreta militancia
del orgullo, los disparos del moralismo
en una esquina cualquiera.

¡Degeneración! ¡Degeneración!

Acostados en la cresta del murmullo,
se sentían penetrar,
ensangrentados y gozosos.

Temblaba el edificio,
se vencían las paredes,
y todo se reflejaba
en un profundo espejo,
en sótanos de supuradas gasas,
en teatros casi crueles
que los deseaban
hasta el límite
de las vedettes.

El asesino silencioso

El living debe medir unos siete metros y medio de largo por cuatro de ancho. A la izquierda hay una alfombra de color negro con arabescos. Sobre la alfombra hay un sillón de dos cuerpos, bastante mullido y usado. Enfrente del sillón está el televisor de pantalla plana. Al lado de la tele, contra la pared, está la biblioteca, una biblioteca alta y repleta de libros de colecciones que salen en los diarios. Del lado derecho hay una mesa rectangular con seis sillas rodeándola. Enfrente de la mesa hay un mueble que mide un metro ochenta de alto por dos metros de ancho. Tiene cuatro cajones en los que se guardan cubiertos y platos que solo se usan en ocasiones especiales. Arriba de esos cajones hay un estante con cuatro portarretratos. En uno, están Florencia y Pablo en Brasil. Él con barba y pelo largo, en cuero, abrazándola. Ella en bikini, muy tostada, con el pelo mojado. La inmensidad del mar al fondo se ve menospreciada por el brillo de sus sonrisas. Ella todavía no sabe que está embarazada de Malena. Al lado de esa, hay otra, también apaisada, en la que están Florencia y Pablo en su casamiento, saliendo de la iglesia. Miran de costado a cámara. Pablo tiene el pelo corto y está afeitado. Ella está embarazada de seis meses. En la tercera están los cuatro, Florencia, Pablo, Luis (de apenas unos meses) y Malena, mirando de frente a cámara en un restaurante de Palermo. En la última, está Luis soplando la velita número diez. A su lado está Malena, que con indiferencia y el pelo cortito y muy arreglado, y un vestido color azul, sonríe desdeñosa.
La puerta de entrada hacia la cocina está entre la mesa y ese mueble. Los azulejos son de color turquesa. Del lado derecho, lo primero que hay es la heladera plagada de imanes. Al lado de la heladera está el horno. Luego le sigue una mesada y la pileta, que ahora está llena de platos sucios. Luego de la pileta hay otra mesada con varios cajones. La ventana que está arriba de esa mesada está lamentablemente cerrada.
El living desemboca en un pasillo. Del lado izquierdo están los dos cuartos de los chicos. Primero, el de Luis, y al lado, el de Malena.
Luis está durmiendo. En la oscuridad no se lo ve bien, pero tiene puesto un pijama de Ben 10. Se mueve mucho. Justo al lado de la cama tiene una notebook con la que estuvo chateando hasta hace un rato. Chateaba con Robi, su mejor amigo. Le aseguró que el de hoy a la mañana no había sido penal y que mañana lo iba a agarrar a Melchor y le iba a dar una paliza. Lo escribió (lo tenía que escribir) y se fue a dormir, pensando en cómo lo encararía en el recreo. En el fondo, dudaba si era capaz de darle una paliza. Era un poco más grande de tamaño (estaba tres lugares más atrás que él en la fila), pero él era más ágil. Lo mejor sería agarrarlo sin que nadie se diera cuenta. Después, y esta era la segunda parte del plan, la fundamental, había que difundir la información para que le llegara a Nicole, la chica que le gustaba, por la cual también rivalizaba con Melchor. Con esos pensamientos se acostó, sobre los botines de Messi relucientes que estaban debajo de la cama. Pero antes –por recomendación de Florencia, para que el calorcito de la estufa llegara a su cuarto– intentó cerrar la ventana que está justo encima de su cama, pero estaba trabada. Tuvo que llamar a Pablo. Pablo la cerró y además le dio un beso en la cabeza.
El siguiente cuarto es el de Malena y tiene olor a lavanda. No puede irse a dormir sin escuchar música. El tema que suena ahora es “Yellow” de Coldplay, su banda favorita. Está destapada y tiene una sonrisa en la boca. En la pared tiene dos pósters: uno de Coldplay y otro de Las Pastillas del Abuelo, banda que conoció gracias a Brad, el chico que le dio su primer beso con lengua. Para ella fue horrible por dos razones. Primero, porque Brad era, en ese momento, el novio oficial de París, una de sus tres mejores amigas. Segundo, porque él tenía mal aliento. París nunca se enteró de que había besado a Brad mientras ellos eran novios, pero después de ese día nunca la pudo mirar a los ojos. Inventó una historia terrible para que las del grupo la dejaran de lado: dijo que París había besado a Quentin (el novio de Nazarena) en el cumpleaños de Antonia cuando Nazarena se había ido al baño. Luego de eso, hubo una seguidilla de desmentidas y nuevas historias durante unas semanas. Grupos de amigos se distanciaron y se formaron otros nuevos. En el medio de todas estas difamaciones y desencuentros, Brad se había ido a vivir a Salta por el trabajo del padre. Sin embargo, Malena ya se había cansado. Mañana, en el primer recreo, diría toda la verdad. Fíjense que ahora Chris Martin va a decir la palabra “Yellow” y ella, ya dormida, la va a decir a coro sin mover los labios.
Florencia y Pablo duermen espalda contra espalda en el cuarto de enfrente, el que queda al lado del baño. Ella está tapada hasta la frente y vestida con remera y pantalón largos; él está en calzoncillos y una musculosa, tapado hasta el pecho. Arriba de la mesita de luz del lado de Pablo hay un vaso de agua y un envoltorio vacío por la mitad de pastillas para dormir. En el cajón de la mesita de luz hay lo esperable: pañuelitos descartables, una revista con sudokus, un lápiz, el reloj. Lo insólito es el doble fondo del cajón. Ahí no hay un celular paralelo ni teléfonos de otras mujeres. Ahí hay 17 cigarrillos Camel sueltos. Desde hace varios meses tiene prohibido fumar, por la hipertensión heredada de su padre y del padre de su padre. El primer mes no fumó nada y engordó siete kilos. El segundo mes decidió volver a fumar (y mantuvo los siete kilos de más), pero Florencia se lo impedía acusándolo de mal padre (porque la iba a dejar sola con los dos chicos y qué podía hacer ella sola, etc.). Entonces, le prometió que no iba a fumar más y se le ocurrió lo del doble fondo en el cajón, que ya había hecho en la adolescencia para esconder primero revistas pornográficas, luego marihuana y más adelante cocaína. Cuando construyó el doble fondo del cajón de casado, se dio cuenta de que tener un secreto lo hacía sentir joven y libre. Luego pensó que a lo mejor Florencia también tenía secretos, e incluso sus hijos si ya no los tenían los tendrían, y ya no se fumaba un cigarrillo por día, sino tres. En ese tiempo también fue que empezó con lo de las pastillas para dormir y a revisarle el celular a Florencia. No descubrió nada, excepto que era la persona más fiel del mundo. Eso lo aterró, aunque prefirió no fijarse si el cajón de la mesita de luz de Florencia también tenía un doble fondo.
Pero no, no lo tiene. Eso no quiere decir que no tenga un amante. Hoy a la mañana, sin ir más lejos, estuvo con él. Es un compañero de trabajo, unos años más grande que ella, también casado y también infeliz. Los últimos meses, cuando a Pablo se le ocurría coger, ella apagaba la luz y pensaba en el otro. Era un salvavidas para el naufragio del matrimonio por obligación. Por eso los terribles enfrentamientos con Malena. La amaba, pero fue la cadena que la ató a Pablo. Dos o tres veces imaginó que mataba a su familia y se iba prófuga con su amante. Después lloraba, pero no sabía si era por lo que había pensado o porque no lo haría nunca. Después de nacer Malena creyó ser feliz y tuvo a Luis para justificarse. Pero fue peor. Así que decidió tener un amante. Y ahí pudo justificar todas esas noches perdidas sin amor, con él roncando a su lado.
Pero hoy él no ronca. Sino que sueña que es el líder de una banda de asesinos. En el sueño le encomiendan un asesinato y le dan una foto. Su cuerpo gira en la cama. Se la muestra a un compañero y este pone cara de horror. Se la muestra a otro y reacciona de la misma manera. Quiere mirar quién es, pero no puede. Mueve el brazo y en el azar del movimiento el brazo cae justo en el cuerpo de Florencia. Se aferra a ella. Mira la foto, pero la imagen está borrosa. La acerca a su cara y le parece que es Jorge, su jefe. Ríe –en el sueño y en la realidad–, pero un grito en la calle lo despierta. Intenta abrir los ojos y se le llenan de oscuridad. Los párpados no le responden. Uno por uno, los dedos de su mano se sueltan del cuerpo de Florencia.
Al lado de su cuarto está el baño. La puerta no se puede abrir del todo porque golpea con el inodoro. Sobre la pileta hay un vasito de plástico de color celeste y cuatro cepillos. La canilla gotea. Sobre una de las paredes cuelga una toalla húmeda. El ventiluz que está encima de la bañadera está bien cerrado –hace poco lo vino a arreglar el portero del edificio e hizo un excelente trabajo–, porque si no, a la mañana temprano, en el baño hace un frío infernal. Y encima para esta semana pronosticaron una temperatura mínima de 3°.
Por suerte, saliendo del baño, al final del pasillo, en el centro perfecto del departamento, está la estufa.
Hoy a la tarde tuvo que venir a arreglarla Patricio, el ayudante de Hugo, su gasista de confianza. Hugo había tenido un problema de último momento con uno de sus cinco hijos y para no dejarlos en banda lo mandó a Patricio. Hugo le tiene muchísima confianza porque es un chico con ganas de aprender. Y es cierto. El tema es que antes de terminar el trabajo le llegó un mensaje de texto que decía: t extranio benis a ksa oy??? Patricio no se sorprendió, pero tampoco se lo esperaba. Lo respondió excitado. Una ráfaga de imágenes arreció en su mente. Cuando volvió a mirar la estufa se había olvidado qué era lo último que había hecho. No recordaba si había terminado de arreglarla o no. Sabía que ya casi había terminado, pero no sabía si había terminado del todo. Por las dudas, hizo un chequeo general veloz. La probó y mientras la probaba llegó otro mensaje: en la kamita t spero entons. beni rapido. Le ardía la cabeza. La estufa andaba bien, le dijo a Florencia. Ella le pagó el trabajo y le dio unos pesos de más por la generosidad de haber ido solo y a esa hora. Patricio no fingió rechazarlos. Como el ascensor tardaba, bajó por las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Casi con el mismo impulso cayó, en un abrir y cerrar de ojos, en la casa de Lorena. Ahora mismo deben estar pasándola increíble.
   Increíble es que, también ahora mismo, la estufa tenga una pérdida de monóxido de carbono imperceptible saliéndole por la perilla de encendido. Es invisible. No tiene olor ni sabor ni sonido ni textura. Como el crimen perfecto de un Dios maldito. 

jueves, 20 de junio de 2013

POLILADRON


            Era el día de la venganza.  Como todas las mañanas, me alejaba de la compañía de mi madre y cruzaba la doble puerta de madera de mi colegio primario.

            Al terminar la hoja derecha de esa puerta, como siempre, Felipe, el portero,  dentro de su guardapolvo celeste, era el destinatario de mi primer intercambio social del día: “Buen día”, le decía yo, y el respondía con un “Buen día señorita”.

            Enseguida detrás mío, y como si alguien hubiera  programado y cronometrado esa rutina, mi compañera descontrolada: Elizabeth Wilson. Después de su ruidosa entrada,  venía la sorpresa: podía ser un golpe en la espalda, un tirón de pelo, o un empujón. Había que estar preparada. Ese día fue un manotazo en la cabeza.

            Verla a Lizzie –así la llamábamos a Elizabeth- me provocaba la incomodidad de la incertidumbre. Era una niña rubia, pálida, de ojos algo achinados y oscuros. Hija única de un padre inglés y de una madre japonesa. Lo único que me había atraído de Lizzie hace unos años eran sus muñecas barbies que su padre le compraba en sus viajes como piloto de British Airways. Tenía todos los juguetes que yo jamás había tenido. MI muñeca más sofisticada había sido una pelirroja marca Jolly Bell que traía un vestido extra para poder cambiar.-

            Yo no contaba en mi casa la violencia de los saludos matinales de Lizzie, ni sus maleducadas respuestas a la maestra, con tal de lograr que mi madre me dejara ser invitada a su casa  y así sentarme en ese cuarto para jugar con las muñecas esbeltas, rubias, con cintura de avispa, enorme busto, y piernas largas.

             Tampoco contaba a mi madre que en realidad yo terminaba jugando sola con todos esos juguetes y que era en el único lugar en el que lograba apaciguar a la violenta Lizzie.

                Pero ahora ya en sexto grado el atractivo de la posesión de Barbies no sumaba puntos a Lizzie.

Y esa mañana, después de mi despeinada por el manotazo en la cabeza de mi compañera, tomando firmemente mi valija de cuero marrón, corrí desde la entrada hacia el patio central del colegio sabiendo que en esa carrera le ganaba y me liberaba un ratito de su presencia. En cuanto llegábamos al lugar de la fila, mi baja estatura hacía que yo quedara a una prudente distancia de ella

                Estar entre las primeras de la fila significaba además estar al resguardo de la protección de la maestra, la señorita Marta, una mujer alta y robusta de presencia imponente, con un cuerpo que no encontraba interrupción a la altura de la cintura

                Aunque formar adelante también implicaba tener que cantar “AURORA” entera, y no solo hacer las muecas que los afortunados altos hacían atrás

                Después de mi último esfuerzo en las ´ultimas estrofas “es la bandera de la patria mía del sol nacida que me ha dado Dios”, volvían a sus lugares los dos alumnos que habían izado la bandera –como siempre los dos más puntuales y prolijos al llegar a la escuela- y nos dirigíamos así al aula.

                 Ahí volvía a tener un lugar cerca de Marta, también debido a mi altura, y me sentaba con Viviana, una muy aplicada y silenciosa compañera

                A Lizzie la tenía que aguantar mi íntima amiga Alejandra, que compartía con ella el escritorio. En especial, lo que más le molestaba era tener que compartir el estante inferior, donde todas guardábamos nuestros objetos secretos, aquéllas cosas que se nos prohibía llevar al colegio. Alejandra solía llevar su diario íntimo que yo le había regalado en su último cumpleaños y que ella cuidaba como oro.

                Mientras escribíamos en el cuaderno azul Lizzie no paraba de moverse y hacer ruidos, y como siempre era el primer nombre que la maestra pronunciaba enojada. ” ¡Elizabeth!, trabajá en silencio”. Mientras sonaba esa reprimenda, Lizzie daba el último manotazo en el estante inferior del escritorio del lado de Alejandra, que la miraba enfurecida, aguantando en su cara el enojo que no podría más que reprimir para evitar que Marta nos dejara sin recreo y nos diera más problemas para resolver  Alejandra apoyó su diario íntimo en el estante inferior y siguió trabajando

                Seguimos resolviendo los problemas de matemática hasta que llegó nuestro ansiado recreo de las 10. Ese era el recreo largo, el momento de relacionarnos con los varones, para jugar al poli-ladron.

Ni bien sonó el timbre del recreo, todos salieron hacia el patio principal, salvo Alejandra que permanecía en su escritorio. Ni bien me acerqué vi en sus manos su diario íntimo todo pegoteado con chicle. Y ahí nos miramos las dos sabiendo quién había sido la culpable: Lizzie había pegado un chicle en ese ruidoso manotazo y el diario de Alejandra estaba ahora todo pegoteado. Mientras tratábamos de sacar ese pegote en vano, vimos a Lizzie en la puerta del aula riéndose a carcajadas.

Nos miramos y salimos juntas hacia el patio con un gran deseo de venganza. Por otro lado era nuestro recreo largo y queríamos disfrutarlo, por lo que nos dirigimos rápidamente al lugar del inicio del juego: el galpón de mantenimiento. Ese era el lugar de Don José, una construcción de madera de unos cuatro metros de ancho, pintada en color verde inglés, con una puerta en el centro,  donde se guardaban las herramientas y los muebles escolares en reparación. Pero para nosotras,  era el lugar que oficiaba de “cárcel”, donde iba el ladrón cuando era capturado por el policía y debía ser salvado por otro ladrón para poder seguir en la corrida del juego. Además ese era el punto de encuentro, en el que sorteábamos quienes serían policía y quienes ladrones. Los varones salieron sorteados policía por lo que tendríamos que correr como ladrones. Lizzie no siempre jugaba pero ese día quiso hacerlo y eso entorpecía nuestra diversión aunque en ese día en particular nos permitía nuestra venganza. Éramos 5 ladrones y 5 policías. El juego empezó, Alejandra y yo corríamos rápido y solíamos quedar para salvar a nuestras compañeras más lentas. De repente vi que Lizzie era capturada detrás del Jacarandá y era llevada por Martín a la cárcel.  Alejandra y yo nos miramos, sabiendo que debíamos salvarla, es decir, correr y chocar manos para que pudiera entrar en juego. Pero sin ponernos de acuerdo corrimos hacia ella, y justo al llegar, Don José  abrió la puerta del galpón y salió con su caja de herramientas. Una rápida mirada nos bastó para saber cuál iba a ser nuestra venganza: le dimos un empujón y cerramos la puerta. José había dejado la llave puesta del lado externo y yo di dos vueltas y la dejé caer.

Nadie pareció haber visto el movimiento, salvo por Martin que nos miró con cara cómplice como entendiendo nuestro acto de justicia

Volvimos al aula y  la silla de al lado de Alejandra quedó vacía. Nuestra maestra ahora era Nora, que nos enseñaba Ciencias sociales y naturales, y que no había advertido la ausencia.

Ya era casi la hora del último timbre cuando Lizzie apareció en la puerta del aula.   Su cara no estaba pálida sino bastante colorada y su gesto no era suspicaz como siempre sino de un enfurecimiento aterrador,  en especial cuando pasó delante de mi escritorio.

miércoles, 19 de junio de 2013

Capítulo 68



Una, dos, tres… cuarta: “AMALABA. La misma palabra condensa AMA y MAL. En inglés: LAB (o love). Mal amor. Pero es un verbo. (ver página 55 anotación 22)”
Palabra número diecisiete: “HIDROMURIAS. Hidro: agua. Muria: deformación de “muerte” o  “moría” – (relativo a morir ahogado) “
JADEHOLLANTE: palabra número ciento veintisiete: Referido a penetración forzada: Raíz: JADEO, Hollar: humillar. También relacionado con “deshollar”.
“Nóvalo”. Esta  le había tomado mucho tiempo hasta que entendió: pasó en limpio: novo: nuevo. “Nuevos valores”. Lo llevó directamente a 1968. Año en que Cortázar viaja a la India. Otra vez el 68. Anotó: “Rebeldía” - Matanza.
Simón repasó por última vez.  Estos términos estaban descifrados, ahora debía transcribirlos en la computadora. Más tarde los imprimiría y guardaría. 

Interrumpió su tarea para atender el teléfono:

—Dr. Ralmay. ¿Cómo está? ¿me consiguió los datos que le pedí?

Se comió la uña del pulgar, impaciente.

—Ok. Con eso voy a poder terminar. Y de paso quiero agradecerle por toda su ayuda. Usted fue el único en confiar en mi.

Escupió la uña.

—¿Qué tiene que ver que usted sea mi psiquiatra? Le puedo asegurar que tiene grandes dotes de criptógrafo. ¿No entiende cómo me ayudó?  Es muy humilde usted. De todos modos, de eso no le puedo hablar. No es conveniente que muestre todavía el texto, ni los instructivos que surgen de él. Pero de todo se estará enterando en breve. 

Su puño se crispaba

—No, no le puedo adelantar lo que dice el texto, ¡pero no estoy de acuerdo en que yo no estoy siendo objetivo para interpretarlo! ¡Porqué siempre me hace enojar! ¡Esto ya lo hablamos!

Su cara se transformó, marcándose una vena gruesa a la altura del maxilar inferior.

—Estoy tranquilo. Y le adelanto una cosa: este texto marcará mi destino los próximos días. No puedo agregar más. Son instrucciones. No hay nada de qué asustarse. Le recuerdo además que esto comenzó en  terapia, cuando entendí que  Gliglico significaba Bíblico, y que el texto ocultaba un mensaje.  Si no me equivoco, usted mismo me apoyó.
Cortázar, mi maestro, el profeta de Dios lo puso fácil para que comenzara la investigación. Yo no soy más que una humilde herramienta. 

Ahora se clavaba, sin darse cuenta, las uñas en la palma de la mano, en el mismo acto de cerrar el puño.

—Le digo que no hay nada de qué preocuparse, la crisis ya pasó, estoy perfectamente, quédese tranquilo.

Cortó sin esperar respuesta y aflojó las manos y el entrecejo.

Fue a la cocina, tomó una taza de la alacena y se sirvió café recién hecho. Miró al piso y recogió una pelusa. La tiró en un orifico de la mesada de la cocina, debajo del cual estaba el tacho de basura. Tomó el repasador rojo, el cuarto  que ponía a lavar ese día y lo colocó en el canasto de “textiles sucios”, como rezaba el cartel pegado sobre el mimbre. Luego, se aplicó alcohol en gel en las manos.

Volvió a su mesa de trabajo en el Estar, a pocos pasos de la cocina, en el pulcro departamento de la calle Rodriguez Peña. Se trasladaba siempre sobre “patines”, aquellos usados en otros tiempos para no rayar el piso de parquet. Simón nunca caminaba por la casa con los zapatos puestos, para no ingresar los gérmenes que traía de la calle.

Sobre la mesa, una computadora, gran cantidad de anotaciones más o menos tachadas y corregidas, manuscritas en Post its, y un bibliorato abierto donde guardaba los textos ya procesados y terminados, impresos en hojas A4, con tipografía  Arial, a doble espacio.

En la tapa del bibliorato, también escrito a mano con impecable caligrafía, decía: “El legado secreto de Julio Cortázar – La verdad revelada”-
A un costado, una elegante edición de la novela Rayuela, colocada sobre un atril dorado, abierta, en la página 185, capítulo 68.
Sobre un Mueble pequeño junto a la mesa se encontraban libros tapa dura de religión, mitología griega y romana. Un libro mediano de “Religiones del mundo”. Versiones de la Tora y otro libro sobre sectas africanas.
Colgados de las paredes blancas, cuadros, fotografías y documentos fotocopiados del famoso escritor.
En la pared ubicada frente a la mesa, otro cuadro enmarcaba una servilleta que, en lapicera negra, tenía escrito:  “Para Simón, pequeño gran escritor”, Julio Cortázar, París, 1979”

Retomó su trabajo:
Salmo 68: Versículo 1: Levántese Dios, sean esparcidos sus enemigos, 
Y huyan de su presencia los que le aborrecen.
Versículo 21: Ciertamente Dios herirá la cabeza de sus enemigos, 
La testa cabelluda del que camina en sus pecados.
Anotó: Someter a los enemigos de Dios. “Márulos”.

Miró la hora, al despuntar el primer bostezo. Era tarde. Al día siguiente  completaría la  palabra final,  con la cual se terminaba de descifrar el código. “Incopelusas”. No era un término cualquiera. En él se encontraba la clave del “cómo”. Necesitaba comprender eso para avanzar hacia la revelación definitiva. 

Ya sabía, sin embargo, lo que  tenía que hacer, y lo había sabido desde que era apenas un niño.

Miró alrededor, todo estaba en orden: los cuadros derechos, los libros a plomo en las estanterías, los papeles cuidadosamente alineados sobre la mesa. Que podría salir mal. Apagó la luz y entró a la habitación.

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Allanó el domicilio, a las 12.06 pm, el Comando Especial de Inteligencia Criminal y Científica . El sospechoso no ofreció resistencia.

Se hallaron algunas fotos de la joven desaparecida hacía dos días, dentro del cajón de un mueble estilo francés junto a la entrada.

Además de  libros de Julio Cortázar esparcidos por toda la casa, con títulos repetidos de diferentes ediciones, biografías, ilustraciones y fotos del autor, encontraron, encima de una mesa de trabajo,  cientos de papelitos de colores garabateados, prolijamente ordenados, un bibliorato repleto, y sobre la pared inmaculada, justo frente a la mesa,  bajo un marco que encuadraba una servilleta escrita, un texto en marcador rojo:

"Apenas él le comprimía el cogote, a ella se le agolpaba el coágulo y caían en tironeos, en salvajes reticencias, en luchas exasperantes.
Cada vez que él procuraba ajustar la soga, se enredaba en un lamento quejumbroso y tenía que reacomodarse de cara a la rebelde, sintiendo cómo poco a poco las ansias se exaltaban, se iban agolpando, enardeciendo, hasta quedar tendido, como el desfallecer del Sátiro, al que se le han dejado caer unas lágrimas de cocodrilo.
Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se abandonaba a la desesperanza, consintiendo en que él aproximara suavemente su aliento. Apenas se recuperaban, algo como un relámpago los retorcía, los enfurecía y yuxtaponía, de pronto era el miedo, las horribles convulsiones de las venas, la jadeante excitación  del llanto, la desesperada lujuria del amo en una sublime embriaguez. ¡Ahora! ¡Ahora! Subidos en la cresta del espanto, se sentía la contienda, víctima y verdugo. Temblaba el pulso, se extinguían las fuerzas, y ella se perdía en un profundo suspiro, en desmayos de aquiescencia, en hálitos casi crueles que los confrontaba al límite de la vida".