martes, 22 de octubre de 2013

EL OMBÚ


Los domingos a la mañana, mi mamá entraba en mi cuarto y antes de pronunciar palabra, abría la persiana de la puerta ventana para que la luz hiciera de despertador.

Con un “buen día”, sin beso ni sonrisa hacía su segundo intento para que me levantara.

Mientras yo trataba de despegarme de mi cama, se escuchaba el ruido de las persianas de mi hermana mayor y las puertas del placard de mi padre que buscaba la ropa para armar su bolso.

El programa familiar giraba en torno al horario que el amigo de mi padre conseguía para jugar tenis.

Mi mamá llevaba su tejido y yo preparaba los patines.

A mi hermana mayor ya no le cerraba tanto este programa aunque la idea de ver el partido de rugby de Martin -un chico que le gustaba- hacía que la levantada temprano no fuese tan sacrificada.

A mí no me interesaba ni mirar chicos ni el rugby. Yo deseaba que fuese alguien para jugar alguna carrera de patines en el patio central del club.

Quique había anotado cancha de tenis a las 9.30 horas. Teníamos que apurarnos. Tardábamos veinte minutos en llegar.-

-         Me gusta ser puntual así que no se demoren.

-         Vamos chicas, no hagan enojar a papá.

A ninguna de las dos se nos ocurría estropear un domingo en paz. Ya habíamos experimentado el atraso algún domingo y no teníamos intención de aguantar el malhumor y la discusión matrimonial.

Subimos al auto y aprovechamos a dormitar ese rato que duraba el viaje.

Le pedí las monedas a mi mamá para ir al quiosco y comprar un chocolatín Jack. Me faltaba Betty Boop y así daría el broche final a mi colección de muñecos.

-      Comprate sólo uno. Si no después no almorzás bien.

Llegamos puntuales. Papá se fue a la cancha de tenis. Mamá buscó una silla para tejer al sol y mi hermana se encontró con dos amigas y se fue hacia las tribunas de la cancha de rugby.

Yo me fui al quiosco. A esa hora no había cola y la señora que atendía me ayudaba a espiar el chocolatín por el costado, ya que el papel celofán era blanco en su frente y no permitía divisar el muñeco que estaba adentro.

Espiamos unos cuantos chocolatines pero no veíamos algo rojo que nos hiciera suponer que Betty Boop estaba ahí adentro.

-         La verdad es que no llego a ver bien. ¿Lo querés igual?

-         Sí,  respondí ansiosa. Y ni bien le pagué corrí hacia el patio para abrirlo.

Mientras lo hacía, llegó Gustavo. Otra víctima de padre tenista.

                   Gustavo era un chico raro. Raro en la concepción de lo que se entendía por el estereotipo de chico que uno se encuentra en el club. Era unos años menor que yo, un tanto desgarbado y jamás jugaba fútbol. Nadie conocía a su madre y su padre jugaba tenis y ni bien terminaba, se bañaba y almorzaba con su hijo sin socializar mucho con el resto de la gente del club.

Gustavo traía una bolsa de la cual sacó sus patines

-         ¿Qué te tocó?-

-         Hijitus, dije decepcionada. -¿lo querés?

-         ¿Vos no?

-         Me falta Betty Boop. Te lo regalo.

-      Mientras Gustavo guardaba a Hijitus en su bolsillo, yo ajustaba las cintas naranjas de mis patines para empezar a disfrutar del patio.

-      Gustavo sacó los suyos de la bolsa y enseguida estaba patinando conmigo.

Estábamos tomando ritmo, cuando de repente llegaron ellos. Los dos terrores del club: Hernán y Nacho.

-         Mirá a la marica. ¡Está patinando con la amiguita!.

-      A vos qué te importa, estúpido, le grité a Hernán, que tenía una pelota de fútbol en sus manos.

Pero era obvio que el tema no era conmigo. Hernán pateó la pelota al cuerpo de Gustavo y le dijo – ¿A ver cómo atajás?

El pelotazo fue lo suficientemente fuerte para voltear a Gustavo al piso, pero sin contentarse con haberlo golpeado con la pelota, se acercaron a seguir molestándolo.

Nacho le dio una patada y mientras se reían, ayudé a Gustavo a levantarse. Lo tomé del brazo y como un banderín lo llevé de una patinada rápida hacia el fondo del club.

Yo tenía mi circuito propio para cuando no venía nadie temprano, así que le dije a Gustavo que me siguiera y que patinara lo más rápido que pudiera. Hernán y Nacho nos seguían De repente llegamos al hall de entrada del vestuario de damas. Ese era mi lugar preferido para el patinaje. El piso era más liso que el del patio, y al hall se podía acceder por dos puertas por lo que yo lo atravesaba muchas veces de puerta a puerta sin entrar al vestuario.

 Ahí ellos riéndose le gritaron “mariquita” a Gustavo, repitiéndoselo una y otra vez. Se quedaron parados a unos metros de distancia. Meterse en ese espacio, para ellos, era rebajarse.

Gustavo me miró por un segundo desconcertado, pensando que íbamos a ir hacia la izquierda al interior del vestuario de damas, pero yo volví a tomar su brazo de un manotazo y le dije que siguiera derecho.

Hernán y Nacho no sabían que mi plan consistía en cruzar el hall de puerta a puerta, La otra puerta del hall del vestuario que aparecía después de recorrer un trecho no muy largo, nos dejaba en un sector del club no muy concurrido.

Ahí el pasto no estaba tan cuidado y se llenaba de mosquitos. Era el lugar donde me solía recluir cuando me cansaba del patinaje y de la gente.

Gracias a mi circuito de puerta a puerta, los perdimos de vista. Nos sacamos los patines. Yo corrí hasta llegar a mi escondite preferido: el ombú.

Gustavo me siguió. Intentó sentarse sobre los pliegues que formaban las raíces de su base.-

-      Ahí no, le dije. Vení más arriba. Empecé a treparme y Gustavo me siguió con cierta dificultad.

Encontré mi lugar. Un espacio entre tres ramas gruesas que me dejaban sentarme cómoda como  para ver el tronco hueco donde solía alojarse algún animal. Había cuatro gatitos con pocos días de vida que se amontonaban unos con otros.

Cuando llegó al lugar, la cara de Gustavo se iluminó. había cambiado en segundos. La preocupación por aquéllos dos demonios había desaparecido.

-      Acá es donde vengo los domingos que no encuentro a nadie con quien patinar.  La semana pasada cuando vine, me encontré con esta sorpresa.

Nos relajamos y nos quedamos un buen rato charlando y acariciando esos gatitos. Gustavo me contó cómo era su vida familiar. Su madre odiaba la vida al aire libre, y su padre buscaba un día a la semana para disfrutar en el club haciendo deporte. El misterio de la madre ausente se había develado. El ombú tenía esa característica … era como un confesionario.

Después de un rato, fuimos al comedor a sentarnos al ritual familiar del almuerzo. Gustavo se sentó con su papá. Mi mesa había quedado lejos de la de él. Nacho y Hernán no solían sentarse con sus familias. Compraban algo en la barra y comían por ahí.

Al terminar de comer, me acerqué a la mesa de Gustavo y le dije que lo vería el siguiente domingo. Pusimos el ombú como punto de encuentro.

Nuestra escapada de ese día fue el inicio de nuestra amistad.

A nuestro secreto se sumaron dos amigas más. Nuestro árbol era el lugar donde nos contábamos nuestros secretos.

Mientras los varones jugaban fútbol del otro lado del club, nosotros teníamos nuestro refugio donde poder charlar. Si alguno no coincidía en horarios, dejaba un mensaje en el hueco del tronco.

Habían pasado treinta años de esas charlas de ombú, y quizás veinte que no pisaba ese club. Ahora llevaba a mi hijo a jugar un partido de rugby como jugador visitante.

Estacioné y ni bien bajé, miré hacia el quiosco que solía estar en la entrada.

Ya no estaba ahí. En su lugar, cuatro escalones para que a través de una puerta ancha se llegara al comedor central.

Mi hijo se fue con sus compañeros de equipo y yo me apuré a llegar al patio. Mientras lo atravesaba dos chicos con una pelota de fútbol casi me atropellan. Los miré recordando escenas. Recorrí mi circuito. Fui al vestuario y ni bien entré me alegré al ver que la segunda puerta todavía estaba. Crucé hacia al fondo del club y allí estaba el ombú, con más pliegues en su base, y más seco.

Me acerqué a su centro y escuché llantos de gatos, con esa sensación de lo cíclico que es el paso del tiempo … .

COSAS DE HOMBRES


Verónica y Gonzalo eran el matrimonio ideal.

Él, un médico con buen ingreso y mucha facha. Ella, una mujer culta, dedicada a su casa y al arte como hobby.

Vivían en una importante casa en un barrio cerrado.

Eran esas parejas que la gente mira con envidia.-

Gonzalo  le reglaba flores todos los sábados por la mañana,  y por las tardes se ocupaba de cuidar a sus dos hijos de  8 y 4 años para que Verónica pudiera distraerse con sus amigas.-

Durante la semana trabajaba en el hospital por la mañana, y por las tardes atendía pacientes particulares en un consultorio ubicado cerca de la Facultad de Medicina, que compartía con otros dos médicos.

Gonzalo era de esos hombres que están siempre pensando en generar negocios nuevos.

Verónica admiraba esa veta de su marido. Lo que mucho no le convencía era la compañía de sus socios de consultorio que siempre lo llevaban a emprendimientos con algún riesgo  que ella no estaba dispuesta a correr.

La última inversión había sido la compra de un departamento en Miami.

 Para eso viajaron los tres matrimonios. Disfrutaron de algunos días de playa y compras.

El trámite de la compra no fue tan sencillo como la Inmobiliaria con sede en Buenos Aires, les había dicho. Había que desalojar a los ocupantes. Estaban comprando un departamento en un remate judicial. A Verónica se le ocurrió ir el día de la toma de posesión. Fueron con una mujer de la Inmobiliaria y con un funcionario con el que se encontraron en la planta baja del edificio.

Desalojaron una familia  mejicana. La mujer y los chicos lloraban mientras terminaban de empacar sus últimas pertenencias. El padre de la familia firmaba un documento mientras su bigote parecía retorcerse del enojo. Sus ojos oscuros estaban llenos de ira. El funcionario, un hombre de mediana edad de origen latino, trató de calmarlo y le dijo que un auto policial los llevaría a su nuevo destino. El mejicano lo escupió y le dijo que se pensaba ir por sus medios.

Verónica se corrió del lugar de la discusión, permaneció en un pasillo del edifico junto con los socios de su marido. Cuando vio salir a toda la familia, entró al departamento. El estado de la propiedad no era el mejor, pero lo peor fue entrar al baño. En el espejo, una inscripción en pintura negra “CHINGA TU MADRE CABRÓN”

-          ¡Gonzalo!, MIrá esto, ¿sabés que quiere decir “chinga”?

La mujer de la inmobiliaria, una argentina radicada en Miami hacía unos años, llegó antes que Gonzalo y sus dos socios.

-          No se preocupe señora. Esto siempre pasa. La gente se va con rencor y escribe barbaridades. Ya vamos a encontrar un lindo espejo para reemplazar a ese. La reparación y amoblado está convenida en la compra. Vamos a dejar el departamento en excelentes condiciones.

Y así fue. Arreglaron todo el departamento, lo pintaron y lo amoblaron. Pero ese fue el primer trago amargo de Verónica frente a las brillantes inversiones de su marido.

-          ¿Viste los ojitos de esos chiquitos Gonza? El varón apretaba al muñequito de Toy Story . Tenía miedo que se lo sacaran …

-          No podés estar pensando en eso, Verónica. Son negocios. Esa gente no pagó la hipoteca y se tuvo que ir. Nosotros compramos barato.

-          Ese varón podría haber sido nuestro Tomás, Gonzalo. Me cuesta olvidarme de sus ojos.

-          Tendrías que haberte quedado con las mujeres en la playa. Yo ya te lo dije. Éstas son cosas de hombres.

-          No me caen bien esas mujeres. Lo sabés. Hablan boludeces todo el día. A este viaje vine sólo por vos. Además quería conocer el departamento.

Ésta fue la única y última vez que Gonzalo la hizo participar a su esposa en sus inversiones.

El siguiente emprendimiento fue una participación en un bar en Puerto Madero. Y eso, para Verónica, incluía alguna que otra noche sin él.  Las esposas de los otros dos socios armaban programas para cuando sus maridos se juntaban en el bar. Verónica buscaba excusas para no ir. Cuidar a sus hijos era la excusa que  más repetía.

Con el negocio del Bar, Verónica empezó a ver ciertos cambios en la actitud de su marido. Estaba ansioso y no dormía como antes.

Verónica había sido la que por mucho tiempo no dormía bien por las noches. Las levantadas con los hijos bebés le habían dejado esa costumbre de dormir como vigilando los ruidos de la casa. Pero ahora, su marido era el que se levantaba y dormía intranquilo.

Hubo una noche que Verónica lo escuchó hablar mientras dormía. – Cuidado … cuidado .. Ya sabe .. se enteraron …,- fue lo que balbuceó.

Fue el punto de partida para que Verónica dejara de ser esa mujer segura y  cariñosa que recibía a su marido a cenar con alegría.

Empezó a revisar bolsillos y billetera. Ni bien quiso ver el celular de su esposo, se encontró con que ahora tenía una clave. Día a día se iba convenciendo que su marido le estaba siendo infiel.

 Lo empezó a vigilar con desconfianza.

-          Hoy vengo muy tarde, Vero. Tengo muchos pacientes en el consultorio y cuando termino vienen los médicos del hospital a analizar un caso  juntos. No me esperes a cenar.

Verónica no lo pensó demasiado. Ese día su madre la iba a visitar y se iba a quedar a dormir en su casa ya que no le gustaba volverse a Capital a la noche. Le dijo que tenía el cumpleaños de una amiga y que volvería tarde.

Verónica organizó su actividad detectivesca. A las 7 de la tarde estaba estacionada en frente del consultorio de Gonzalo.  Ese era el horario que terminaba de atender a sus pacientes. Según lo que él había dicho, llegarían sus colegas a esa hora para la supuesta reunión de médicos. Nadie llegó. Sin embargo, Gonzalo apareció en la puerta del edificio de la calle Azcuénaga con su maletín. Se dirigió al garaje de al lado y salió con su auto. Verónica arrancó y empezó a seguirlo tratando de dejar un auto de por medio para que él no la viera.

Nunca antes había hecho ésto. Se concentró en la vista del auto de Gonzalo que tomó Avenida Las Heras, luego Sarmiento y finalmente Figueroa Alcorta. Era el camino que solía hacer para tomar la General Paz y luego la Panamericana para volverse a su casa.

Por un momento pensó que había desconfiado sin sentido y que quizás la reunión se había cancelado y se volvía  a su casa. En el semáforo miró su celular. No había mensaje que indicara ese cambio de planes. Lo siguió. Efectivamente tomó la General Paz y luego la Panamericana, pero a la altura de la salida de Maschwitz, donde Verónica se ilusionaba que Gonzalo saldría, él siguió camino a Escobar. Verónica salió de la Panamericana hacia el peaje, llorando con una mezcla de bronca y angustia. Tomó el camino hacia su casa pero no quería que la vieran en ese estado. Se le ocurrió que su amiga Cecilia podría consolarla. La llamó y la encontró en medio de la cena familiar.

-          No quiero entrar a tu casa ni ir a la confitería del barrio. Decime cuando terminás y te paso a buscar para dar una vuelta en el auto y charlar.

-          Dale, Vero. Calculá unos veinte minutos. Esperame afuera de casa.

Verónica le contó todas sus sospechas a Cecilia que no hacía más que sorprenderse. Jamás se había imaginado tener que aconsejar a su amiga en una situación como ésta. Para ella eran el matrimonio perfecto.

-          ¿Notás algún cambio en sus gastos?

-          No Ceci. Sigue pensando en sus inversiones, en viajar, en cambiar el auto.

-          Mmmm… no sé qué decirte. Quizás tuvo que ayudar a algún amigo…

-          ¿A Escobar? ¿A la noche? No sé, Ceci. No sé qué pensar. Jamás antes me había mentido.

Charlaron un rato más. Verónica gastaba más y más carilinas. Se abrazaron y finalmente Verónica volvió a su casa. Entró tratando de no hacer ruido al cuarto de los chicos. Se quedó un rato mirándolos y se fue a su cuarto. Intentó dormir pero se le hacía muy difícil.

De costado, para un lado, para el otro, boca arriba, boca abajo. Cabeza debajo de la almohada. No había manera. Las horas pasaron hasta que escuchó el ruido de llaves en la puerta. Era Gonzalo. Entró al cuarto, fue al baño y después de unos minutos se desvistió y se metió en la cama.

El cuerpo de Verónica temblaba. Era la primera vez que sentía estar compartiendo su cama con un extraño.

Mientras dormía Gonzalo volvió a hablar. –.. paremos .. mejor paremos … sabe..saben .. mejor no ..-.

¿Quién sería la otra? Cuando lo siguió en el auto iba solo. Seguramente la encontraría en el lugar, .. en Escobar …, pensó Verónica.

La secretaria era una mujer mayor. Estaba descartada. Quizás una médica. ¿Pero por qué no estaba en el auto?

Al día siguiente desayunaron juntos, como siempre. La primera sección del diario era para Gonzalo. Verónica se conformaba con mirar el pronóstico del tiempo para ver cómo abrigaría a sus hijos. Su madre ayudaba en la cocina para preparar las tostadas.

Gonzalo se veía demacrado. Leía muy concentrado la penúltima página del diario. Dobló el diario para poder leer mejor.

-          ¿Pasó algo Gonza?  Su mirada estaba clavada en la página de las policiales. 

-          Nada Vero. Me voy rápido que tengo que llegar al Hospital temprano y la Panamericana seguramente estará cargada. – Le hizo otro doblez al diario y se lo llevó.

-          ¿No me dejás el diario?

-          Te lo traigo a la vuelta. Quiero mostrarle algo a mis socios. Temas médicos. Que tengan un buen día.

Pero jamás trajo de vuelta el diario ni llegó a su casa ese día. La cena estaba servida temprano como siempre y el lugar de Gonzalo quedó vacío. No había mensajes de él en el celular. Verónica no sabía qué hacer. Llamó a las dos esposas de sus socios y ellos tampoco habían llegado. Les preguntó si sabían si podían llegar a estar estudiando un caso juntos pero ellas dijeron no saber.

Se fue a dormir asumiendo que ésta era su nueva vida. Siempre había criticado a esos hombres que llegaban a cualquier hora a su casa y ahora lo estaba viviendo en carne propia.

Le costó dormir más que nunca. Miró película tras película hasta que finalmente el ruido del televisor hizo de despertador a las 6 de la mañana. Se había quedado dormida. Miró hacia su lado. Gonzalo no había vuelto.

Verónica llevó a los chicos al colegio y volvió mirando su celular a cada rato para ver si tenía novedades. A las 10 de la mañana recibió un llamado. Era el abogado que llevaba los temas del consultorio, Rivero.

-          Verónica, soy Alberto Rivero, el abogado de tu marido. Gonzalo está detenido junto con sus dos socios. Allanaron el laboratorio de Escobar, sabés?

-          ¿Qué laboratorio? ¿Dónde? ¿Escobar?

-          ¿Gonzalo no te tenía al tanto de este tema?

-          Yo no sé nada. No sé de qué laboratorio hablás.

-          Bueno, no te preocupes. Ya veremos cómo seguimos con esto. El Dr. Vázquez se va a encargar del tema penal.

-          ¿Penal? ¿Mi marido es un delincuente?

-          Estaban fabricando efedrina … no era un laboratorio legal, ¿sabés?  Es posible que te llegue un allanamiento a tu casa. Fijate que tengan una orden judicial.

Verónica no lo podía creer. De una simple infidelidad, llegó a tener que adaptarse a ser  la mujer de un delincuente.  Trataba de pensar hacia atrás y de recordar aquéllas frases que Gonzalo repetía dormido.

Al día siguiente mientras Verónica servía la merienda a sus hijos llegó la policía con la orden judicial de allanamiento. Después de confirmar que estuviese bien, previo llamado al Dr. Vázquez, los hizo pasar. Los chicos lloraban.

Tomás, el de cuatro, corrió a su cuarto. Verónica lo siguió. Había ido a buscar su muñeco preferido: Sully, el monstruo bueno de Monsters Inc.   Bajó su cabeza y se quedó en un rincón abrazándolo.  Su madre se quedó mirándolo y un lagrimón recorrió su mejilla.