miércoles, 29 de mayo de 2013

Consigna del objeto

La Máquina1

Hoy no voy a decir nada nuevo acerca de la máquina. Mi intención es, humildemente, hacer una descripción provisoria de ella. Tratar de compendiar algunas de las cosas que se han dicho para que, puestas una al lado de la otra, podamos tener una mirada de conjunto.

Describir a la máquina –aunque ese es uno de sus tantos nombres, como ya veremos, llamémosla así para simplificar– es una tarea ardua. Nadie la ha visto nunca, pero todos la conocen. Es única e irrepetible, pero está en todos lados. Se ha dicho que está en el Himalaya, en Afganistán, debajo de los subterráneos de China, en un taller clandestino del Once, en un sitio que sólo el Pentágono sabe, en un sótano sucio de Egipto…

Empecemos, entonces, por lo que sabemos. La máquina es más bien rectangular. Tiene dos lados de metal de color naranja. De alto no mide más de un metro. A lo ancho medirá aproximadamente unos sesenta centímetros. En la parte de arriba tiene una cinta transportadora. Su mecanismo es simple. Es un juego de tres poleas que suben y bajan y que pueden adquirir diversas velocidades. Estas poleas no están a la vista. Para ver su funcionamiento hace falta sacarle las tapas de los costados y los únicos capaces de hacer eso son los que tienen la llave, los del servicio técnico. Su motor funciona a base de grasa animal.

Nadie sabe a ciencia cierta qué produce la máquina. Se han dicho tantas cosas que pareciera difícil afirmar algo sobre el tema. Se ha dicho que la máquina produce oro, agua, maniquíes, miedo, tablas de surf, salchichas, otras máquinas, poesía. El catálogo sería infinito, por lo que me gustaría rescatar las tres hipótesis que considero más serias al respecto.

La primera es la que aparece en el libro La máquina significante2, según la cual el teórico lacaniano Alain Verdiau afirma que la máquina “no produce otra cosa que sí misma”. Y luego remata: “la máquina es apenas una metáfora”. En segundo lugar, me gustaría mencionar la peculiar hipótesis del sociólogo alemán Johan Schwarzkopf2 sobre la producción de la máquina, que ha causado mucho revuelo en su momento y que con igual énfasis pasó al olvido. Según su tesis, desarrollada en un maravilloso ensayo de más de 500 páginas –que hoy se puede encontrar en las mesas de saldo–, sostiene que la máquina existe –esto es luego retomado y refutado, sin siquiera citarlo, por Verdiau–, pero “no produce absolutamente nada”.

La tercera versión, la más popular, es que produce unas pequeñas chapitas de metal, redondas, de medio centímetro de diámetro, de un espesor de no más de un milímetro o dos, lisas, que pasan luego a una segunda máquina en donde son procesadas para formar parte de otro elemento un poco más grande, el cual a su vez pasa luego a una tercera máquina y después a una cuarta y a una quinta.

Esta versión, que es la que aparentemente más se ha acercado a la verdad, es, como las demás, incomprobable, ya que los operarios de la máquina uno no tienen ningún tipo de contacto con los operarios de la máquina dos, así como los operarios de la máquina uno tampoco saben de dónde proviene la materia que ellos procesan. Dado que todo lo producido llega y sale directamente por un tubo de aluminio –en esto todos los testimonios recopilados coinciden–, imposibilitando al operador saber a dónde se dirige y de dónde viene lo procesado. Los que sostienen esta hipótesis de la cadena de producción dicen, atinadamente, que todos los individuos del mundo tienen por lo menos un objeto proveniente de la máquina.

Por último, me gustaría referirme al régimen de trabajo de los operarios. El régimen de trabajo es tortuoso, aunque simple. La tarea consiste en velar por que la máquina no se detenga nunca. Si bien hay una perilla que dice on -perilla hacia arriba- y off -perilla hacia abajo- (único elemento a simple vista sobre el cual el operario opera), siempre está puesta en on y nadie la vio jamás puesta en off. En cuatro turnos de 6 horas cada uno, el operario no puede levantarse de su asiento. Una de las demandas históricas del gremio ha sido la de poder ir al baño, aunque el SUOMA (Sindicato Único de Operarios de la Máquina y Afines –sindicato creado “por las dudas” por la OIT y que además está en el Libro de los Guinness por ser el sindicato con menor número de afiliados de la historia, con cero afiliados–) nunca ha hecho los esfuerzos suficientes para ello. Ni siquiera han podido hacer huelgas, ya que habría que detener la máquina y nadie sabe qué consecuencias acarrearía ello. En caso de que la máquina se detuviera –Dios no lo permita–, el operario debe llamar inmediatamente al servicio técnico y salir del lugar en no más de siete segundos. Pero en todos estos años nunca ha hecho falta.

Cada operario tiene su respectivo suplente. Si uno falta por X razón debe reemplazarlo el suplente, que estará siempre listo. El contrato de los operarios tiene una duración de un año y es renovado por decisión de la empresa. El operario que más duró en el puesto estuvo 52 años, 7 meses, 23 días, 5 horas y 34 minutos al mando de la máquina y pasó por los cuatro turnos, hasta que lo encontraron durmiendo sobre la máquina y fue inmediatamente despedido y reemplazado por su suplente4.

Hay quien dice que la máquina ha tenido un nombre por cada operario que la ha manejado, todos secretos. De ahí que llamarla “la máquina” –licencia que me permití al principio de este trabajo– sea, aunque involuntariamente, un capricho. La máquina tiene, en realidad, tantos nombres como operarios.

Como datos de color -para las señoras de la sala- podría decir que se comenta –extraoficialmente– que algún que otro operario se ha enamorado de la máquina, y hasta se habla –siempre extraoficialmente– de operarios que fueron encontrados en situaciones "comprometidas" con ella.

En la actualidad se puede hablar de un boom de la máquina. Hace no muchos años ha nacido en algunas zonas del sur de Brasil, posiblemente proveniente de países nórdicos, una secta que rinde culto a la máquina. Y hace pocas semanas, como todos ya saben5, le han llegado propuestas al papado para erigirla en santa.

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(1) El siguiente texto fue presentado en el “IV Congreso Internacional de Objetos Curiosos” llevado a cabo los días 7, 8 y 9 de agosto y 21 y 22 de noviembre de 2012 en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires y rechazado por el comité organizador “por no cumplir con las condiciones estipuladas”. El texto que aquí se publica por primera vez es la versión completa de aquella ponencia.
(2) Verdiau, Alain, La máquina significante (Trad.: Lucas G. Antona), Paidós, Barcelona, 2007.
(3) Schwarzkopf, Johan, Enciclopedia Universal de las Máquinas (Trad. Roberto Nazo), Nueva Visión, Buenos Aires, 1999.
(4) Ver: Ámbito Finaciero del 5/4/1985.
(5) Ver: Clarín, Página/12, Ámbito Financiero, Crónica, todos del 31/7/2012.

Futuro NN


Eran los trece Niños los desaparecidos. El mundo estaba consternado.
En Buenos Aires, se encendían titulares en todas las pantallas y los informativos daban sus versiones:
Noti BA: “URGENTE: siguen sin aparecer los Niños Sagrados. Autoridades advierten a la población que no pierdan la calma”
Noticiero NT: “Reiteramos: continúa la búsqueda de los  niños Alfa –Tierra. Habrían desaparecido en el centro de la ciudad durante la tormenta. Sigue el mal tiempo en Buenos Aires…”
Crónicas del espacio: “Pibes estelares desaparecen durante su paso por Buenos Aires, en el marco de su  Gira Interplanetaria anual …. Se esfuma la promesa de paz”

La  primer reacción de los habitantes del Cono Sur fue de pánico. Era un mal presagio y una responsabilidad que caía sobre toda la región. Además, otra guerra era impensable; la desesperación se apoderó de la gente.
Muchos sospechaban un complot entre el Gobierno Sureño y el Emperador del planeta Alfa, quienes, se creía, deseaban un enfrentamiento.  Otros, lo atribuyeron a la inseguridad, cada vez más preocupante. En todo caso, algo debía hacerse, y de inmediato.
Como hacía tiempo que las personas no se levantaban de sus asientos más que algunas horas por día, ya que la vida virtual había atrofiado sus cuerpos,  no contaban con la fuerza para salir a protestar, ni con la valentía, dado que gran parte  de la población occidental padecía agorafobia.
En cambio, comenzó una intensa actividad en las redes. Algunos también enviaban sus opiniones mediante transmisión cerebral, práctica muy generalizada para entonces:
—Ai qcer algo
— kdna d mails
— pong´ms ntrs rbts pq ls bskn
— ai qofrcr rcmpnsa
Se entrecruzaban ideas, y los conceptos iban y venían. Hubo quienes aseguraban haber visto a los Niños sagrados en sus sueños. Les habían contado que estaban en un lugar mejor. Otros decían ser médiums y estar en contacto con ellos; querían impartir sus enseñanzas, y pronto volverían. Los más escépticos temían lo peor.
Finalmente el acuerdo: todos los Canobots privados saldrían a participar de la búsqueda. Estas mascotas se manejaban por control remoto, y sus ojos eran cámaras a través de las cuales los dueños se enteraban de lo que sucedía en el exterior.

Los perros metálicos se mezclaron en las calles con los Robo Polis, y con las naves y Unidades Cámara, que sobrevolaban la ciudad. Dos días pasaron sin resultados.

El mundo empezó a mirar hacia el sur con preocupación. Las relaciones interplanetarias pendían de un hilo, y los Niños Dorados, (también llamados así por la luz que irradiaban sus cuerpos), eran el elemento clave del equilibrio.

No se sabía de dónde habían llegado, y ellos nunca lo habían aclarado. Un día simplemente aparecieron, y con su llegada renació la fe.
Pronto surgió el mito: eran fruto de la unión entre los dioses terrestres y alfalfanos. Y nadie lo discutió.


…………………………


Pusieron a cargo de la investigación al comisario en jefe Julio César Silva.
Su primer medida fue duplicar la cantidad de unidades de Robo Polis en circulación.
Estos robots tenían ya unas décadas y estaban algo destartalados, pero  habían sido programados por lo mejor de la PFI C.S (Policía Federal Interplanetaria, Cono Sur), y así lo difundían con orgullo las autoridades.

Por todas las esquinas se los veía y escuchaba, diligentes en el cumplimiento del deber:
- “Móvil acceso oeste por un  Natalia Natalia”
- “14 -14 en Rio de janeiro y Mitre – Movil H
- Atento comando, atento comando, móvil 121 llama….
Se comunicaban por radio al estilo clásico para dar más realismo, habían explicado los diseñadores….

De a decenas se hicieron redadas, cientos de prisioneros fueron tomados.  A todos ellos se les escaneó la mente para encontrar información, pero nadie sabía nada. La mayoría fue liberada y otros pocos quedaron encerrados, pero por delitos contra la patria.

Las autoridades Bonaerenses empezaban a alterarse. Se rumoreaba que en Alfa sospechaban de una presunta responsabilidad dentro de la misma policía porteña. Había que evitar represalias, y por sobre todas las cosas, impedir que los alfalfanos iniciaran investigaciones.

Tras varios días de búsqueda infructuosa, en el momento preciso en que el FBI, la NASA, CIA, SIDE, y los cuerpos de Elite de ALFA, se preparaban para viajar a Buenos Aires e iniciar su propia  búsqueda, trece cuerpos fueron encontrados en un edificio sin habitar del Conurbano.
El héroe fue un Canobot, que filmó la escena del crimen, y ya estaba siendo repetida en todas las cadenas. No había duda, los Elegidos habían sido hallados. Hay tristeza y estupor.
Los ciudadanos son testigos incrédulos del milagro: a pesar del poco tiempo transcurrido, sólo quedan los esqueletos y son de oro puro. Están formados, mirando en dirección Norte. Dicen que la ubicación no es casual. Dicen muchas cosas.

La exigencia del pueblo es unánime e inmediata: —¡Queremos Justicia!.
Como respuesta, habiendo pasado algunas horas apenas, en una demostración de eficiencia impresionante, detienen a un sospechoso: un linyera que merodeaba el edificio, con antecedentes por hurto. Las autoridades de la PFI, Silva a la cabeza, lo anuncian con pompa:
— El criminal, un malvado psicópata, ha confesado. Las pruebas quedan a disposición de los altos mandos interplanetarios.
El culpable había sido capturado, y se aplicaría todo el peso de la ley.

Quedaba decidir ahora en qué parte del universo descansarían los restos de los Niños. El último adiós tendría que ser inolvidable.
Tras largas y acaloradas discusiones,  Julio César Silva tuvo una idea genial que resolvería el tema en el corto plazo, y que de inmediato fue aceptada con entusiasmo por los representantes de todas las naciones:   Los huesos de oro serían fundidos y darían vida a un monumento, a través del cual eternizarían a los santos. Además tendría lugar una gran ceremonia, donde trece ataúdes serían lanzados para orbitar por siempre en el espacio, que es el lugar desde donde los pequeños habían llegado. 
El comisario se encargó de todo, incluso de elegir a la empresa que se haría cargo de la obra. La escultura quedaría en Buenos Aires, y más adelante se decidiría su eventual traslado.

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Fue multitudinaria la despedida en el cementerio de la ciudad. .
Algunos gobernantes habían asistido en sus cabinas aéreas. Se los veía desparramados, enormes, en el interior de los vehículos, fofos, informes, suspendidos en el aire. Otros llegaban a pie, como un sacrificio en honor a las víctimas. Todos dejaban sus ofrendas y oraban junto al monumento, todavía oculto bajo una suave pana roja. Para descubrir la colosal estatua esperaban al comisario Silva. Pero pasaban las horas y él no llegaba. Estará enfermo, pensaron algunos… a fin de cuentas esto es su obra, su idea más genial, no podría perdérselo.

Ante la inesperada ausencia, confieren el honor a un representante de cada planeta, quienes al mismo tiempo tiran de la tela.  En medio del dolor de dos mundos y al son de notas musicales provenientes del cielo y la tierra, descubren la figura de un ángel de mirada compasiva y dulces alas. Sus destellos atraviesan  las cámaras encegueciendo en su casa a los espectadores.
Luego, una procesión de guardianes planetarios (Robots de avanzada tecnología que cuidaban las fronteras), coloca en la nave trece cajoncitos, con una flor blanca en cada uno, simbolizando las almas puras e inocentes.

El sol crepitaba desganado mientras nubes plomizas empezaban a opacar la tarde. Con el cielo ya cubierto y los grillos cricrando, despegó la nave llevando los féretros.

Al finalizar la ceremonia, se retiraron lentos los Robots Cámaras, los guardianes y los deudos. Los funcionarios, en sus cabinas, se alejaron en todas direcciones.

Fue aquella la noche más triste que recordarían los habitantes del Sur. Tras apagarse las luces y monitores, tuvieron todos pensamientos de amor y salvación.

Afuera, arreciaba la tormenta;  la lluvia estremecía las superficies pulidas de los edificios, y ahí donde se guardan los muertos,  bajo un velo de cenizas y de agua, un ángel de latón se despintaba y gotas  gruesas de pintura teñían la tierra de dorado.

viernes, 24 de mayo de 2013

LA DISTANCIA



Era uno de esos días de octubre en los que el calor ilusiona con el despojo de la ropa de invierno.

Florencia se preparaba para disfrutar de un domingo al aire libre, observando a sus hijos en sus actividades deportivas e incluso disfrutar de un rico té con amigas por la tarde.

Pero sonó el teléfono y todos aquéllos planes iban a tener que suspenderse.

“Buenos días, ¿podría hablar con Florencia Bragado?, dijo esa extraña voz

Soy yo”, contestó Florencia “¿Quién me busca?”

“La estoy llamando de parte de su padre, Ernesto Bragado. Él ha sido operado.. Le extrajimos un cuerpo extraño del colon .. después de extraer el apéndice inflamado …y se está recuperando mientras estudiamos el cuerpo extraído. Pidió que la ubicáramos a Ud. El desea verla”

La reacción de Florencia no pudo ser demasiado rápida. Había hecho mucho esfuerzo por intentar olvidar que tenía un padre … aquél padre que en el año 1989 no había podido asumir haber caído en la ruina económica y que había optado por abandonar a su familia en su departamento de Paternal –esposa e hija - en una acto que Florencia describía como cobarde y cruel. Bastante le había costado también a Florencia haber perdido a su madre hacía tres años, después de batallar contra un cáncer de mama … Y ahora esto: reabrir capítulos.-

Pero es así como a veces pasan las cosas … no dan oportunidad a la previsión, y Florencia terminó anotando: SANATORIO SAN CARLOS, Av Bustillo 1.000, San Carlos de Bariloche, Provincia de Rio Negro.-

Su preciado domingo al aire libre se transformó en un día atravesado por el sobresalto y la confusión de sentimientos. Reunió a su marido Fernando y a sus hijos Sofía, Juan y Agustin y les explicó que tendría que viajar a la ciudad de Bariloche, a pedido de aquél abuelo que sus hijos jamás conocieron y que ahora reclamaba la presencia de su hija Florencia.

Los sentimientos eran encontrados, pero Florencia nunca dudó que iría, aunque más no fuera para ver quién sería ahora su padre y poder reprochar aquél abandono.

El lunes temprano, Florencia dejaba instrucciones precisas en su Estudio Jurídico, revisando agenda de audiencias y vencimientos y organizando quiénes llevarían a cabo sus tareas pendientes ….

Ya ni conocía a ese padre ni sabía en quién se habría convertido .. ni quiénes formaban parte de su nueva vida …Tampoco se imaginaba cuán graves sería su diagnóstico.

Para Florencia grave había sido la ausencia de un padre durante tantos años.

La cabeza le estallaba. No le gustaba la idea de ser necesitada por el padre ausente.

Mientras miraba la pila de carpetas sobre su escritorio negro, y los papelitos scotch pegados en su agenda, cerraba su computadora. Tomó un taxi en la puerta de su oficina en dirección a la terminal del ómnibus

Ya era el mediodía y Florencia subía al micro con su botellita de agua mineral, que no tardó en abrir para tomar un mio relajante. Toda esta sorpresiva situación había contracturado su cuerpo desde la nuca hasta la cintura y sabía que iba a necesitar su milagrosa cápsula de Dioxaflex para soportar 23 horas de viaje en micro.

“Hola, soy Andrea … parece que somos compañeras de asiento”, dijo una hermosa mujer de mediana edad que no tardó en acomodar su equipaje arriba en el compartimento superior, pegadito al bolso de Florencia.

Andrea parecía haber pasado una mala noche a pesar de su clara y clásica belleza. Su aspecto no era el de una alegre turista ni el de una concentrada ejecutiva en viaje laboral. Sus ojos hinchados y su aspecto abatido parecían revelar que iba o venía de algo no muy placentero

Pero Andrea no tardó en mostrar una pizca de su mal estado: “Esperemos tener un buen viaje. Yo vengo de una semana difícil y me hace falta dormir”

“Si, el viaje es muy largo y sería bueno que nos pudiéramos relajar”, dijo Florencia en un tono optimista del cual ella no llegaba a convencerse.

Las dos se acomodaban en sus asientos. Florencia abría el diario La Nación e intentaba leer las noticias. Andrea acomodaba sus objetos personales dentro de su cartera como si quisiera poner un nuevo orden mientras el micro transitaba por la Autopista en dirección al acceso oeste, dejando atrás la agitada ciudad de Buenos Aires.

En un buen rato y con esa sensación de tener algo en común que a veces uno siente al lado de un desconocido, el micro atravesaba los solitarios campos pampeanos. Por momentos sus miradas se encontraban y Florencia luchaba entre su encerrado enojo que la había subido a este viaje y la intriga de la realidad de su desconocida compañera Andrea

Uff .. quisiera poder dormir un rato pero me va a resultar difícil, dijo Andrea. Estoy volviendo a mi amada ciudad de Bariloche después del entierro de mi hermano mayor que murió de un sorpresivo ataque al corazón …No va a ser fácil dormir …”

“¡Qué desgracia! ¡Cuánto lo siento!, alcanzó a balbucear Florencia … Pero Florencia no pudo seguir esa conversación. Su enojo no le permitía escuchar el dolor ajeno.

La lectura de la sección ENFOQUES del diario LA NACIÓN del domingo la ayudó a distraerse un rato mientras la ventanilla dejaba pasar más y más campo verde. La monotonía del paisaje generaba la impresión de no estar avanzando en el camino.  

Ya llegando a Casa de Piedra, en la ruta 152, el micro paró a cargar nafta y Andrea y Florencia bajaron a comprarse algo en el drugstore de la estación de servicio. En la cola de la caja Florencia se sintió obligada a hacer a Andrea alguna pregunta acerca de su hermano: “¿Eran muy cercanos?”

“Justamente lo contrario”, dijo Andrea, “Después de nuestra adolescencia permanecimos lejos física y afectivamente … por cuestiones pasadas insignificantes que ya ni nosotros tendríamos demasiado claras”

Volvían a sus lugares en el micro, con sus paquetes de galletitas y golosinas y una vez acomodadas Andrea exclamó “Qué ingenuos!, ¿no? ¡Pensábamos que íbamos a tener tanto tiempo para achicar esas diferencias!, decía Andrea mirando hacia el piso y moviendo su pierna derecha como queriendo hacer algún movimiento ….¡Qué pecado! ¡Cuántas oportunidades de encuentro y perdón nos perdimos!

Florencia no tenía palabras para semejantes confesiones de alguien a quien no conocía … Además todo lo que escuchaba entorpecía su sentimiento de rencor hacia la situación que ella debería ahora afrontar en Bariloche … la confundía … la obligaba a pensar ..”¡Qué pena! …” fue todo lo que alcanzó a poder decir Florencia mientras Andrea parecía relajarse y Florencia parecía tensionarse más a pesar de su milagrosa medicina que no alcanzaba a hacer efecto

El sol caía en la ventana .. el tiempo transcurría .. el paisaje verde ya no se veía tan verde, y Andrea lograba dormir una pequeña siesta.

Se acercaba el horario de la cena y empezaba el reparto de bandejitas con una comida fria que interrumpió la siesta de Andrea: “¡Vos vas de visita a Bariloche? Es una hermosa ciudad..” le dijo a Florencia.

No sabía por qué pero mientras su botellita hacía el ruido del gas al abrirla, Florencia contestó un tímido “Si… en cierto modo”

El silencio de Florencia no le dio más opción a Andrea que continuar comiendo su tarta de jamón y queso y asumiendo que ella era quien hablaría ….

Andrea volvió a dormirse y en ese descanso observado por Florencia, una lágrima comenzó a recorrer la cara de Andrea como una última conclusión a su confesión.

Florencia entendió que su compañera de asiento no dormía y ni bien volvió a abrir sus ojos le dedicó un gesto de compasión…”lamento realmente mucho lo que te pasó …”

“Sabés lo que pasa …, retomó Andrea, “no es la partida de mi hermano lo más doloroso de todo esto … lo más terrible es darme cuenta del tiempo perdido … ver que el orgullo y la soberbia nos haya impedido completar nuestro vínculo … era mi único hermano … ni él ni yo logramos poder pedirnos perdón … ni siquiera llegamos a tener claro qué fue lo que hizo cada cual sufrir al otro .. cualquier pequeño gesto de uno de los dos podría haber permitido una charla de entendimiento y de perdón … pero dejamos que el tiempo se ocupara de decidir por nosotros”

Florencia tomó coraje y logró decir  “Te entiendo Andrea … yo estoy viajando a ver a mi padre que abandonó a su familia hace 25 años y no sé si voy a poder hacer a un lado mi enojo para escuchar las razones y sentimientos de ese hombre que ya desconozco .. pero creo que tus palabras han sido de gran ayuda … Creo que vale la pena hacer el esfuerzo …. Todavía estoy a tiempo, ¿no?”

Florencia jamás pensó que iba a poder compartir semejante vergonzosa realidad personal con una extraña … pero esta desconocida le dio una lección en muchos sentidos. Se dieron un tímido abrazo como si sus respectivos dolores hubieran generado el comienzo de un vínculo. Lograron seguir conversando sobre familias, hijos, trabajo y todas las tensiones parecieron desvanecerse. La contractura de Florencia, la distancia que ella ponía en la charla … iban despareciendo hasta terminar en dos mujeres con sus asientos cama reclinados, descansando en esa noche después de la cual ambas decidirían cómo continuar con sus vidas …. Un largo viaje con muchas respuestas ….

miércoles, 22 de mayo de 2013

Patria

por Fernando Lancellotti


7 de Noviembre de 1970
Pelea por el título Carlitos Monzón con el campeón del mundo, hasta ese momento, Nino Benvenuti. No tuve idea de la envergadura e importancia del evento hasta escuchar los gritos de mi papá: “¡Sacá la derecha! ¡Uyy, la sacó! ¡Lo mató! ¡No quiere más!”
Media hora antes me había mandado al kiosquito pegado a casa para que le trajera dos atados de Kent. Cuando volví, mi papá a un metro del televisor, con la radio Spika en la oreja derecha, escuchaba en paralelo los comentarios. Benvenuti cayó desplomado sobre la lona, y a Monzón le alzaban los brazos, con el protector bucal todavía puesto y medio salido (parecía Frankestein). Yo saltaba en la cama de la alegría de ver a mi papá tan contento. Creo que ese día lo coroné Campeón. Faltaban días para que cumpliera seis. A la noche comimos pizza y faina.

6 de Enero de 1971
Son las dos de la mañana y entreabro los ojos, veo a mi papá colocando los juguetes de reyes al lado de los zapatos. Mi hermana sabía que los reyes eran los padres, sin embargo se hacía la tonta. Al rato me dormí y soñé con un auto de carreras.

18 de Junio de 1971
Estoy en el parque Chacabuco medio mareado pero feliz. Hago de arquero. Mi papá me tira la pelota y yo la pateo lejos. Cruza la calle para buscarla. Después me hace jueguito para entretenerme. Trato de sacársela pero solo veo los agujeritos de la punta de sus zapatos.

10 de Junio de 1972
El presidente es Lanusse, un general con cara de pocos amigos. Estoy en primer grado. En un rapto de locura, me escapo del colegio y vuelvo a mi casa. De castigo, hago deberes. No es un día cualquiera. Pienso que estaría bueno vivir solo alguna vez. Aún soy muy chico.

2 de Julio de 1974
Mi único amigo es Juan Pablo Steinmberg. Tiene piojos y a pesar de su edad, sabe mucho de historia. Los Steinmberg viven en Planta baja y tienen un patio increíble. Gloria es la hermana mayor de Juan Pablo, tiene 17, escucha Sui Generis y usa poncho. La veo acongojada con su mano en la boca, Juan Pablo también llorisquea. En la tele dicen que murió Perón.

15 de Agosto de 1975
Damos una vuelta en auto, “la vuelta al perro”, maneja mi papá, mi mamá del lado del acompañante. Yo voy atrás con mi hermana. Observo el obelisco. Hecho aliento y empaño la ventanilla.

27 de Abril del 1976
A mi mamá no le gusta cocinar pero hace una tortilla y se quema. Llora y pienso que es por la quemadura. Hace bastante que no voy a lo de Juan Pablo. El patio del colegio es como una cárcel; gritamos atrás de una pelota y esperamos la orden para salir.

2 de Marzo de 1978
Mi hermana cumple 15 y como se usa, le hacen una fiesta en un salón. Las amigas más feas esperan que las saquen a bailar. Saturday nigth fever es el hit del momento. Yo me sé la letra pero no bailo. Le pido un whisky al mozo, para parecer “más grande” y nunca me lo trae. Saco a bailar a la más fea, Mónica Barrito. Me dice que no y pienso que tiene algún encanto. Al rato va al baño y confirmo que es horrible. A los dos meses, en otro baño, me masturbo por primera vez. Me gusta y pienso que tengo algo para ocultar.

15 de Agosto de 1978
Compro mis primeros discos de vinilo; dos long-play y un simple: Yes-King Crimson- Peter Frampton. Veo la torre Eiffel en una enciclopedia. Mi cuerpo se estira de golpe. Siento un profundo rechazo por mi cara que no se condice con el resto.

25 de Mayo de 1980
Mi ídolo es Bill Bixby, que era el increíble Hulk antes de convertirse. Tenía una camisa escocesa y parecía un gil hasta que “los malos” lo molestaban tanto que explotaba. Me veo identificado. Falsifico las notas del boletín, me ayuda un compañero que tiene buena caligrafía. Tengo todas abajo y diecinueve amonestaciones. Realmente no sé que hago en el mundo.

15 de Abril de 1982
Plena guerra de Malvinas y por la radio, escuchamos el sorteo para la colimba junto a mi familia ¡185! ¡número recontra bajo! ¡zafé! Fue el logro más importante de los últimos años. Bueno… el destino tuvo su parte. Mi cara tiene más que ver con mi cuerpo. Tengo 17 años como la hermana de Juan Pablo, pero no uso poncho, uso toga. Mi colegio es uno de los más caros, por eso no me echaron y por eso uso Toga como en Inglaterra. Sin embargo termino el secundario a los tumbos.

3 de Enero de 1984
Debuto con Karin Lenaux, me la presentó un amigo unas semanas atrás en un recital. Estamos en un departamento bajo como los de la costa, pero en Buenos Aires y hace mucho calor. Como siempre en estos casos, la experimentada es Karin. Su novio, un tal Bowie, está en un “sabático por no sé donde” y a Karin le gusté desde que nos presentó mi amigo. Aprendo a armar un porro con filtro. Yo estoy tan nervioso que tiro o se me cae un vaso largo de Gin Tonic. No me acuerdo más nada.

19 de Diciembre de 1989
Con 23 años me recibo de Abogado. Me esperan para brindar. Todos están muy contentos menos yo. Todavía no sé que hago en el mundo.

22 de Noviembre de 1990
Comienzo mi primer autorretrato. Mi ropa comienza a deteriorarse. Soy un trapo húmedo las 24 horas. Mi ídolo es Lucien Freud, que es como Bacon, antes de perder la paciencia. Suena el teléfono y no contesto. Vacío un pomo de oleo color carmín y tapo el retrato. A medida que cubro la tela con pintura y mi rostro desaparece, como desaparece el cuerpo de alguien cuando lo entierran, una congoja, como el recuerdo de lo que no fue, se instala en mi pecho.

15 de Septiembre de 1994
Estoy en la sala de pre-embarque del aeropuerto de Río de Janeiro, rodeado de cuatrocientos japoneses con destino a Osaka. Yo me bajo en Los Angeles. Mi prima se casa en dos días en Monterrey California. Fantaseo que cae el avión en el océano y muero como un kamikaze.
26 de Agosto de 1998
Me mudo a Nuñez, un barrio con muchos árboles, lejos de familiares y amigos. Voy a comprar una heladera. Tengo las medidas en un papelito en el bolsillo del pantalón. A la noche tomé algo que me hizo sentir bien al principio y después cada vez peor. Me despido de Alexia. Es diseñadora, vestuarista, manager, dj, etc. Le digo que no nos volveremos a ver. Baja la cabeza y sin llorar me dice: “No se puede ser policía y ladrón al mismo tiempo”

17 de Agosto de 2000
Es feriado, se cumplen no sé cuantos años de la muerte de San Martín. Una amiga me discute y dice: “del nacimiento”. Yo le digo que estudie un poco de historia y ella me contesta: “igual es lo mismo…total al mundo le queda poco, jajaja”. A la noche vamos al club Eros para festejar, no sabemos qué.

11 de Septiembre de 2001
Me despierto a las 9.15. Llama por teléfono la vieja de mi ex para que vea la CNN. Alerta naranja –nadie trabaja–, todos ven cincuenta veces la repetición de los avioncitos chocando las torres. A la noche la familia de mi ex festeja como si hubiesen pisado la luna.

15 de Noviembre de 2001
Son las siete de la tarde salgo de una reunión con artistas, entre ellos está mi último maestro. Sin éxito busco un cajero automático que funcione. Llego a mi casa caminando; noventa y cinco cuadras, veintitrés semáforos, cuatro cigarrillos. Me acuesto y en la tele dicen “que hay problemas con el ¿riesgo país? ”.

7 de Enero de 2002
A las 00.45 suena el teléfono y por un segundo no quiero atender. Mi hermana a los gritos me dice que mi papá se descompuso y no despierta. Atravieso la ciudad como un misil cargado de miedo. “Hicimos todo lo posible” dice un médico. Mi papa había muerto.

15 de Abril de 2002
Me hago preguntas: por el más allá… por el más acá… mi gato ve las dos cosas y me asusta un poco, pero igual lo oigo maullar como un gato más.

20 de Julio de 2002
Estoy a la deriva. Estoy en ¿La Plata? Sin dormir, me para un control policial a eso de las 10 de la mañana. Me doy cuenta de que el policía tampoco había dormido. Paso el control y a pocas cuadras paro y respiro profundo como en un bosque de pinos.

8 de Julio de 2004
Mi analista se va de viaje como un mes pero, por si acaso, me da el número de un psiquiatra de confianza. Anoto el teléfono en un papelito que guardo en el bolsillo del pantalón. Pienso en todos los papelitos con anotaciones que guardo y digo: “si los pierdo es como nacer de nuevo”.

9 de Julio de 2006
No es un feriado más. Me siento culpable, de no sacar al perro, de fumar, de tomar, de esta vida que tengo. Nieva en Buenos Aires y nunca me entero. Eliminan a la selección del mundial: un gran pesar.

10 de Abril de 2008
Hace dos meses que vendí el garaje y cobro un dinero que nunca imaginé. Pienso que un grupo comando me quiere secuestrar, anoto las patentes de los autos, veo tipos raros rondando mi casa, me hago un poco el lumpen pero no me sale. Estoy en un bar con una amiga que me dice que es psicológico. Yo le digo: “ ¿qué psicológico? mirá como me mira ése, que se hace el que lee el diario, pegado a la ventana”. Efectivamente, un tipo con una campera de cuero, como de cincuenta, me mira y mi amiga me da la razón. Pero por lo bajo me dice: “ ¡bolu! es gay”. No le creo, salgo y llamo a la policía que viene al instante. Entre el grupo Geo me disculpo varias veces del falso sospechoso. Creo que me estoy volviendo loco.

15 de Junio de 2008
Después de siete años me separo de Ana. Estoy en el café Montecarlo esperándola, con una excusa que pusimos para vernos, “tengo que darte tal cosa o tal otra”. Nos miramos sin reproches, con el dolor de la pérdida, de lo que no fue y pudo haber sido. A la noche salgo a comer con alguien y me hago vegetariano… hasta el otro día.

16 de Octubre de 2008
Es la inauguración de mi muestra “quizás no vayas a ninguna parte”, estoy nervioso por que hay más gente de la que imaginé. Salgo a la calle para hablar con unos artistas y algunos conocidos. Todos coincidimos en que el galerista me odia. Voy al kiosco de la esquina para tomar distancia pero está cerrado, sigo caminando y de a poco me voy definitivamente hasta mi casa.

3 de Febrero de 2009
Conozco a “la 99” en un cumpleaños. Voy con Pablo, un amigo. No conozco a nadie y él menos. La 99 está hablando con un tipo que no sabemos que pito toca. Pablo me dice: “arrima el bochín, yo sé lo que te digo…escribíle algo en un papelito”. Me excitan sus brackets y también sus piernas, entonces le escribo:
“Sos muy parecida a la 99, veníte conmigo y ponemos la agencia”
–Jaja, ¿qué agencia? –me pregunta con ganas de jugar.

20 de Junio de 2010
Es el día de la bandera, sin embargo viajo a Francia. La 99 y Pablo van a despedirme a Ezeiza. El avión despegó hace unas horas. Ya extraño. Es la oportunidad para dejar de fumar.

15 de Abril de 2011
Estoy en el café Leopard sobre rue des Rosiers. Hace un tiempo que estoy sentado, sin pensar en nada, esperando que alguien se digne a atenderme. Escribo dos o tres deseos en la servilleta. Saboreo el café como si fuera el último y me limpio la boca con mis deseos. A la noche veo una rata en mi estudio. Enciendo todas las luces y huyo despavorido.
9 de Julio de 2011
Pienso que todos los días son muy aburridos. A la noche, conozco a Marianne en un prostíbulo cerca de République. Me cuenta que trabaja en el cementerio y no lo puedo creer. “Rodeada de celebridades” dice sonriendo. Le digo que en Argentina, hoy es una fecha patria. Mientras hablamos, muy de lejos escucho la voz de Billie Holiday, que cantaAll of me… creo. Al rato me pregunta: “¿Qu'est-ce que paggtria?”. Quedamos en algo para la semana y nos pasamos los teléfonos.

martes, 21 de mayo de 2013

DIETETICO


 
Sábado a la tarde. Clásico momento de jazz en el comedor diario de mi casa. Mi padre leyendo en su sillón. Mi madre en la cocina pidiendo que baje el volumen de la música.
Yo atravesaba la puerta de entrada. Volvía de mi tarde deportiva en el club cargando mi bolso, y ya desde lejos divisaba la conocida escena. Me apuré a contarles el resultado de mi partido de hockey para poder internarme rápidamente en mi mundo: las cuatro paredes de mi cuarto.
Subí las escaleras con las pocas fuerzas que me quedaban y ni bien entré a mi cuarto apreté play en mi doble cassettera JVC. Unos acordes y empezaba a escucharse la voz de Gustavo Cerati cantando su DIETETICO. Mientras sacaba la ropa sucia de mi bolso, esa palabra me resonaba … es que mi semana había sido dietética, para que llegado el momento en que me pusiera el pantalón nuevo, el botón cerrara y todo quedara adentro
“Somos un conjunto dietético buscando el paraíso estético” decía Cerati … y yo dejaba pasar la estrofa esperando mis partes favoritas “sacude tu cuerpo libre..” “el régimen se acabó” repetíamos los dos.
Esa noche iba a salir con un chico que me presentaría mi amiga Sandra. Metí mi cabeza en mi placard buscando el conjunto de ropa que tenía en mente mientras viajaba en tren de vuelta a casa … Ahí estaba: la blusa blanca y el pantalón rosa salmón nuevo. Dejé todo arriba de la silla de mi escritorio y me tiré en la cama para seguir escuchando música. Terminaba DIETÉTICO y empezaba NO SE DESESPEREN …”todo va a salir bien” decían los Abuelos de la Nada … Y eso era lo que yo esperaba… estaba ansiosa por ver cómo sería ese tal Fernando que me iba a presentar Martin, el novio de mi amiga Sandra, con el que íbamos a ir a bailar a AMNESIA.
Sin embargo, en esa instancia me preocupaba mucho más cómo me vería él a mi, … mientras me cambiaba de ropa abría la puerta del placard para verme en el espejo entero, ritual ineludible. Subí el cierre y el botón de ese nuevo pantalón contuvo todo …. El espejo no mostraba el cuerpo de las chicas de la publicidad de Hitachi que todos los varones de mi edad comentaban … Tampoco parecía la flaca de Soda Stereo a la que le faltaban vitaminas. Era yo, una chica de 17 años, no muy alta y con algún que otro relleno proveniente de todas las vitaminas que mi madre se encargaba de proveer en sus ricas comidas.
La tarde se terminaba y en mi ventana ya casi no había luz, me quedaban unos minutos antes que mi madre me llamara. En mi JVC sonaba ahora MIL HORAS y yo aprovechaba a sacar una especie de despecho femenino cantando esa parte que dice “loco, estás mojado, ya no te quiero …”
Como todas las noches llegaba ese momento que interrumpía mi escondite: la cena.
Mariana, mi hermana mayor, no podía ser molestada. Ella preparaba su parcial de COSTOS II, y Agustina, la menor, todavía jugaba a las muñecas. La mesa la ponía yo, un trámite que entorpecía mis preparativos de ese sábado
El único atractivo de bajar las escaleras era el olorcito a arroz con pollo. Terminaba mi tarea de armar la mesa familiar mientras mi padre se sentaba y mi madre llamaba a mis hermanas
Todos nos sentábamos y se iniciaba el intercambio familiar. En esos días el principal tema eran las elecciones, las primeras después de tantos años y mis padres hablaban de los radicales con la intención de influir en mi hermana Mariana para quien ese año iba a ser su primer experiencia de participación ciudadana. Yo escuchaba y a pesar de no entender demasiado bien la disputa política, sentía una necesidad de cambio, de una vida más libre.
Surgió también el tema de la elección de mi carrera: “¿Todavía seguís con la idea de estudiar derecho en la UBA?, preguntaba mi madre. “Sí”, contestaba yo a secas, y con la cabeza puesta en mi pantalón y en mi salida… Mi padre agregaba Vas a tener problemas en la facultad del estado, igual que le paso a los que estudiaron en el 70”
La dieta estaba en todos lados, incluso en el menú de facultades posibles que se ofrecían en mi casa, pero no tenía ganas de discutir ese día. Quería disfrutar de la rica comida y pensar en mi programa con el nuevo candidato.
Mariana asentía cada palabra de mis padres. Ella iba a la Universidad Católica Argentina, que estaba primera en lista del menú familiar ….
Agustina daba vueltas a su pata de pollo tratando de buscar excusas para no comer, … una práctica usual en ella.
“Ya estoy decidida. Es lo que voy a estudiar y la UBA me parece el mejor lugar”, dije antes de comer mi último bocado. Los ruidos de los cubiertos contra los platos ocuparon unos cuantos minutos. Cuando todos terminaron, apuré la retirada de los platos, como una necesidad de escaparme a tanta mirada molesta de mis padres.
Pero ni bien me levanté con los cinco platos en mis manos, escuche a mi padre: “¡Esos pantalones te quedan demasiado ajustados!”
Apoyé los platos en la cocina  les dije que me iría a preparar. Me buscarían en una hora y quería maquillarme.
“Voy a la fiesta del club con Sandra”, les dije…. El club también entraba en la lista del menú familiar. No así el lugar donde realmente iría. Un boliche en Vicente López al que sólo entraban los mayores de 18: AMNESIA.
Pero finalmente sonó el timbre y yo salí feliz con la cédula de mi hermana y mi pantalón ajustado … a sacudir mi cuerpo libre e intentar vivir una noche no tan dietética.

sábado, 18 de mayo de 2013

Comienza el invierno

La tarde que la conocí comenzaba el invierno. Desde hacía unas semanas, en los locales de venta de ropa, los maniquíes habían dejado de usar mallas, musculosas y ojotas para vestir buzos, camperas, bufandas y pantalones largos. Yo había ido a comprarme un pullover en un local de ropa usada de un amigo, José Luis. Ella estaba queriéndole vender un pullover que él rechazaba. Me la presentó. Tenía, a simple vista, como mínimo, quince años más que yo. Después descubrí que no, que en realidad me llevaba veinte años. Apenas la vi me gustó.
Utilicé el truco que uso siempre. Mientras estaba mirando la ropa le rocé la mano con mi mano. Es sutil, un contacto fugaz. Pero el efecto es como si pusieras los dedos en el enchufe. El cuerpo se estremece, algo se mueve adentro, en el alma, digo, y solo con eso se produce una conexión instantánea. Es un clic.
Nos pusimos a hablar, ya no recuerdo de qué, creo que de la ropa o del frío que hacía. Su rostro era joven, sin arrugas. No se reía nunca. Movía mucho las manos. Tenía una remera negra, un jean oscuro y la piel blanquísima. Los ojos eran verdes.
No le pudo vender el pullover a José Luis y yo no encontré ninguno que pudiera pagar. Nos fuimos juntos caminando un par de cuadras. Cuando llegamos a la esquina en la que cada uno tomaría su camino, le pregunté si quería tomar algo en un bar. Aceptó.
Sin darnos cuenta, estuvimos tres horas charlando. Tomamos dos cafés cada uno y ella se pidió medialunas. En un momento de la charla me dijo que le hacía acordar a alguien. Sonreí, no sé por qué. Cuando empezó a anochecer la invité a casa.
La heladera estaba semivacía, pero a ella no le importó. Me dijo que tenía experiencia en eso y que, con lo que hubiera, prepararía algo. Había arroz y patys.
La comida estuvo exquisita. Cuando terminamos de comer, nos miramos y nos besamos. Pero el beso se interrumpió de repente porque ella comenzó a reírse a carcajadas. Era la primera vez que se reía en todo el día y fue como si la risa se le desbordara. Le pregunté por qué se reía, pero me volvió a besar, riéndose. Cuando dejó de reírse me miró y me dijo que era muy parecido a su hijo y me acarició la cara. Después me desnudó con sabiduría. Yo, en cambio, me moví con torpeza. Tardé bastante en desabrocharle el corpiño, hasta que tiré demasiado y lo rompí. Me amamantó en sus pequeños pechos. Luego se acostó boca arriba y me pidió que me pusiera encima de ella. Apoyando sus manos en distintas partes de mi cuerpo dirigió cada uno de mis movimientos. Me moví al son de su compás.
Estuvimos acostados un rato, mirando el techo en silencio. El cuarto estaba a oscuras. Ella se levantó de la cama, fue hacia su bolso y sacó el pullover que no pudo venderle a José Luis. Me pidió que me lo pusiera. La propuesta me pareció ridícula. Le respondí que no me hacía falta, que no tenía frío. Pero ella insistió y accedí. Me pidió si me lo podía poner ella. Mientras me lo ponía, percibí del lado de adentro del pullover un olor extraño, a la vez perfumado y repugnante. Quedé desnudo con el pullover puesto. Prendí la luz para verme en el espejo. Me quedaba perfecto. Dijo que a su hijo le quedaba apretado, que me lo regalaba. Iba a sacármelo, pero me pidió que apagara la luz y me acostara así con ella. Me abrazó, puso su cara contra mi pecho y se largó a llorar. No supe que estaba llorando hasta que palpé la humedad en su cara. Su llanto era idéntico a su risa. Mientras lloraba, me dijo que su hijo estaba muerto. Lo primero que sentí fue asco, pero la abracé fuerte y le acaricié el pelo. Me contó que esa mañana había estado en el cementerio. Le había pedido al sepulturero que abriera el cajón donde está el cuerpo embalsamado de su hijo. Le ofreció bastante plata y el hombre aceptó sin dudarlo. Era una práctica común, según me dijo. Quería cambiarle la ropa. Le había tejido otro pullover y quería ponérselo. Nos quedamos en silencio y terminamos durmiéndonos.
A la mañana siguiente se había ido. Yo seguía desnudo con el pullover puesto. Me levanté y me miré en el espejo otra vez. Las piernas un poco torcidas; el miembro colgando entre los pelos; el torso cubierto por el pullover de un muerto; la cabeza despeinada. Y un agujero a la izquierda del pullover, debajo de la axila. Un balazo, pensé.
Quería encontrarla, volver a hablar con ella. Llamé a mi amigo y me dijo que no sabía dónde vivía ni tenía ningún teléfono para ubicarla. Quise preguntarle si sabía algo del hijo, pero no me animé. Le pregunté si quería un pullover. Me dijo que se lo llevara, que tenía que verlo.
Apenas lo vio le encantó. Se lo vendí y con esa plata me compré otro que era muy parecido, pero sin historia. Me lo llevé puesto.

Charles Barkley

El primer video de la historia de mi vida es de 1989. En él, estoy yo, con un cuerpo diminuto y una cabeza enorme, corriendo de un lado a otro de la cancha como un perro en su primera salida a la calle, desorientado y feliz, junto con otros nueve niños. Uso una musculosa azul, unos pantaloncitos cortos Adidas demasiado arriba de la cintura, unas topper de lona y unas medias blancas. Estampado en color celeste, adelante más pequeño y atrás más grande, tengo el número 12. Durante casi todo el partido, la pelota pasa por delante de mí o por arriba, alto, muy alto a veces, y yo la miro volar, no la pierdo de vista nunca, pero casi ni la toco. Dos o tres veces, milagrosamente me encuentro con la pelota entre las manos (mientras lo cuento, puedo sentir esa escamosa textura que tienen las pelotas de básquet y su adictivo aroma a plástico), tiro todo el peso del cuerpo hacia la derecha, pongo la pelota arriba del hombro, la cabeza ladeada, flexiono las piernas como un resorte, hago el máximo de fuerza posible con mis bracitos y tiro la pelota al aire, al aro, a quién sabe dónde. Es sutil, pero en esos escasos momentos en que la pelota me llega, se puede percibir cómo la cámara temblequea. Nunca hice la prueba, pero si en alguno de esos momentos subiera el volumen del televisor al máximo, estoy seguro de que sería posible escuchar la respiración y el latido del corazón acelerados de mi padre. Haga lo que haga, imperceptible, la cámara me persigue a donde voy. Como un actor perfecto, nunca me salgo de cuadro. Aunque la pelota esté del otro lado de la cancha, aunque lo central del juego esté sucediendo en otro lado, la cámara se empecina en capturarme.

La cámara era una JVC de mano, que llevaba unos cassettes un poco más gordos que los de música. Mi padre la había comprado -creo- en Paraguay o en Brasil. Y no paraba de filmarnos. A mí y a mi hermano. En ese sentido, visto en perspectiva, es un vanguardista: la repisa que todavía está al costado de la cama de su cuarto es un canal de YouTube voluminoso. Con los VHS enfilados allí, uno al lado del otro, podría trazar la línea de tiempo de mi vida.

Sé que ese partido inaugural fue en el Club Pinocho, en Saavedra, porque jugué otras veces en esa cancha, pero en mi cabeza actual, incipientemente calva, no tengo un solo recuerdo de haberlo jugado. Lo que no puedo olvidar es cada una de las veces que vi ese video. Una de las últimas, la del 2011, por ejemplo, en casa de mis padres, fue tremenda. Estábamos almorzando, era Pascua. En la mesa, no sé cómo surgió ni por qué, empezamos a hablar del pasado, de cuando éramos chicos. A la abuela entonces se le ocurrió ver “ese video en el que Lucas corre de un lado para otro y tiene una cabeza gigante”. OK, veamos una vez más el video, abuela. Pero nos olvidamos, en ese momento, de que estábamos en 2011 y que en el video estaba Sebastián, con el número 8, regordete y enrulado, temible para los rivales, y que hacía apenas unas semanas había muerto en un accidente automovilístico volviendo de Mar del Plata con su novia y unos amigos. Todos los que iban en el auto salieron ilesos, menos él. Pero no lo menciono por lo horrible de la situación, sino porque una pregunta curiosa me asalta desde aquel día: ¿habrá visto Sebastián, en la película efímera de su vida, esa que dicen que vemos en el instante eterno de morir, este mismo partido de básquet, como yo tantas veces?

En la primera mitad de los 90, cuando Ginóbili empezaba a masturbarse, ya vivíamos en el realismo mágico de un peso igual a un dólar, y por culpa de Ayrton Senna le ponía cara y cuerpo a la muerte y descubría que estaba auspiciada por Renault, el único local que había de la NBA en Buenos Aires (aunque creería que en toda la Argentina) quedaba en la galería Río de la Plata, sobre avenida Cabildo, en Belgrano. Ahí llegaban, en el auge de la importación, remeras, figuritas, zapatillas y videos de nuestros héroes. Para que me entiendan, ver a Jordan volar en el aire durante 10 segundos era lo mismo, para nosotros, que ver a Neil Amstrong pisando la Luna para los niños de los 60. Incluso las simetrías son asombrosas: a los dos los vimos siempre por la tele; los dos flotaban; los dos eran estadounidenses; los dos usaban zapatillas espaciales. Como para ellos llegar a la Luna, para nosotros llegar a la NBA era un asunto de la ciencia ficción.

Hasta el año 93, la NBA me era indiferente. Hasta junio de 1993, específicamente. Ese año, ese mes, por tercera vez consecutiva, la final la jugaban Michael Jordan y los Chicago Bulls. Aunque podría ser el nombre de una banda de rock de los 70, en realidad era el mejor equipo de la historia de la NBA. Eran demoledores. Por lo tanto, cualquiera que estuviera del otro lado de la cancha, corría con desventaja. Perdía por anticipado. Y ese año fue el turno de los Phoenix Suns.

La primera vez que escuché hablar de los Phoenix Suns fue en el local de la Galería Río de la Plata. Aunque haga memoria, no puedo acordarme de quién fue, pero puedo repetir palabra por palabra lo que dijo. Dijo: "Pobrecitos los de Phoenix. Chicago los va a hacer mierda. Jordan es imparable”. Ahí me di cuenta de todo. Fue como una revelación divina. En ese instante, resplandeció, a través de esas palabras dichas al pasar, la tragedia de la existencia: había que elegir. O estabas del lado de los buenos, los triunfadores, o estabas del lado de los malos, los perdedores. ¿Pero a quién elegir? ¿Y por qué? La respuesta, por suerte, la obtuve rápidamente gracias a mi primo, o a la pared del cuarto de mi primo, en donde, entre las infinitas frases escritas, estaba anotada en imprenta con marcador rojo, junto al póster de Nirvana, esta frase: “Dos caminos se abrieron ante mí, yo elegí el menos transitado, eso marcó la diferencia”. Y debajo una firma: Robin Williams. Esa frase, para mí, marcó la diferencia. Desde ese día, elegí el camino menos transitado. Si todos caminan en procesión detrás de Michael Jordan, pensé, yo iría detrás del héroe de los Phoenix Suns, el héroe de los perdedores, junto a unos pocos fieles.

El héroe de los perdedores –y que de ahí en adelante sería mi héroe– se llamaba Charles Barkley (o Barkli, como le decían los relatores de la ESPN) y usaba el número 34. Pero debo ser sincero en esto: ser un soldado de Barkley no era fácil. Tenía que oponerme, primero, al acuerdo unánime de la superioridad de Michael Jordan. Era una superioridad objetiva, cuasi matemática, algo así como:

                          goleador + saltar desde la línea de foul + ser superior = Jordan
                                                                    básquet
                                                                                                                                                                    Segundo, Barkley jugaba en una posición distinta de la que jugaba yo. Sucedía que, en general, cada uno de nosotros buscaba un héroe basquetbolístico que tuviera características técnicas similares a las de uno, salvando las enormes distancias. Por ejemplo, Ramiro, luego de una invisible simbiosis, pasó a llamarse, de un día para el otro, Scottie, por Scottie Pippen, el Sancho Panza de Jordan. Yo, sin embargo, no tenía nada que ver con Barkley. Excepto por una cosa.

Barkley, si bien era un gran jugador, era un héroe marginal. Es cierto que formó parte del Dream Team y que en aquella final del 93 fue elegido MVP (es decir, jugador más valioso). Sin embargo, su característica definitoria, la que lo singularizaba al interior de la NBA, era que era un maldito. Un poeta maldito del básquet, un basquetbolista maldito. Y como todos los malditos en serio, cuestionaba, a su manera, el orden, las jerarquías. Que Barkley entrara a la cancha era sinónimo de problemas. De vez en cuando lo expulsaban por insultar a algún árbitro. O se peleaba a piñas con algún contrincante. O, como su compatriota Mohamed Alí, les hablaba durante el partido, quién sabe qué palabras dulces les susurraba al oído. Eso, secretamente, nos hermanaba.

Pero para volverme un “militante barkleyrista” me faltaba una sola cosa: su camiseta. Entre el 93 y el 96 aprendí muchas cosas, pero la más importante fue que los deseos no se cumplen nunca. Durante esos años, inútilmente, íntimamente, la camiseta de Barkley monopolizó mis deseos. Nunca quise tanto envejecer como en el 93, el 94, el 95 y el 96. Necesitaba, para mi economía vital, los tres deseos gratis antes de apagar las velitas. En el 93 lo planeé y durante los tres cumpleaños siguientes fue igual: de los tres, en el 94 y en el 95 con uno deseé ser inmortal, pero en el 96 pedí que Rosario, Inés o Eugenia, indistintamente y si eran las tres mejor, me dieran bola; mientras que con los otros dos pedí lo mismo los tres años –con la esperanza de que si le dedicaba dos deseos habría más probabilidades de que se cumpliera–: que me compraran la camiseta de Charles Barkley.

En el 94, sin embargo, estuve a punto de conseguirla. Mi papá me prometió que si aprobaba el examen de matemática, me iba a hacer un regalo. Vamos todavía, pensé, el deseo se cumple. El día llegó y fue inolvidable: un poco antes de las diez de la mañana, una bomba hizo volar por los aires el edificio de la AMIA, en el barrio de Once. 85 personas murieron y 300 resultaron heridas. A mí, sinceramente, no me importaba nada. Solo pensaba en mi regalo. Pero mi mamá estaba preocupada porque una prima suya, la joven Carmencita, vivía a cinco cuadras de ahí, en su primer departamento de soltera. Intentó comunicarse durante un rato, pero no pudo, por lo que al mediodía decidieron ir a buscarla a la casa. Mi hermano se quedó con mi abuela y yo los acompañé, para tener cerca a mi padre y recordarle con mi presencia lo del regalo que me había prometido. Fue difícil llegar hasta la casa, estaba lleno de coches, de gente, de humo. Mi papá tuvo que estacionar el auto bastante lejos del edificio de Carmencita. Había policías por todos lados y gente llorando. Pero, finalmente, logramos llegar. Tocamos timbre, pero nadie respondía. Recuerdo la cara de mi madre empapada de lágrimas, apoyada en el pecho de mi padre, mirando el portero eléctrico hipnotizada. Luego de unos minutos de tocar el timbre sin recibir respuesta, apareció mi tía caminando con unas bolsas de Coto en cada mano, con el pelo teñido de un rojo sangriento, como el de Andrea del Boca, y unos rulos descomunales, como los de Luisa Kuliok, sus ídolas de aquellos días. Dijo que había sentido un estruendo mientras estaba en la peluquería, pero que no se había enterado de nada. Mis padres se miraron, en silencio. De pronto, mi padre se dio media vuelta en la misma dirección en la que habíamos dejado el auto y comenzó a caminar lentamente. Carmencita, la joven Carmencita, sin percatarse de nada, le preguntó a mi madre qué le parecía su nuevo peinado. Seria, mirándola a los ojos, mi madre le respondió: “Andate a la puta que te parió, Carmencita”. Me tomó del brazo muy fuerte y salimos detrás de mi padre. Aunque de golpe frenó, como quien se olvida de algo, me soltó y volvió sobre sus pasos para decirle: “Y el pelo te queda como el orto”.

En el viaje de vuelta nadie habló. Yo no paraba de pensar en el regalo prometido, aunque no me animaba a decir nada. De pronto, vi por la ventanilla que estábamos llegando a Belgrano y el corazón me empezó a latir a gran velocidad. Aunque era invierno, un calor abrupto se apoderó de mi cuerpo. Al llegar, por Cabildo, a la altura de Juramento, mi padre giró a la izquierda, hacia al lado en donde quedaba la galería de mis sueños. A través del espejo retrovisor, los ojos de mi madre me pidieron que no me comiera las uñas. Mi padre estacionó el auto. Estábamos a solo dos cuadras de la Galería Río de la Plata. Quédense acá, dijo mi padre, ya vuelvo. Tratando de esconder mi ansiedad, le pregunté a mi madre, con el tono más ingenuo que pude, a dónde iba papá. Ella se dio vuelta y dijo, con los ojos rojos, misteriosa: ni idea. A los diez minutos vi, a lo lejos, venir a mi padre con una bolsa. Vi cómo su cuerpo iba creciendo en tamaño a medida que se acercaba con una sonrisa indescifrable. Ya nada podía obstaculizarme. La distancia entre esa bolsa y yo era insignificante. Creo que suspiré aliviado. Estaba a uno pocos pasos de conocer la felicidad. Cuando, de repente, veo que un hombre gordo y otro flaco se paran delante de mi padre y le dicen algo. Veo, entonces, a mi padre mirar su reloj y mirarlos a ellos. Luego veo cómo el gordo lo toma del brazo y el otro le mete las manos en los bolsillos. Veo, también, a mi padre dócil, entregado. Se producen una serie de forcejeos y pierdo de vista la bolsa que traía mi padre. Desesperado, miré en el asiento de adelante a mi madre. Estaba completamente dormida. Vuelvo a mirar hacia donde estaba mi padre y veo a los hombres yéndose, uno para cada lado, pero no podía ver por ningún lado a mi padre. Grité: ¡Mamá! Mi madre se despertó abombada. Mamá, le robaron a papá, le robaron mi regalo. ¿Eh?, dijo mi madre. Entonces vi aparecer primero la cabeza y luego el cuerpo de mi padre, que se levanta del piso, se mete las manos en los bolsillos y mira hacia todos lados desconcertado. Unos segundos después llega finalmente al auto, sin la bolsa. ¿Qué pasó, Felipe?, preguntó mi madre tratando de disimular la voz de dormida. ¿No lo viste, Marcela? ¿Pero qué pasó?, insistió mi madre. Nada, Marcela, nada, dijo mi padre. Y el resto del trayecto que nos quedaba para llegar a casa lo hicimos también en silencio. Nunca más se habló del tema.

Recién en el 96 pude tener la camiseta de Barkley, que, por cierto, era carísima. Pero no fueron mis padres quienes me la compraron, sino yo. Si bien los deseos no me sirvieron para nada, sí me sirvieron los cumpleaños. Porque la plata que pude acumular en los tres cumpleaños me alcanzó para comprármela. Era blanca, tenía una pelota de básquet de fuego que se dirigía en diagonal hacia el hombro izquierdo y en el centro tenía el número 34 en color violeta. Arriba de la imagen decía Suns. Eso del lado de adelante. Atrás tenía el número 34 más grande y el apellido del héroe: Barkley. La usaba hasta para dormir.

En el 97, mucho después de que José Luis Cabezas fuera encontrado en General Madariaga dentro de un Ford Fiesta calcinado, con las manos esposadas y dos tiros en la cabeza y que Teresa Rodríguez, empleada doméstica de 24 años, fuera asesinada en Cutral-Có por una bala que rebotó en el piso e impactó en su cuello proveniente de un arma policial calibre nueve milímetros, salí campeón con mi equipo, Banco Nación, por primera vez. Debajo de la remera del club llevaba, obviamente, la de Barkley, que de manera imperceptible me iría quedando cada vez más apretada. Para esos tiempos Barkley ya no jugaba más en los Phoenix Suns y eso fue todo un dilema. Otra vez, dos caminos se abrían ante mí. O comenzaba a ser hincha de los Houston Rockets, el nuevo equipo de Barkley, o seguía fiel al equipo que me hizo conocerlo. Sinceramente, los Suns sin Barkley eran como el peronismo sin Perón. Por lo que fui fiel a mi héroe. Aunque, y en esto casi no hubo dudas dada la experiencia adquirida, decidí que no empezaría una vez más la odisea de comprarme la nueva camiseta.

En el 99, la vida basquetbolística de Barkley estaba agonizando. Dicen que es normal que uno asocie ciertos acontecimientos a alguna música que escuchaba mientras ocurrían. Yo no puedo dejar de asociar el declive de Barkley con un pintoresco hit que mi primito, Federico, de 4 años, no paraba de repetir y que tenía un estribillo letal que decía “Menem lo hizo”. Mi abuelo, que era Radical, diabético y muy gracioso, ese año tendría su primer infarto, prólogo del segundo, el definitivo, que, viendo en la cama los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre del 2001, lo mataría.

Esa fue la cuarta vez que lloré. La segunda había sido en sexto grado, en el 96, cuando Eliana, que iba a séptimo, me había fusilado con una carta envenenada –que todavía guardo– en la que me despachaba diciendo que “lo nuestro no puede ser, porque vos muy chico para mí...” y dándome el tiro de gracia a la semana siguiente cuando la vi besándose con uno de quinto a la vuelta de la escuela; y sé que hubo una antes, pero no recuerdo los motivos. Sin embargo, la que me interesa mencionar es la tercera, la del 8 de diciembre de 1999, el día que Charles Barkley se despidió del básquet para siempre. Guardo todavía el recorte de la noticia publicada el 10 de diciembre de ese año, el mismo día que De la Rúa asumió su precoz presidencia, en la sección de Deportes del diario Clarín. Dice así:

La NBA se quedó sin Barkley

El retiro de Charles Barkley conmocionó al ambiente de la NBA. El jugador sufrió la rotura del tendón rotuliano de la rodilla izquierda en el partido que su equipo, los Rockets, perdió ante Philadelphia como visitante 83-73. Como la recuperación demandará más de ocho meses, Barkley, que cumplirá 37 años en febrero, entendió que este es el final de su brillante carrera. El potente alero, además un rebelde que no aceptó mansamente las órdenes de la NBA, no pudo conseguir su gran sueño, el título, ya que perdió con Phoenix la final del 93. En la despedida, Barkley agregó: La meta al llegar a la NBA fue darle a mi familia una mejor vida y creo que Dios me lo concedió. Todo el resto ha sido una gran experiencia que jamás olvidaré.

Este es, entonces –tomando prestada aquella famosa sentencia que reventaría como una piñata, desparramando dulces y juguetitos de cotillón sobre la década del 90–, el fin de la historia.