jueves, 29 de agosto de 2013

Pasajera en trance

Por Fernando Lancellotti




                         Jorge se conforma con poco, tan poco que puede enumerarlo; “primero, qué mañana no llueva, segundo; la risa de Brenda, tercero; que no haya cerrado el súper chino de la otra cuadra, cuarto; el último disco de Don Cherry, quinto; que su vecino jamás cambie la contraseña de internet, sexto; el culo de Brenda, séptimo; que después de pagar el alquiler le alcance para una pizza en la barra de Guerrín con una birra bien helada, cualquier día de la semana.”  Sí, así de brutal es su felicidad.
Brenda también se conforma con poco, pero de vez en cuando quiere cosas imposibles, justo ahí el mundo real comienza a transcurrir por otro canal que el suyo. Un canal sin límites, un desvío brusco e incierto. Como si el alma se le escapase del cuerpo por un rato. Después todo vuelve a la normalidad de una chica de veintipico.
                           Una  bolsa de nylon transparente es impulsada por el viento, mide diez centímetros por quince, quizás antes guardara clavos o galletitas.  Ahora  se eleva como un barrilete recorriendo la cuadra, desde la esquina del bar –viene rodando por el asfalto y el cordón– hasta el cartel de un Lavaerrap, queda enganchada por unos minutos, parece una bandera, después da un giro inesperado y toma altura.
                          Son las ocho de la mañana.  Jorge duerme, en una hora tocará el timbre Brenda  y le abrirá con los ojos hinchados, aún sin haberse bañado. Ella  camina por la calle de la bolsita, mira las vidrieras, piensa  que Jorge la espera y acelera el paso. Entra al súper chino. Compra una Coca, papafritas y los últimos Prime texturados. La música que suena en el súper la excita, con la vista busca el display del minicomponente, dice: “Lee Chan”. La china de la caja le pide cambio, Brenda no entiende, le agradece por las dudas, la mujer insiste:  ¡cambio! ¡cambio! Brenda sonríe a medias y le paga con un billete de cien, pone la caja de preservativos en su morral, con una mano agarra el paquete de papas y con la otra la Coca. Sale del local. En los metros que restan hasta lo de Jorge hay una cámara de seguridad que toma a Brenda: va cándida, parece que recorre un parque de diversiones, a metros de ella la bolsa  acaricia una alcantarilla.

                             Es medio día sobre la ciudad. Un sol débil filtra una luz difusa entre las nubes gigantes que avanzan rápido desde el este y cubren el cielo con figuras raras, animales de otra era, que se deforman a cada instante en su recorrido. La bolsa esta por  alcanzar el segundo piso del edificio de Jorge. Desde temprano que anuncian un temporal.
 Brenda y Jorge se desnudan en el departamento. Si fueran un verbo serían: comer  y coger, respectivamente. En esas coordenadas se mueven como pez en el agua. Pasan las horas y es como el primer polvo. Tienen una química similar a la de los chimpancés; saltan, ríen, trepan, sin otro incentivo que el de su propio goce. Brenda sale al balcón a tomar aire. Jorge la observa desde la cama. Ella  baila, se expande, estira sus brazos, mira y provoca a Jorge. Él  apoya la nuca en el respaldo de su trono –un somier de una plaza y media–, la mira, está cansado, respira, respira, inhala el ambiente viciado de su cuarto  y lo expulsa, inhala nuevamente, le duele la cabeza de coger. La bolsita se posa en el balcón de Jorge como pidiendo permiso, se arremolina, el viento la mueve de nuevo con leves soplidos, parece que la pateara alguien invisible.  Planea, desciende un poco y  vuelve a subir errante.  El día está gris.

                           Brenda se sienta en la baranda del balcón – una pared de hormigón de algo más de un metro de alto–,  le hace señas a Jorge para que salga y ríe como si estuviera en una montaña rusa. La puerta de vidrio corrediza permanece cerrada, desde adentro del departamento ya se sienten las primeras ráfagas. El pelo de Brenda se estira tanto que parece que va en una moto. Jorge, se levanta de la cama, renguea descalzo, va al vestidor. Ahora la bolsa revolotea en la terraza del edificio. Esta sucia.

                          Si bien todavía no llueve, un vendaval inclina el paisaje. Jorge apenas escucha un silbido que se  filtra por la hendija.  Brenda resiste las ráfagas, tararea una canción. La bolsita quedó atrapada en un travesaño de la terraza, se infla inútilmente, el golpeteo del plástico contra sí mismo produce el sonido de un cortocircuito,  quiere desprenderse del edificio junto a la ropa tendida y los broches, pero no puede.
                         Comienza a llover torrencialmente. Brenda entra empapada, le pide una toalla a Jorge que la arroja al piso como una limosna. Se seca con fastidio, se siente atraída por el afuera,  quiere seguir en la baranda del balcón, inmersa en ese éxtasis climático. Jorge abre una lata de sardinas, sirve un Fernet y dice: “es lo único que queda y el chino cerró”. Sin internet la música se apaga. Una gota de sangre sobre la sábana. Brenda se indispuso. La bolsa está aplastada por el agua dos pisos arriba.  
                         El arcoíris cruza la ciudad de punta a punta y el sol salpica de naranja las medianeras de los edificios. Son las seis de la tarde y una calma ronda el aire, la calma posterior a las catástrofes. Un silencio similar al de los cementerios es interrumpido por una sirena, quizás la alarma de un auto o una ambulancia. Brenda se aburre adentro, discute con Jorge, entra en aquel canal extraño, como si su naturaleza hubiese mutado. Sale angustiada al balcón. El cielo abierto y despejado, la acobija del interior del departamento. Se trepa a la baranda como lo había hecho antes. Con la boca atrae todo el viento posible. La corriente fresca del pampero que viene del oeste es la dosis  que ella necesita. Jorge la increpa: “¡Entras o te vas!”. Brenda entra, atraviesa el departamento como un rayo, da un portazo,  toma el ascensor y pulsa planta baja, sin embargo los números digitales del tablero indican lo contrario y la lleva para arriba. Mientras sube recuerda el display del minicomponente en el súper, es turquesa igual que éste, también recuerda la voz dulce de Lee Chan. El corazón le late.  Esta llegando al último piso. La bolsa ya liberada, sobrevuela  el edificio. Brenda piensa en volver, tocar el timbre y pedirle perdón. Pero cuando se detiene el ascensor pulsa nuevamente el botón de planta baja.
Jorge, arrepentido, baja corriendo por la escalera. En el descanso del segundo saluda al portero, casi sin aire. Sus ojos siguen los escalones, un espiral que lo marea.
                     Una quietud reina en la atmósfera, la total ausencia de viento y la ley de gravedad hacen que la bolsa descienda tranquila como un paracaidista.
                         Brenda sale rápido. Jorge la alcanza antes de que cruce la calle, la toma de la cintura, ella  no ofrece resistencia, intenta besarla.  Los dos miran hacia arriba. Se hace de noche y la bolsa apenas brilla;  por unos segundos, el taco de Jorge la aprisiona contra las baldosas de la vereda y un pedacito sobresale, igual que el ala de una mariposa. Brenda baja los párpados, pestañea, quizás una basurita en el ojo, algo la hace lagrimear. Se ríen y entran juntos al edificio. La bolsa se arrastra  por el cordón y desaparece por el sumidero.