por Fernando Lancellotti
Esta es una
historia que se puede contar con los dedos de una mano. Tiene cinco partes y
están unidas a un cuerpo. La primera es muy breve, tan verosímil como la línea
ilusoria del horizonte, esa unión del cielo y la tierra que la vista supone
como final del paisaje y se repite tantas veces como la esperanza y la
desesperanza.
Así, una
mañana de invierno mi madre me llevaba al parque a los tumbos, agarrando mi
pequeña mano como si fuera la empuñadura de un carro. Bajamos por la avenida
Asamblea hacia la calle Beauchef. Yo miraba los autos que cada tanto pasaban,
iban tan lentos que parecían camellos o carrozas; a pesar de ello, cuando
íbamos por la avenida mi madre me sujetaba la muñeca con firmeza, quizás por
miedo a que me escapara o corriera y me pise un auto. En el resto de las calles
aflojaba la marca y yo era hombre libre. Bueno me seguía sujetando pero con la
voz; “Dani, Dani, Dani… ¡Daniel! ¡Te dije que no!”. Igual nos llevábamos bien,
tan bien que cuando regresábamos del parque me compraba una paquete de
figuritas en el quiosco y un pebete de jamón y queso que me devoraba en
segundos; sin embargo esa mañana no me
compró nada. Estaba más apurada que de costumbre. Justo cuando yo más
disfrutaba del arenero y las hamacas ella quiso volver a casa porque
venía papá, supongo, es que era viajante
de comercio y casi nunca lo veíamos. Solo
dos o tres veces por semana. Esas noches cerraban la puerta de la habitación
y no se escuchaba nada más. Bueno de vez en cuando oía los gritos de mi mamá.
En esos momentos llegué a pensar que lo retaba como a mí. No me imaginaba que
podía sentir placer o una sensación parecida a la mía en el sube y baja o en
cualquiera de los juegos del parque. Para entonces el único escollo en la vida
era el largo de mi flequillo y mi cuerpo no era un cuerpo sino un bulto. La
única evidencia de humanidad que tenía era extender uno de mis brazos y abrir
bien la mano cuando me preguntaban: “¿Cuántos años tenés?
Efectivamente
esa mañana mi padre había regresado de un viaje, luego discutió con mamá. Hablaban
de cosas incomprensibles. Yo salí corriendo y me metí en mi cuarto. A la noche
esperé en vano los gritos de mamá pero mi papá ya se había ido. Antes le dejó
su alianza de oro, según mamá: “para cuando yo sea grande”. Lo último que
recuerdo de ese día fue la trama de mi pijama alumbrada por el velador y un
deseo que luego se diluyó en un sueño: El deseo de que mi dedo creciera.
Durante los
mil cuatrocientos sesenta días que van desde mis siete hasta mis once años, solo
aparezco en una foto y mis cumpleaños pasaban desapercibidos, igual, lo que más
me hacía feliz era ir a la playa en el verano. Cuando me zambullía abajo de una
ola ya pensaba en la siguiente y así me pasaba horas en el agua hasta que
bajaba el sol o nos teníamos que ir por
que a mamá se le ocurría. Sin embargo habían cosas que odiaba; como el roce de
la arena sobre la piel quemada, cambiarme el short y taparme con la toalla al
mismo tiempo, la mirada de alguna vecina o vecino de sombrilla mientras me cambiaba.
Siempre mamá inclinaba la sombrilla noventa grados como un parapente porque
sabía que a mi me gustaba, ese cono de
intimidad nos refugiaba del viento y de los ojos ocasionales de bañistas
curiosos. En la foto estoy en el medio de un grupo dos días después de mi
cumple, mamá sonríe a la cámara y yo, con el uniforme del colegio, sin muchas
ganas miro una torta.
El padre de Carlos fumaba
puros y se murió de cáncer cuando estábamos en sexto grado. Cuando supo que
nunca más volvería a ver a su padre entró a su escritorio y revisó todo como un
forense. Un día me invitó. Muy seguro corrió la cortina y el sol profanó la
biblioteca, los portarretratos y todo el revestimiento del ambiente que aun
conservaba el olor a tabaco y al Paco Rabanne del padre de Carlos. Me dijo: “Tengo algo para mostrarte”. Se
sentó en el sillón giratorio de su padre y de un cajón sacó una latas redondas.
Al principio pensé que eran galletitas pero enseguida vi brillar los ojos de
Carlos y sentí que pasaba cerca de un precipicio. Lo miré fijo y en voz muy
baja le pregunté:
–¿Qué es?
–Adiviná.
–Autos.
–Frío.
–¿Soldados?
–Tibio,
tibio –no tenía la más mínima idea de lo que habría en esas latas. Por un
momento pensé que había plata, mucha plata, suficiente para comprar cincuenta
paquetes de figuritas o los discos que había visto en las disquerías y en la
casa de algún compañero del cole. Era una etapa de la vida donde te podía
atraer un paquete de figuritas o un disco de Led Zeppelin, ese nivel intermedio
de la existencia donde todo aparece por primera vez. Carlos se había adueñado
de ese espacio. Parecía no sentir el duelo por la perdida del padre.
–¿Dulce de
leche?
–No.
–No sé…
¿qué es? –mientras yo miraba absorto las latas redondas, Carlos las abría como
quien desactiva una bomba. Sacó tres carretes de cintas y
dijo:
–Películas –los ojos le
brillaban cada vez más–. Fue desenrollando parte de la cinta, extendió su brazo
hacia la ventana y los cuadraditos de la cinta se iluminaron con la luz. Me
dijo: “mira”, vi los cuerpos entrelazados de hombres y mujeres, poses raras,
parecía titanes en el ring. Sentimos un ruido en el pasillo y yo me sobresalté
pero Carlos ni se inmutó. Mi cara era una mezcla de curiosidad y susto, sin
embargo él insistía en ver más y más. Desenrollaba la cinta extasiado. El hecho
de que mis padres estaban separados me liberó un poco en ese momento. Durante
media hora vimos cuerpos desnudos en los
cuadraditos, eso eran para mi; cuerpos desnudos.
Después,
a eso de las cinco, atravesé el parque Rivadavia en diagonal y volví a mi casa. Miré hacia atrás, el
edificio donde vivía Carlos se veía cada vez más chiquito. Cuando pasé por el
quiosco de diarios, no sé porqué, pero pispié las tapas de todas las revistas.
Recuerdo que una decía: “La imaginación al poder”. Seguí caminando hasta casa y
en una pared vi escrito una V con una P arriba. Más tarde descubrí V con P por
todos lados.
Cuando
entré a casa vi a mamá llorando. Traté de consolarla pero no tenía las palabras
justas para la ocasión. Me sentía culpable y relacionaba todo lo malo que me
podía pasar con las cintas diabólicas que me había mostrado Carlos. Llegué a
pensar que mis padres podrían haber estado desnudos en una cama como los luchadores
de los cuadraditos y me escandalizaba. Cuando mamá relajó me tomó de la mano y
me dijo algo que me resultó tan extraño como familiar: “Dani, desde ahora… sos
el hombre de la casa”. Olía a Paco Rabanne. Por un momento supuse algo horrible
y a la vez divertido. Recordé ese aroma mezcla de sándalo con cáscara podrida y
vi la cara de mi padre descubriendo una máscara frente al espejo del botiquín,
semi cubierta con crema. Mientras se rasuraba la barba sostenía la mirada
frente a sí, con la decisión y el coraje de quien sale a un ring de box. Ser el
hombre de la casa era afeitarse, y salir a ese ring. Su anillo, en mi dedo,
sellaría ese destino.
Durante un
tiempo relacionaba al Paco Rabanne con la cascara podrida de una mandarina, al
padre de Carlos con mi padre. En esa acidez desarrolle mi cuerpo y en esa
acidez mi madre lloraba un promedio de tres veces por semana. De ese modo, regado
por sus lágrimas, a los doce, llegue a medir un metro setenta y dos. Cada día
se estiraba mi figura, también se me afilaba el rostro y mis sentimientos no se
filtraban por los poros de la piel. Tal es así que cuando conocí a Marita al
final de un verano, me dijo: “ Nene, qué seco… ¡vos no sudas! ”. Es que para
mi, el cuerpo era algo secreto que se
llevaba a cuestas y un primer romance o el hecho de estar de novio quebraba esa
estructura platónica donde el amor era puro pensamiento. Digamos que en está
parte de la historia ya tenía las llaves de casa y había dejado de coleccionar
figuritas. Marita era la mayor de cuatro hermanos. Con quince años ya era
poseedora de unas tetas que a mí me intimidaban. Quizás por eso no traspiraba. Las salidas eran calcadas: nos encontrábamos
en el parque, caminábamos hasta la heladería y volvíamos por la vereda de enfrente.
Los otros chicos, que aún no tenían novia me envidiaban tanto, que en forma
solapada gritaban groserías. Yo ni me inmutaba. Sabía que con la delantera de
Marita lo podía todo. Pese a ello y a que ella avanzaba hacia mí como una topadora,
nunca, ni siquiera le rocé sus tetas. El noviazgo era absolutamente simbólico y
si bien, íntimamente, muchas veces me imaginé su cuerpo desnudo, tenía la
amarga certeza de que ese día jamás llegaría. Ese fuego inextinguible nos fue
derritiendo de apoco, hasta que una tarde vi a Marita en el parque tapada por
la cabellera rubia de un muchacho que sin saberlo produjo en mí paladar el
mismo sabor a fruta podrida que tanto detestaba.
Los días
que duró el mundial fueron como si se hubiera parado el reloj. Mi mamá veía los
partidos conmigo, en el sillón del living. Había aprendido palabras y frases tales como orsay, corner,
referí, morfón. Se sabía todos los nombres de los jugadores y el énfasis y la
algarabía con que festejábamos los goles iba creciendo a medida que avanzábamos
en el campeonato. La tarde de la final fue un hecho inolvidable para mí.
Invitamos a unos vecinos, también a los tíos y primos que no tenían televisor
color. Mi prima Vivi se sentó al lado mío. Tenía una trenza que casi le llegaba
a la cintura. Cuando Argentina metió el segundo gol nos abrazamos y percibí que
ella ya era una mujer. No tenía las tetas de Marita pero se movía como una
yarará. Es decir: si no estás atento te puede picar. En el entre tiempo salió
al patio a fumar y a pesar de que hacía dos grados yo salí a hacerle compañía.
Adentro se quedó mamá, los tíos, el vecino del segundo y otros primos que
vinieron provistos de banderas y esas
cornetas que suenan como la bocina de un barco. Salí desabrigado. Vivi hecho
una bocanada de humo que se mezclo con el vapor del frío que salía de su boca. Me dijo:
–¡Que
buenos los goles!…¿Fumas?
–No,
gracias.
–Dani,
¿cuantos años tenés? –la última vez que nos habíamos visto, tenía nueve– pará
de crecer.
–Cumplo
catorce en agosto.
–Pareces
más grande.
Que me
preguntara la edad era como desnudar mi idiotez. Los trece me pesaban como
plomo. Al rato entramos y se sentó en el medio del sillón entre su hermano y
mamá. Desató su trenza y Holanda metió el primero. Un silencio sepulcral
invadió el living de casa. Todos miraban el partido concentrados menos yo. Mis
ojos revoloteaban por el sillón. Cuando metió el tercero Argentina saltamos y
nos abrazamos entre todos. En los minutos que restaron hasta el final
permanecimos parados. Vivi, supongo que de los nervios, decía malas palabras
cuando los delanteros de Holanda entraban al área, me agarraba fuerte de la
muñeca. Pitó el referí y la locura fue total. Abrieron unas cervezas y salimos
a la calle a festejar. Al ratito nomás que habíamos llegado al obelisco, mamá
se descompuso por la cantidad de gente y tuvimos que volver. Cuando nos despedíamos
del grupo estábamos tan prensados por la multitud –gritaban “ ¡el que no salta es un Holandes!
¡el que no salta es un Holandes!–, que no había espacio para un abrazo, ni un
beso, sin embargo, en el medio del tumulto,
de los saltos y los empujones, sucedió
algo tan burdo como sutil, sentí la leve presión de una mano en mis genitales,
como midiendo mi hombría. En ese mismo instante escuche la voz inocentona de
Vivi decir: “chau Dani”. La yarará me había
picado en un segundo delante de todos, sin que nadie se diera cuenta. Mi cara de
sorpresa se mezcló con una sensación de bienestar muy lejana a la sensación de aquella
tarde en que Carlos me había mostrado las cintas de su padre.
A medida que nos
alejábamos de la marea humana y mamá recuperaba el aire, el obelisco se veía cada
vez más chico. Atravesando un concierto de bocinas, cientos de autos parados
con las puertas abiertas y el humo de los caños de escape, así de dificultoso
fue nuestro regreso a casa. Por un momento agarré a mamá del brazo para guiarla
por ese vía crucis, entre paragolpes y banderas. Recordé su temor a los autos
cuando me llevaba al parque, en aquellos tiempos en que para mí, los autos eran
camellos inofensivos.
Ya en casa,
mamá se fue a acostar y yo fui al baño a hacer pis. Me miré la cara en el
botiquín. Una pelusa insignificante abrazaba mis mejillas. Luego me quede un
largo rato sentado en el inodoro. Pensé en Marita, en las trenzas de mi prima y
en la mujer del vecino –una mujer de caderas anchas de la edad de mi mamá–. Con
toda mi mano, me masturbé por primera vez.
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