lunes, 3 de junio de 2013

Esa oscura sustancia

por Fernando Lancellotti

                          
                       Esta es una historia que se puede contar con los dedos de una mano. Tiene cinco partes y están unidas a un cuerpo. La primera es muy breve, tan verosímil como la línea ilusoria del horizonte, esa unión del cielo y la tierra que la vista supone como final del paisaje y se repite tantas veces como la esperanza y la desesperanza.
                       Así, una mañana de invierno mi madre me llevaba al parque a los tumbos, agarrando mi pequeña mano como si fuera la empuñadura de un carro. Bajamos por la avenida Asamblea hacia la calle Beauchef. Yo miraba los autos que cada tanto pasaban, iban tan lentos que parecían camellos o carrozas; a pesar de ello, cuando íbamos por la avenida mi madre me sujetaba la muñeca con firmeza, quizás por miedo a que me escapara o corriera y me pise un auto. En el resto de las calles aflojaba la marca y yo era hombre libre. Bueno me seguía sujetando pero con la voz; “Dani, Dani, Dani… ¡Daniel! ¡Te dije que no!”. Igual nos llevábamos bien, tan bien que cuando regresábamos del parque me compraba una paquete de figuritas en el quiosco y un pebete de jamón y queso que me devoraba en segundos; sin embargo  esa mañana no me compró nada. Estaba más apurada que de costumbre. Justo cuando yo más disfrutaba del arenero  y  las hamacas ella quiso volver a casa porque venía  papá, supongo, es que era viajante de comercio y casi nunca lo veíamos. Solo  dos o tres veces por semana. Esas noches cerraban la puerta de la habitación y no se escuchaba nada más. Bueno de vez en cuando oía los gritos de mi mamá. En esos momentos llegué a pensar que lo retaba como a mí. No me imaginaba que podía sentir placer o una sensación parecida a la mía en el sube y baja o en cualquiera de los juegos del parque. Para entonces el único escollo en la vida era el largo de mi flequillo y mi cuerpo no era un cuerpo sino un bulto. La única evidencia de humanidad que tenía era extender uno de mis brazos y abrir bien la mano cuando me preguntaban: “¿Cuántos años tenés?
             Efectivamente esa mañana mi padre había regresado de un viaje, luego discutió con mamá. Hablaban de cosas incomprensibles. Yo salí corriendo y me metí en mi cuarto. A la noche esperé en vano los gritos de mamá pero mi papá ya se había ido. Antes le dejó su alianza de oro, según mamá: “para cuando yo sea grande”. Lo último que recuerdo de ese día fue la trama de mi pijama alumbrada por el velador y un deseo que luego se diluyó en un sueño: El deseo de que mi dedo creciera.

                    Durante los mil cuatrocientos sesenta días que van desde mis siete hasta mis once años, solo aparezco en una foto y mis cumpleaños pasaban desapercibidos, igual, lo que más me hacía feliz era ir a la playa en el verano. Cuando me zambullía abajo de una ola ya pensaba en la siguiente y así me pasaba horas en el agua hasta que bajaba el sol o  nos teníamos que ir por que a mamá se le ocurría. Sin embargo habían cosas que odiaba; como el roce de la arena sobre la piel quemada, cambiarme el short y taparme con la toalla al mismo tiempo, la mirada de alguna vecina o vecino de sombrilla mientras me cambiaba. Siempre mamá inclinaba la sombrilla noventa grados como un parapente porque sabía que a mi me gustaba,  ese cono de intimidad nos refugiaba del viento y de los ojos ocasionales de bañistas curiosos. En la foto estoy en el medio de un grupo dos días después de mi cumple, mamá sonríe a la cámara y yo, con el uniforme del colegio, sin muchas ganas miro una torta.


                    El padre de Carlos fumaba puros y se murió de cáncer cuando estábamos en sexto grado. Cuando supo que nunca más volvería a ver a su padre entró a su escritorio y revisó todo como un forense. Un día me invitó. Muy seguro corrió la cortina y el sol profanó la biblioteca, los portarretratos y todo el revestimiento del ambiente que aun conservaba el olor a tabaco y al Paco Rabanne del padre de Carlos.  Me dijo: “Tengo algo para mostrarte”. Se sentó en el sillón giratorio de su padre y de un cajón sacó una latas redondas. Al principio pensé que eran galletitas pero enseguida vi brillar los ojos de Carlos y sentí que pasaba cerca de un precipicio. Lo miré fijo y en voz muy baja le pregunté:
                    –¿Qué es?
                    –Adiviná.
                    –Autos.
                    –Frío.
                    –¿Soldados?
                 –Tibio, tibio –no tenía la más mínima idea de lo que habría en esas latas. Por un momento pensé que había plata, mucha plata, suficiente para comprar cincuenta paquetes de figuritas o los discos que había visto en las disquerías y en la casa de algún compañero del cole. Era una etapa de la vida donde te podía atraer un paquete de figuritas o un disco de Led Zeppelin, ese nivel intermedio de la existencia donde todo aparece por primera vez. Carlos se había adueñado de ese espacio. Parecía no sentir el duelo por la perdida del padre.
                   –¿Dulce de leche?
                   –No.
              –No sé… ¿qué es? ­–mientras yo miraba absorto las latas redondas, Carlos las abría como quien desactiva una bomba. Sacó tres carretes de cintas  y  dijo:
                 –Películas –los ojos le brillaban cada vez más–. Fue desenrollando parte de la cinta, extendió su brazo hacia la ventana y los cuadraditos de la cinta se iluminaron con la luz. Me dijo: “mira”, vi los cuerpos entrelazados de hombres y mujeres, poses raras, parecía titanes en el ring. Sentimos un ruido en el pasillo y yo me sobresalté pero Carlos ni se inmutó. Mi cara era una mezcla de curiosidad y susto, sin embargo él insistía en ver más y más. Desenrollaba la cinta extasiado. El hecho de que mis padres estaban separados me liberó un poco en ese momento. Durante media hora vimos  cuerpos desnudos en los cuadraditos, eso eran para mi; cuerpos desnudos.                
                   Después, a eso de las cinco, atravesé el parque Rivadavia en diagonal  y volví a mi casa. Miré hacia atrás, el edificio donde vivía Carlos se veía cada vez más chiquito. Cuando pasé por el quiosco de diarios, no sé porqué, pero pispié las tapas de todas las revistas. Recuerdo que una decía: “La imaginación al poder”. Seguí caminando hasta casa y en una pared vi escrito una V con una P arriba. Más tarde descubrí V con P por todos lados.
                  Cuando entré a casa vi a mamá llorando. Traté de consolarla pero no tenía las palabras justas para la ocasión. Me sentía culpable y relacionaba todo lo malo que me podía pasar con las cintas diabólicas que me había mostrado Carlos. Llegué a pensar que mis padres podrían haber estado desnudos en una cama como los luchadores de los cuadraditos y me escandalizaba. Cuando mamá relajó me tomó de la mano y me dijo algo que me resultó tan extraño como familiar: “Dani, desde ahora… sos el hombre de la casa”. Olía a Paco Rabanne. Por un momento supuse algo horrible y a la vez divertido. Recordé ese aroma mezcla de sándalo con cáscara podrida y vi la cara de mi padre descubriendo una máscara frente al espejo del botiquín, semi cubierta con crema. Mientras se rasuraba la barba sostenía la mirada frente a sí, con la decisión y el coraje de quien sale a un ring de box. Ser el hombre de la casa era afeitarse, y salir a ese ring. Su anillo, en mi dedo, sellaría ese destino.


                    Durante un tiempo relacionaba al Paco Rabanne con la cascara podrida de una mandarina, al padre de Carlos con mi padre. En esa acidez desarrolle mi cuerpo y en esa acidez mi madre lloraba un promedio de tres veces por semana. De ese modo, regado por sus lágrimas, a los doce, llegue a medir un metro setenta y dos. Cada día se estiraba mi figura, también se me afilaba el rostro y mis sentimientos no se filtraban por los poros de la piel. Tal es así que cuando conocí a Marita al final de un verano, me dijo: “ Nene, qué seco… ¡vos no sudas! ”. Es que para mi, el cuerpo era algo  secreto que se llevaba a cuestas y un primer romance o el hecho de estar de novio quebraba esa estructura platónica donde el amor era puro pensamiento. Digamos que en está parte de la historia ya tenía las llaves de casa y había dejado de coleccionar figuritas. Marita era la mayor de cuatro hermanos. Con quince años ya era poseedora de unas tetas que a mí me intimidaban. Quizás por eso no traspiraba.  Las salidas eran calcadas: nos encontrábamos en el parque, caminábamos hasta la heladería y volvíamos por la vereda de enfrente. Los otros chicos, que aún no tenían novia me envidiaban tanto, que en forma solapada gritaban groserías. Yo ni me inmutaba. Sabía que con la delantera de Marita lo podía todo. Pese a ello y a que ella avanzaba hacia mí como una topadora, nunca, ni siquiera le rocé sus tetas. El noviazgo era absolutamente simbólico y si bien, íntimamente, muchas veces me imaginé su cuerpo desnudo, tenía la amarga certeza de que ese día jamás llegaría. Ese fuego inextinguible nos fue derritiendo de apoco, hasta que una tarde vi a Marita en el parque tapada por la cabellera rubia de un muchacho que sin saberlo produjo en mí paladar el mismo sabor a fruta podrida que tanto detestaba.

               Los días que duró el mundial fueron como si se hubiera parado el reloj. Mi mamá veía los partidos conmigo, en el sillón del living. Había aprendido  palabras y frases tales como orsay, corner, referí, morfón. Se sabía todos los nombres de los jugadores y el énfasis y la algarabía con que festejábamos los goles iba creciendo a medida que avanzábamos en el campeonato. La tarde de la final fue un hecho inolvidable para mí. Invitamos a unos vecinos, también a los tíos y primos que no tenían televisor color. Mi prima Vivi se sentó al lado mío. Tenía una trenza que casi le llegaba a la cintura. Cuando Argentina metió el segundo gol nos abrazamos y percibí que ella ya era una mujer. No tenía las tetas de Marita pero se movía como una yarará. Es decir: si no estás atento te puede picar. En el entre tiempo salió al patio a fumar y a pesar de que hacía dos grados yo salí a hacerle compañía. Adentro se quedó mamá, los tíos, el vecino del segundo y otros primos que vinieron provistos de banderas y  esas cornetas que suenan como la bocina de un barco. Salí desabrigado. Vivi hecho una bocanada de humo que se mezclo con el vapor del frío que salía de su boca.  Me dijo:
           –¡Que buenos los goles!…¿Fumas?
           –No, gracias.
           –Dani, ¿cuantos años tenés? –la última vez que nos habíamos visto, tenía nueve– pará de crecer.
           –Cumplo catorce en agosto.
           –Pareces más grande.
           Que me preguntara la edad era como desnudar mi idiotez. Los trece me pesaban como plomo. Al rato entramos y se sentó en el medio del sillón entre su hermano y mamá. Desató su trenza y Holanda metió el primero. Un silencio sepulcral invadió el living de casa. Todos miraban el partido concentrados menos yo. Mis ojos revoloteaban por el sillón. Cuando metió el tercero Argentina saltamos y nos abrazamos entre todos. En los minutos que restaron hasta el final permanecimos parados. Vivi, supongo que de los nervios, decía malas palabras cuando los delanteros de Holanda entraban al área, me agarraba fuerte de la muñeca. Pitó el referí y la locura fue total. Abrieron unas cervezas y salimos a la calle a festejar. Al ratito nomás que habíamos llegado al obelisco, mamá se descompuso por la cantidad de gente y tuvimos que volver. Cuando nos despedíamos del grupo estábamos tan prensados por la multitud  –gritaban “ ¡el que no salta es un Holandes! ¡el que no salta es un Holandes!–, que no había espacio para un abrazo, ni un beso, sin embargo, en el medio del tumulto,  de los saltos y los empujones,  sucedió algo tan burdo como sutil, sentí la leve presión de una mano en mis genitales, como midiendo mi hombría. En ese mismo instante escuche la voz inocentona de Vivi decir: “chau Dani”.  La yarará me había picado en un segundo delante de todos, sin que nadie se diera cuenta. Mi cara de sorpresa se mezcló con una sensación de bienestar muy lejana a la sensación de aquella tarde en que Carlos me había mostrado las cintas de su padre. 
            A medida que nos alejábamos de la marea humana y mamá recuperaba el aire, el obelisco se veía cada vez más chico. Atravesando un concierto de bocinas, cientos de autos parados con las puertas abiertas y el humo de los caños de escape, así de dificultoso fue nuestro regreso a casa. Por un momento agarré a mamá del brazo para guiarla por ese vía crucis, entre paragolpes y banderas. Recordé su temor a los autos cuando me llevaba al parque, en aquellos tiempos en que para mí, los autos eran camellos inofensivos.
               Ya en casa, mamá se fue a acostar y yo fui al baño a hacer pis. Me miré la cara en el botiquín. Una pelusa insignificante abrazaba mis mejillas. Luego me quede un largo rato sentado en el inodoro. Pensé en Marita, en las trenzas de mi prima y en la mujer del vecino –una mujer de caderas anchas de la edad de mi mamá–. Con toda mi mano, me masturbé por primera vez.
                







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