—Sí,
¡me enteré! La señora del 1882, de la calle Díaz Vélez. ¿Pero usted sabe cómo
fue?
—No,
no sé, yo la vi esperando en la estación esta mañana, pero después la perdí de
vista. Yo estaba lejos, ¿viste señora?. Pero era ella, seguro. Sentadita, como
si nada. No la saludé porque no era muy dada ella. Pero era muy buena persona. Qué
calamidad, ¡quién iba a decir! Deme 200 de paleta, ya que está. No me supieron
decir si fue un accidente o si se tiró.
— Cómo
no, le corto de esta que está fresquita. Pensar que ayer nomás estuvo por acá, con los dos nenes que tiene.
Bah, la nena ya tiene como 15, y el chiquito. ¿Qué va a ser de esas criaturas
ahora? Levantó la vista para ver quién entraba. —Doña Ángela, ¿cómo está? ¿Se
enteró?, se apuró a preguntar para que nadie le quitara la satisfacción de
anunciar la primicia.
—Qué
tal Rosita. No, ¿de qué?
—La
diseñadora de Díaz Vélez, la señora de la casa amarilla, que llevaba pan negro
y coca light! La alta, ¿no se acuerda? ¿Qué compraba telas en lo de Mary?
Insistió ante la cara de extrañeza de su interlocutora.
—¡Ah
sí,! que se separó hará cosa de unos años, si yo le limpiaba la casa al marido…
¿qué pasó?
—Se
mató esta mañana. En el tren. 230grs Lorenza, ¿Está bien? ¿Lleva algo más?
—Sí,
déjelo así, ¿cuánto es? Sabe que a mí no me extraña, esa señora era rara.
Buena, pero rara. Yo sabía que algo pasaba en esa familia, comentó con
suspicacia Lorenza.
—Cincuenta
y seis con cincuenta. Usted no perdona a nadie eh. ¡Deje en paz a la difunta! ¿Porqué
dice que era rara?, se interesó.
—Tome—
le alcanzó un billete de 100— A mí no me gusta mentir. Como digo una cosa digo
la otra. Yo también conocía al ex marido. Mi esposo le instaló un aire
acondicionado. Si era un santo ese hombre, usted no sabe. Parece que lo volvía
loco, y después lo dejó, le contó a José. Pero buenísimo es ese hombre, eh. Ella
fumaba como una chimenea, era nerviosa la señora. Si yo veo cada cosa… Cada
casa es un mundo, no se imagina. Pero abandonar al esposo y a los hijos, ¿a
usted le parece? ¡Es raro! Y después, salía a cualquier hora, una mujer de su
edad. El de seguridad me contaba justamente el otro día. Salía toda emperifollada
a las 10 de la noche, volvía también a cualquier hora. No es que me quiera meter, era
su problema, pero la gente habla, ¿viste? Era brava, brava. Me enteré hace unos
días nada más, que tuvo una agarrada con el de la ferretería. El ferretero que
está en el barrio hace como veinte años, un hombre honesto. Parece que lo acusó
de querer cobrarle de más. Como que se enojaba enseguida. No es que fuera mala.
Controladora era. A la hija la tenía zumbando. No la dejaba hacer nada. Me
contó Raquel, la hija de Lali, que está en la misma cuadra, y las conoce. Que
se escuchaban los gritos desde su casa me decía.
Tomó
el vuelto y se persignó.
—Quévacer…
Los temas de familia son complicados. Nunca se sabe. Además no los abandonó a
los hijos Lorenza, no sea así. Tome el vuelto. ¡Un saludo a su marido!
Lorenza
se despidió mascullando algunos comentarios adicionales, que Rosa no llegó a
escuchar.
Retomó
Ángela la conversación, cuando pudo salir de
su asombro. Conocía a la muerta. Se habían cruzado varias veces, y
habían vivido juntas un episodio inusual en la calle. Resulta que una vez,
caminado por el barrio, un perro se coló a través del enrejado de la casa de un
vecino, y la atacó. Ella le tenía terror a los perros. El cuzco le mordió la
pantorrilla. Justo en ese momento pasaba la señora, que se acercó corriendo y
le dio varios carterazos al animal, hasta que éste salió huyendo. Después la
había llevado al hospital. Habían charlado un rato largo. Ella le había contado
a la mujer que no era la primera vez que la mordía un perro. Esos animales la
tenían de punto.
Todas
estas cosas recordó Ángela. Estaba realmente afectada.
—Pero
¿qué pasó? ¿Se tiró debajo del tren?
—No
se sabe, no hubo testigos. El que la vio después fue el Adolfo, el del kiosco.
Dice que estaba muy mal el cuerpo. Se quedó muy impresionado el hombre. Es
horrible lo que le voy a contar: parece ser que estaba el torso separado de las
piernas. Un horror. Y todo para afuera. Las tripas, vió? Le digo que un horror,
no quiero ni pensar. Cortaron la estación, ¡si está ahí todavía!. Se atrasaron
todos los trenes, estaba toda la gente a las puteadas.
Ángela
salió del almacén tambaleándose, aunque trató de disimular su estado de shock. Porqué
me pongo tan mal, se preguntaba, si apenas la conocí.
Quizás
porque todavía era joven, porque esa podía ser yo, o mi hija, porque no la voy
a cruzar más, o tal vez porque estoy muy sensible.
No
podía ponerse a llorar que es lo que tenía ganas de hacer. Era una convencida
de que, en un caso como este, para tener el derecho a demostrar sufrimiento debía
haber una filiación o amistad previa comprobables. De lo contrario la gente la
hubiera tildado, y con razón, de “espamentosa”, de querer ser la protagonista.
Se
dirigió a la estación sin pensarlo, de modo automático. Tenía que asegurarse. No
importa si no era íntima amiga o pariente. Quería despedirse.
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Salí
corriendo ni bien me enteré de la noticia. Me estaban esperando para reconocer
el cuerpo. Ya no era nada mío, pero habíamos sido todo, durante mucho tiempo, y
no pude evitar las lágrimas.
Me
sentía aturdido mientras avanzaba. Se me pasaron por la cabeza mil cosas, pero un
pensamiento era el más recurrente: volvía
a mi memoria una y otra vez esa charla
que habíamos tenido, sobre los zapatos de los muertos. Era una mañana tranquila
y estábamos en la terraza. Éramos inmortales, y hablábamos sobre la gente que
se moría en accidentes. Hace unos diez años; conversábamos tirados en el piso. Yo
le conté que estaba en Mar del Plata cuando murió Olmedo. Los dos coincidimos
en que morir así debía ser doloroso. Igual que tirarse bajo el tren, me remarcó
ella.
Yo
le había comentado que el cuerpo de Olmedo estaba todos quebrado. Ella adivinó:
—No tenía los zapatos, ¿no?
—Es
cierto, ¿cómo sabés?
—Pasa
siempre. Como que los zapatos odian a los muertos. Fijate, vas a ver. Lo
primero que se sale del cuerpo son los zapatos.
—Sabía
que se cagan los muertos, pero que los pies también se vuelven incontinentes
no.
—Dale
boludo, no es gracioso. Además es mentira eso de que se cagan. Se mean en todo
caso. Pero en serio; para mí que se ablandan los músculos de los pies. Cuando
estás vivo estás haciendo un esfuerzo para que el zapato se quede en su lugar.
Y ni bien relajás el calzado sale despedido.
—Pero
si fuera por eso, entonces, cuando te dormís con los zapatos puestos deberían
salirse.
—No,
si no te meas encima tampoco se te salen los zapatos. Inconscientemente los
estás reteniendo. Y ellos no se resisten. Salen disparados cuando espichás de
un accidente. Si te agarra quieto no, supongo.
—Y
ahí se te fue la teoría al carajo. Es el golpe lo que hace que a veces se
salgan los zapatos, mujer.
—Qué, ¿a vos cada vez que te golpeás se te vuelan
los timbos?
—Yo uso borcegos, sería imposible que se me salieran.
—Si
te murieras sí, ¿no te digo? Botas, zapatillas, zapatos de vestir, cualquier
cosa. Es el sello de indignidad de la muerte violenta. Es un hecho, te lo
aseguro, sólo es cuestión de mirar.
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Cuando
llegué pasé entre toda la gente, que parecía estar encontrando cierto disfrute
en la tragedia, a pesar de los gestos contritos. Noté esa excitación en el
aire, ese gusto por tener algo de qué hablar, y mucha comunión y empatía entre
los presentes.
Me
acerqué hasta donde había varias bolsas de consorcio tapando bultos. Un oficial
me vio la cara alterada y preguntó: —Es algo de la occisa? —Espero que no, le
contesté.
Levantaron el extremo de una de las bolsas: la
cara estaba intacta, pero sin expresión, como la mueca de las cosas que ya no
son. —Sí, es ella. Mi ex esposa.
Es
extraño, en ese momento no se me ocurrió mirar los pies, no los busqué. Y
tampoco los zapatos.
Pensaba
cómo seguiría mi vida ahora. Cómo se lo decía a los chicos. Dónde se iban a quedar
fin de semana por medio; esas cosas.
Entre
todos los curiosos me encontré con Ángela, la señora que había trabajado en mi casa.
Estaba pálida y no paraba de repetir: —Qué barbaridad señor, qué barbaridad.
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