sábado, 21 de junio de 2014

Consejo


Querido amigo:
Quitarse la cabeza no es complicado. Yo le transmito mi experiencia, como usted me pide, pero no se olvide de ir a ver a Mauro porque él le sabe explicar mejor que yo. Las instrucciones que él me dio en su momento son éstas:

1. Coloque sus pulgares a cada lado de la cabeza, justo detrás del lóbulo de la oreja. Para saber si ubicó los dedos en la posición correcta verifique que la falange distal del pulgar se encuentre presionando la base del cráneo.
2. Junte las yemas de los dedos índice por detrás de su nuca y apóyelas a la altura de la última vértebra cervical.
3. Ahora coloque el resto de los dedos sobre el cuero cabelludo. Trate de que el dedo meñique presione la parte superior del occipital. No permita que los dedos se choquen. Las yemas de los dedos deben apoyarse sobre el cuero cabelludo a un intervalo de distancia por cada recuerdo. No lo olvide: recuerdos infantiles a mano izquierda; demás recuerdos, a mano derecha.
4. Ahora, apoyándose en los pulgares, tire suavemente para arriba. Sentirá un alivio inmediato.

Yo tomé la decisión hace dos años y medio y me hizo mucho bien. Si usted sigue las instrucciones, no corre riesgos. Entiendo su situación, tan parecida a la mía cuando me decidí, aunque hay que decir, en su caso, que su esposa no dejó entrar tanta nieve ni se le apareció con los tres gatos del vecino.
En cuanto a mí, Gloria dejó la puerta tan abierta que mamá quedó completamente congelada; el escritorio, todo blanco; una montaña de nieve con su cúspide metida en mi guardarropas y la única ladera visible terminando de caer bajo la cama. Eso es algo que difícilmente se tolere. Yo volvía en bicicleta del trabajo y no tuve que acercarme a la casa para darme cuenta de que era nuestro turno. La nube se veía a mil metros de distancia. Era la nube de siempre, gorda, con forma de perro hambriento, casi palpable. Colgaba de un cielo absurdamente limpio, como si alguien hubiera estado pintando un telón de fondo para que ella pudiera instalarse sobre la casa y jugar a su arbitrio con lo nuestro. En un momento, tuve que bajarme de la bicicleta porque ya no había sendero: pura nieve acumulada alrededor de la casa. Enseguida empecé a notar el frío que me subía por las piernas.
A poco de andar, mis pies se hundían en ese lodo blanco y no había fuerza capaz de alzarlos nuevamente. Tuve que ponerme en cuatro patas y gatear con cuidado. Cuando llega esa nube, amigo, uno entiende la lejanía. Llegué a casa arrastrándome como una alimaña prehistórica. Encontré a mamá acostada sobre la cama, los tres gatos enroscados a sus pies. Todos muertos. Ahora la nube le tocó a usted. Yo lo entiendo tanto. Mire, la vida descabezada es una gran cosa. Téngalo presente y vea si se atreve.

domingo, 1 de junio de 2014

ESO

Suena el timbre. Es Sandra que me espera en el auto.
Me acomodo la peluca, busco el cepillo nuevo y lo paso despacio. Miro en el espejo unas ojeras nuevas. No me acostumbro a mi nueva apariencia. Lo único bueno es que le dije adiós a mi piel grasa.
Me pongo el saco y guardo la credencial en el bolsillo. Llevo mis últimos estudios en una bolsa. Salgo y me subo al auto de Sandra.
-                     Buenas. ¿Cómo va eso?.
-                     Todo bien- le digo, evitando hablar de “eso”.
Es que eso es mi enfermedad. La estoy batallando hace nueve meses. Y digo batallando porque recuerdo la explicación que mi abuelo daba acerca de la diferencia entre una batalla y una guerra. Él decía “podés ganar alguna que otra batalla pero eso no quiere decir que ganes la guerra, la guerra la gana el verdadero poder”.
Lo que no tengo claro es quién es el poder, o si tengo un enemigo a quien ganarle.
Sandra enciende la radio bajita. Me mira de reojo para buscar aprobación. Todos me miran de reojo, no sólo Sandra. Yo miro para otro lado y bajo un poco la ventanilla.
_ ¿Tenés calor?, me pregunta.
-                     No no, sólo un poco de aire.-, digo con el saco puesto. No quiero que también mire de reojo las huellas de pinchazos en el brazo izquierdo, así que prefiero bajar la ventanilla.
-                     Si no te gusta esta radio, cambiala, eh.
-                     Está bien Sandy, me dan todas lo mismo-, le contesto
En realidad no escucho. Cuando pongo música lo hago para hacer ruido de fondo. Al único que todavía escucho es a Bob Marley. Parece que encontré en el reggae cierta sintonía. Mis hijos no protestan cuando suena, no sé si es porque se van a sus cuartos y desde allá no se escucha o porque ya nadie se queja por lo que hago o dejo de hacer.
Sandra maneja distinto, con más cuidado, como cuando uno lleva a un bebé.
-                     Me contó la esposa de un amigo de Edu que hay un foro muy bueno para mujeres con cáncer de ovario. ¿Vos probaste meterte en alguno?.
-                     ¿Foro?. No. La verdad es que no quiero hablar con gente desconocida.
-                     ¿Estás mirando mucha tele? ¿Te enganchaste con alguna serie?
-                     No. Miro todo tipo de documentales. Me gustan los turísticos. Y también los programas de cocina.
Lo que no le digo a Sandra es que las películas y las series me angustian. Se lo dije a mi psicóloga y ella me preguntó si me estaba costando la realidad. En esa pregunta terminó la sesión de ese día.
-                     ¿Seguís yendo a terapia?
-                     No, el otro día me preguntó algo que no tuve ganas de contestarle y le dije que quería dejar. No estoy yendo.
-                     La verdad es que estaría bueno que fueras. ¿y ese método Crescenti?
-                     Hoy empiezo una droga nueva, mucho más fuerte .. no sé Sandy. Trato de confiar en mi oncólogo.  Ahora no quiero pensar en otra cosa más.
Tampoco le digo a Sandra lo mucho que me molesta que todos me sugieran tratamientos.
-                     Va a salir todo bien. Mientras esperás tu lugar en la sala yo te compro el heladito.
El helado me evita las llagas que provocan esas malditas drogas en mi boca. Venenos que no sé cuánto tiempo voy a aguantar.
Vamos al estacionamiento de siempre. Sólo que ahora no llego con mi auto, ni con mi pelo. El dueño del garaje me reconoce. Se esfuerza en su amabilidad conmigo. Me abre la puerta. Me ayuda a bajar. Me doy cuenta que me ve cada vez más flaca y demacrada. Lo sé porque desde que estoy enferma la expresión en las caras de la gente son como un espejo. Digan lo que digan, ya antes de hacerlo recibí el mensaje. Será por eso que no quiero escuchar. Creo que los demás tampoco quieren escucharme a mí. Ayer le dije a mi hija mayor que mirase como cocinaba porque si no esa receta que se venía repitiendo en la familia, se iba a perder. Ella se enojó y se fue a su cuarto. – ¡No digas eso, ma! Me voy a repasar para el parcial del viernes-  Pienso todo eso mientras camino hacia el hospital con Sandra. Ella camina más despacio que lo normal.  Yo me distraigo y una persona casi me lleva por delante. Me tambaleo un poco y me asusto pero Sandra mucho más.
-                     ¡ Pero usted no se da cuenta … tenga cuidado!, le grita Sandra
A mí lo único que me preocupa es que no me saquen la peluca de un manotazo.

Entramos al hospital, tomamos el ascensor y llegamos al segundo piso. Caminamos por ese pasillo que cada día odio más. Está terminando el turno anterior. Van saliendo algunos. Me recibe la enfermera, Nancy.
-                     ¿Cómo estás princesa? Hoy empezás el nuevo tratamiento. Tenés que firmar unos papeles antes. Por lo de la droga ¿te acordás, amor?
Nancy se convirtió en un personaje esencial. Confío en su habilidad para encontrar mis venas. Al principio me molestaba su estilo, pero ya me acostumbré a que me llame “princesa” y que me diga “amor”. Es a la única que se lo dejo pasar.  Firmo el consentimiento para la nueva droga y paso al sillón.
Entra Ricardo. A él no le gusta que le hablen. Lo saludo apenas con la cabeza. Llega Mabel y me da beso y abrazo.
-¿Cómo estás hermosa? Hace mucho que no te veía.
Todos se piropean de más. Es parte del lenguaje cáncer.
-                     Bien, le digo. Empiezo con una nueva droga hoy. ¿Vos?
-                     Espectacular,  me contesta. Estuve en Rosario con el Padre Ignacio. Me dio muchas fuerzas.
-                     Yo estuve hace dos años. Sí, es impactante.
-                     Cuando termine con estas sesiones voy a ir a ver la virgen de Salta, dice Mabel.
A mi creer en milagros me confunde. Trato de no mirarla para que no siga con el tema.
-                     ¡Trajiste compañía nueva veo!
-                     Si, mi amiga Sandra. Ya cansé a toda la familia.
Me acomodo y veo el sillón de enfrente vacío. Me corre un frio por el cuerpo.
Mabel me mira y me dice - ¿No te enteraste? –
Patricia era una mujer hermosa. Y que quede claro que no es fácil ser hermosa en estas instancias. Ella lo era. Me gustaba tenerla enfrente en mis sesiones. La noticia me impacta mal. Muy mal.
-                     Voy a comprarte el helado y te traigo alguna revista, dce Sandra.
-                      Primero hacete un café en esas máquinas que hay en el fondo del pasillo. Salen ricos. Eso me dicen en casa. Y cuando volvés traes el helado.
Llega Nancy con todos los implementos.  – A ver si nos relajamos que hoy voy a encontrar una linda vena...-
A veces pienso que habla sola y dice estas cosas para convencerse de seguir en este trabajo. Admiro que quiera hacerlo. Pero no la entiendo. Además las venas no son lindas. Y menos las mías que están cada vez peor. Trato de pensar en otra cosa, pero mientras Nancy hace su trabajo mi cuerpo empieza a arder desde esa linda vena que Nancy encontró. El calor pasa por todo mi cuerpo que parece querer estallar. Se me cae una lágrima y la miro fijo a Nancy.
-                     No, Nancy, No quiero. No quiero más. Me quiero ir.
-                     ¿Qué dice mi mejor paciente?.
-                     Te estoy hablando en serio Nancy. Sacame todo ésto. Quiero que llames al Dr. Kroner. Traeme el consentimiento. Me voy.
Ricardo levanta la vista por primera vez. Mabel me mira asustada.
 Sandra llega con su el torpedo de frutilla.



PLAZO DE GRACIA

Se terminó la jornada laboral del lunes y mi cabeza explotaba. Odiaba dejar las cosas para último momento. Nunca antes en mi profesión había usado el “plazo de gracia”. Para los dichosos que no sufren esa corrida intelectual, les cuento que el plazo de gracia son las dos horas extras que se nos conceden a los abogados el día siguiente al que vence una presentación judicial.
La maldita última prueba que consiguió el cliente.
Sí, hubo que esperar los datos, transcribir lo que había visto ese último testigo, y en especial ubicarlo, saber su nombre y apellido, su documento, su domicilio.
Yo ya no tenía la paciencia de una principiante. Y a esa altura mi tranquilidad valía más la pena que cualquier prueba. Pero acepté esa espera y la tensión de hacer todo a último momento.
Llegué a la oficina, recibí el ansiado dato, lo incluí en la hoja correspondiente, armé los juegos de copias y salí disparada. Eran las nueve y dos minutos.
Ni bien abrí la puerta del edificio algo se me cruzó entre las piernas, me tropecé y caí en la vereda desparramando las hojas que llevaba en mi carpeta. Era un gato. Un gato negro.
Un hombre vio la escena y me ayudó a recoger las hojas del piso. Tenía un rostro relajado. En su espalda se apoyaba la funda de un instrumento, un violín supuse. Me entregó las hojas y yo me quedé envidiando su paz, su actividad, … su ausencia de “plazos de gracia”!.
Juntamos todo entre los dos y yo lo guardé lo más rápido que pude, cerrando la carpeta de cuero.
Caminé rápido espiando de reojo cómo cambiaba el minutero, nueve y diez. Tenía que entregar el escrito antes que el aparato que registra la hora de presentación marcara nueve y treinta.
Retomé mi camino concentrándome en mis pasos y en el tránsito de peatones.
Toda persona en la calle me resultaba un obstáculo a sortear.  
Llegué a la boca del subte y cuando estaba a punto de bajar las escaleras vi un cartel que decía “Servicio interrumpido accidente Disculpe las molestias”.
Me quedé un minuto parada sin saber cómo seguir. Había cronometrado mi camino hacia el juzgado y tanto mi tropezón como este nuevo inconveniente habían complicado mis tiempos.
Tenía que empezar a caminar rápido en el medio de ese desastre que es el centro porteño.
                        Apoyé la carpeta sobre mi cartera para trabarla y así evitar que su movimiento me molestara. Caminé detrás de un hombre que mientras hablaba por su celular se movía de izquierda a derecha entorpeciendo mi senda. Me le acerqué lo más que pude para que entendiera que tenía que caminar derecho y en una de sus movidas lo pasé por la derecha.
                        Miraba los semáforos para calcular el lugar dónde cruzar y  así aprovechar al máximo los minutos. Ya eran nueve y quince y me faltaban unas cuantas cuadras. Ni bien llegué a la esquina elegida para cruzar, el muñequito rojo del semáforo dejaba de titilar para quedarse quieto y dos turistas desplegaron un mapa que me impidió cruzar en esos últimos segundos. Miré para otro lado para no ser el blanco de la pregunta.
Crucé en el otro sentido. Permanecer parada no era una opción a esa altura. De repente a mi lado, un hombre con anteojos oscuros y bastón blanco.
-          ¿Me ayuda a cruzar la avenida?
No podía ignorarlo, y además la proximidad de la semana santa me carcomía la conciencia. La verdad es que ya hacía tiempo que no me privaba de la carne ni hacía ningún esfuerzo hacia el prójimo. Ni siquiera estaba yendo a misa. Y la presencia del ciego me había puesto el dedo índice de mi madre en mi cara, como si todavía viviera y la tuviera ahí.
Obviamente crucé al ciego deseando que ese bastón blanco fuera una varita mágica que redujera las cuadras que me faltaban. Ni bien terminé de cruzar el hombre me agradeció y yo busqué desde lejos el próximo dibujito del peatón en el semáforo, detrás de dos adolescentes que se reían y hacían movimientos abruptos hacia los costados. Analicé cómo pasarlos tanto o más que lo que estudié el armado de la demanda que llevaba en la carpeta. Ni bien pude aceleré en el momento adecuado y dejaron de ser obstáculo.
Sí, ya me había convertido en un auto en autopista que zigzaguea para adelantarse a los lentos, con el riesgo de estrellarse en cualquier momento.
Avancé con pasos cada vez más largos. Mi respiración se empezó a acelerar. Miraba de lejos mi muñeca para sólo confirmar que la aguja larga de mi reloj no estuviera en el seis… No llegaba a ver con precisión ya que mis anteojos hacían de vincha en mi cabeza, pero todavía las agujas no habían llegado ahí abajo.
En Lavalle manifestantes con banderas rojas copaban calle y veredas con algún reclamo frente a la Cámara de Apelaciones del Trabajo. El cansancio a esa altura me llevaba a recordar mis discusiones en casa a la hora de elegir la carrera. Si hubiese estudiado psicología, estaría ahora sentada con anotador y lápiz frente a un lindo diván y algún divertido inconsciente. O también podría haber entrado a Filosofía y Letras y jamás habría tenido que correr por un plazo. Mis padres deberían haberse dado cuenta que estudiar derecho era moralmente más complicado que fumarse un faso de marihuana con los estudiantes de filosofía, o quizás yo debería haber insistido más en esas otras opciones.
Últimamente me cuestionaba mucho mi rutina laboral. No sabía si tenía que ver con alguna instancia de mi terapia o si realmente era hora de cambiar de rumbo, de dejar de litigar…. Litigar… pensaba … significa  llevar las diferencias a una disputa formal … a un juicio. .. Y mi psicóloga me había dicho ¿Qué es diferente para usted?  ¿le cuesta aceptar las diferencias?
Nueve y veintitrés. Se me mezclaban los nervios del apuro y esos pensamientos que solían invadirme en mis caminatas solitarias. Mis piernas se esforzaban para llegar a un lugar, para lograr un objetivo que ya estaba cansada de perseguir. Eso hacía el camino y el apuro todavía más agotador.  Cada cuadra que sumaba, mi cara se endurecía y el ceño se fruncía agregando alguna que otra arruga.
Pisé una baldosa floja y me salpiqué ni supe dónde. No podía detenerme.
Eludí bolsas, maletines, señoras mayores y finalmente llegué al edificio del Juzgado. Subí los cuatro escalones de la entrada y seguí la carrera para ganarle a las personas que se dirigían a los ascensores. Sí, para tomar el ascensor hay que hacer una cola, y para eso también nos disputamos un lugar los abogados. Mi psicóloga se hubiese reído si se lo hubiese contado. Y quizás yo también me hubiese reído si en el idealismo de las discusiones de la facultad entre el positivismo y el jus naturalismo me hubiesen avisado que ésto iba a ser parte de mi vida laboral. Habría que avisarles a los estudiantes, pensaba … Como también habría que avisarles a las madres en dulce espera … que el nacimiento, el postparto y la educación de los hijos no es tan “dulce” como la publicidad les muestra.
Entre última en el ascensor con espacio para seis personas, apreté el número cuatro a pesar de estar iluminado. Otra manía de la especie judicial. Como si tuviéramos que reafirmar a dónde vamos.
Finalmente llegué al ansiado mostrador del juzgado.
-                     Buen día, tengo un dos primeras …-
-                     Doctora, estamos todos nosotros antes que usted- dijo un colega.
Le contesté con el poco aire y humor que la corrida me había dejado.
- Pero estoy diciendo que tengo un dos primeras. Sólo estoy pidiendo que pongan el cargo en el escrito. Estoy muy justa con el horario-.  
El empleado judicial tomó mis hojas y colocó la última en ese odioso aparato metálico que al sonar marcó la hora.
Para mi sorpresa cuando me lo entregó decía 9.32. Es decir, había llegado tarde. Tarde para entregar en término. Tarde para ser leído. Tarde para litigiar y contestar esa bendita demanda para lo cual había corrido y agregado arrugas a mi cara y cuestionamientos a mi profesión. Tan tarde como dos minutos que le había hecho perder la oportunidad de defenderse a mi cliente, de litigar. Y a mí obviamente perder al cliente.
Pero ahí había empezado mi propio litigio.
Miré al empleado que me entregó esa especie de timbrado condenatorio y  le dije – ¿Usted no se había dado cuenta que yo dije que necesitaba un “dos primeras”?
Su respuesta jamás me llegó porque de ahí en más no paré de hablar –por así decirlo- por un buen rato.
-¿Qué es ese estúpido plazo de gracia?. Al fin y al cabo para qué carajo estudiamos todos esos años? ¿Para que dos minutos nos quiten nuestros derechos?.
Todas las caras de ambos lados del mostrador me miraban como si yo fuera una actriz en el medio de un escenario.
Y eso me enfureció. -¿Y ustedes? ¿Qué me miran? ¿Nunca llegaron dos minutos tarde? ¡Qué grave!, ¿no? Dos minutos tarde! Qué lo parió, diría mi abuelo, eh- ¡Dos minutos tarde! Ja! Estuvimos al menos cinco años ahí estudiando todos ustedes y yo para llegar a la conclusión después de tantos eruditos desde Platón a Kelsen que dos minutos son más que importantes para saber si alguien tiene o no derecho. Somos todos unos pelotudos, si sí, usted no se sonroje porque dije pelotudos, en el medio de un tribunal.- 
De adentro del juzgado se iba asomando la figura del prosecretario.
Algo distinto pasó después de haber dicho “pelotudos”. Claro, no era una palabra que hubiese estado descripta en ninguno de los códigos. Eso escapaba a los vocablos utilizados en el ámbito judicial. Y fue el comienzo del desastre. El empleado que me había atendido comenzó a moverse rápido y a tomar un teléfono fijo con el prosecretario a su lado. Yo seguía monologando mientras algunos se retiraban despacio como cuando se ve a un loco y se tiene miedo a que se la agarre con uno. Otros trataban de concentrarse en sus expedientes haciendo como que yo no estaba.
-                     ¿No se van a espantar ahora porque dije pelotudo, no? O acaso no saben qué quiere decir pelotudo? – Apareció el secretario del juzgado y yo seguía como quien no encuentra un freno.
-                     ¿Quieren que llame al profesor Grondona para que les explique qué es un pelotudo?- dije mirando a abogados, empleados, prosecretario y secretario.
-                      Pelotudos son todos ustedes y también yo, por supuesto… .- Quise apoyar la cartera en la mesa de entradas y cuando lo hice se cayó mi libro al piso. “Así habló Zaratustra”, Nietzsche. Las miradas se centraron en ese objeto como intentando atar cabos.
Mientras me agachaba para levantarlo, dos personas que vestían el mismo uniforme se me acercaron y me tomaban de cada brazo.
-                     Por favor doctora, le pedimos que se retire. Nosotros la acompañamos.
-                     ¡Sáquenme las manos de encima! ¿O acaso cometí algún delito? Somos todos abogados acá. Lo único que dije es que somos pelotudos.
De repente, el juez se acercó a la mesa de entradas, con una hoja que parecía haber impreso y me dijo que me acercara. Que quería que firmara un acta. Divisé en el texto algo de la moral y las buenas costumbres, aunque mis anteojos seguían en mi cabeza así que no pude leer bien, pero antes que me dijera nada se lo rompí en la cara y con mi brazo derecho barrí todos los expedientes que estaban apoyados sobre la mesa.  
Empujada por los hombres de seguridad y sin dejar de despotricar, terminé en la calle devastada como si hubiese corrido la maratón más larga.
 Me senté en los escalones de la entrada mientras veía los pasos a mi lado. Empecé a revisarme. Me pasé la mano por la cabeza tratando de peinarme. Vi manchas en mis zapatos gamuzados y en mi pantalón. Mi blusa estaba arrugada y la transpiración se mostraba claramente en la tela. Las hojas con el nueve y treinta y dos grabado habían quedado mordidas por el cierre de la carpeta de cuero. Sentía calor en mi cara y en mi pecho.

Apoyé todo en mi falda, y sosteniendo me cabeza caí en la cuenta que en pocos días me citarían en el Colegio de Abogados. Seguramente faltaría al llamado del Tribunal de Disciplina y en su lugar visitaría  la facultad de filosofía y letras.