lunes, 3 de junio de 2013

La cosa nostra

por Fernando Lancellotti

                           La inclemencia del tiempo es devastadora, hace unos años me vi los ojos rojos como arrasados. Estaba frente al espejo de un botiquín, con la puerta cerrada. Desde adentro oía las carcajadas de una familia. Tenían el exceso de los italianos ¡No aguanto más!  Quiero que se los traguen los cimientos de la casa –sobre todo al gordo que escupe cuando ríe–, que desaparezcan y cuando salga del baño me encuentre con el hondo silencio de la soledad –decía para mí. Era una reunión, no recuerdo si un cumpleaños o qué, lo que sí recuerdo es que  la casa olía a tuco… ah y que el apellido de mi novia Cecilia era piamontés.

                       Ceci era la hermana preferida de Fabio. Un muchacho de voz ronca y ojos saltones que se la pasaba tirando patadas voladoras.  
                      –¡Fabio, anda a buscar soda! –ordenó una señora con brazos prominentes que estaba a mi lado e inmediatamente después le preguntó a  mi novia refiriéndose a mí:
                      –este chico no querrá tirarse las cartas, ¿nooo?
                      –Pará,  él no cree en esas cosas –me excusó Ceci.
                      –Daaale ¿qué es? ¿Extraterrestre? –arrojó Fabio casi gritando.
                      –¿Un chori? –me ofreció amablemente el gordo que escupía. No llegué a responder pero enseguida Guido, el padre de la criatura respondió por mí:
                      –No, dale ravioles, ¿no ves que es vegetariano?
                      –Jajaja es flaco pero come de todo –respondió Ceci.

                 Mientras tanto, yo me marchitaba y como las plantas esperaba una nueva estación para florecer. Es simple; me tenía que separar de Cecilia, ya que ella adoraba a su familia. Pero además eso era difícil para mí… sobre todo por su trabajo: ¡Profesora de educación física! Y con eso lo dije todo.

                  La Sandra era una de las quinientas primas de Ceci. Venía cargada de botellas y nadie la ayudaba. Tenía un pullover de lana gruesa pero eso no impidió que mis ojos se depositaran en sus tetas. Una chica hermosa condenada a  cargar botellas y fregar que se convertirá inexorablemente en la señora de los brazos prominentes. Cuando llegó a la mesa larga y maciza, alrededor de la cual estaban todos sentados, incluso yo, casi inexistente, comenzó a besar a uno por uno, en las dos mejillas –costumbre que creí sólo de los franceses–, hasta que llegó a mí, entonces amagué a pararme y torcí el cuello para recibir los labios carnosos de “la Sandra” en mi mejilla desorientada. Pero enseguida otro primo “el Adelmo” o “Delmo”, o algo por el estilo, la agarró del brazo y se la llevó al patio en una actitud absolutamente incestuosa. Después fueron llegando más parientes: Margarita, 2 Claudias, Marco, Donato, Roque, 3 Marcelos, 2 Marcelas, y a uno le decían Ardito o ¿“el traba”? me llamó la atención porque no tenía aspecto de transexual, ni nada parecido. Más tarde supe que era por el apellido –Trabaglini–.

                    La familia de Ceci no tenía la idea de vergüenza, tampoco la de reserva o filtro, ni respeto por el oído del “otro”. Estoy en un bar de Palermo y supongo que la dueña quizás sea parienta de ellos porque es  medio bestia. A esta hora pone música electrónica al palo y le grita a los empleados, parece un barra brava de Chacharita, ¡Dios!
                   En un momento no encontraban el destapador y uno de los Marcelos me miraba fijo, como si lo hubiese robado. Yo, a su vez, observaba el reloj cucú y un poster de Kiss al lado de una foto rancia de los abuelos en un marco nacarado color manteca. Pensaba en los minutos que restaban para irnos. Pero Fabio empezó a contar  anécdotas y todos le festejaban. Yo esbozaba una risa giocondesca cuando terminaba cada una y había que reírse. Me levanté con disimulo para ir al baño  y supuse que como era la segunda vez que iba, Fabio o el traba o alguno de los Marcelos haría un chiste, pero zafé.                    La luz del baño estaba encendida y por el vidrio esmerilado de la puerta pude ver a la Sandra en el inodoro como a una gallina ponedora. Dudé en quedarme parado al lado del toilette o volver a la mesa con los energúmenos. Ceci nunca me daba bola cuando íbamos a la casa de su familia. De vez en cuando se acercaba y me decía “¿comiste?”. Por el contrario, en mi familia, somos células independientes. Nadie sabe del otro, ni lo que es una pastafrola. Pero a diferencia de ellos, aprendí muchas cosas saliendo con Ceci. Los italianos son o del sur, o del norte. Los del sur son bajitos y cabezones, medio miserables y están siempre bronceados porque trabajan al aire libre. Los del norte son altos y tienen dientes perlados, hablan pausadamente y trabajan por lo general en oficinas. Las mujeres tanto del sur o del norte tienen una piernas increíbles, para mí diseñadas por Miguel Angel o Leonardo. Ahora bien, esto es teoría. Los italianos son lo contrario a la teoría, o sea prácticos y de ahí viene su desmesura. A pesar de ser un país muy chico, todos hablan muy fuerte, como si estuvieran en la otra cuadra.

               Cuando entré al baño por segunda vez, me quedé parado frente al espejo del botiquín, al principio me miré y no había nadie reflejado ahí. De a poco comenzó a aparecer mi rostro como del fondo de un océano. Estaba tan pero tan ausente que no tenía aliento ni siquiera para empañar el espejo y desaparecer de nuevo. Cuando salí del baño, la mesa maciza estaba repleta de restos de comida y no había nadie alrededor, ni Ceci, ni Fabio, ni los Marcelos y las Marcelas, ni las Claudias, ni los brazos prominentes, etc. El pajarito del cucú salió de atrás de la puertita como dando un anuncio…cucú cucú cucú… Escuché gritos en el patio y pensé lo peor, sin embargo la música arrancaba de mí toda expectativa de suicidio en masa de la Familia de Ceci. Sonaba Giovanotti, un rapero italiano insoportable cuyo principal hit no está tan mal. Dice algo así como: Afachate a la finestra amore mio…    
                 La familia de Cecilia era atea y comunista, sin embargo la casa estaba llena de estampitas. Un día le pregunté a uno de los hermanos quién era el santo que estaba en la entrada. –¿Qué santo? ¡Es la madona!–. Y … ¿quién es la madona? –pregunté. La virgen, es la virgen –contestó mascando algo. Ceci era otra persona cuando estaba conmigo. Digamos que se aporteñaba. Pero en casa de su familia cambiaba de actitud. Por ejemplo, un día cuando entraba a la cocina, uno de sus hermanos le tocó el culo y ella, en vez de decirle algo o pedirle alguna explicación, le lanzó un eructo que parecía una llamarada. Mi indignación fue tan grande que por lo bajo, ya sentados en el living, le pedí que se disculpara con el hermano.
            Hasta ese momento yo estaba obnubilado por su figura, entonces me olvidaba de sus exabruptos, pero ese día Ceci bailaba desbocada el rap de Giovanotti –un cantante muy dúctil– con toda la tanada. Se movían como si fueran epilépticos terminales. Poco a poco me fui acercando al patio y a ella para decirle en el oído que me sentía mal, que me había caído mal la pasta, que mañana tenía que trabajar, que… No llegué a decirle nada, me agarró de la cintura y me puso en el medio de un círculo formado por Fabio, Margarita, el gordo que escupía, las 2 Claudias, Marco, Donato, Roque, los 3 Marcelos, las 2 Marcelas, Ardito, la Sandra, Adelmo y otros que habían llegado. Todos gritaban, saltaban, aplaudían y yo, como un gladiador, apenas bailaba.  El estribillo repetía; Aloooora, muoviti- muoviti- muoviti. 
                 De repente cambió el ritmo y vino la música romántica. Ceci y la Sandra comenzaron a bailar juntas, el resto miraba, salvo los más grandes como Guido, la señora de los brazos prominentes y otros viejos que parecían estatuas. Ellas estaban tan poseídas que tiraron un vasito con sidra apoyado en el borde de un cantero. Mi vista en ese momento hizo un recorrido extraño; teta izquierda de la Sandra-culo de Ceci-vasito-sidra-crisantemos. Aunque parezca extraño alguien cayó con un ramo de crisantemos y lo pusieron en una de las macetas del patio. Yo estaba tan aturdido que entrecerré los ojos e imaginé que en otra vida había sido hijo de la Sandra. Ella cansada de amamantarme, me ponía adentro de una canasta  como a Rómulo y Remo y me abandonaba.
                 Una de las siete maravillas del mundo es (o fue) la gruta Azzurra en la isla de Capri. Cuando uno entra a la gruta por un efecto natural el agua parece iluminada desde abajo por un tubo fluorescente. Además de esa maravilla, los italianos tienen el Coliseo, la Piazza Navona, Venecia, el Ponte Vecchio, la torre de Pizza y a La Sandra. ¡Toda una desproporción! Esto significa que ellos hicieron de la desproporción algo sofisticado.
            Mientras bailaban yo me seguía marchitando y mi vista seguía detenida en los crisantemos, quizás para no mirar a Fabio, el de los ojos saltones, que desde la otra punta del patio, apoyado en el marco de la puerta, me miraba como un sapo. Seguramente pensando que me robé el destapador o que deseaba a su prima en lugar de a su hermana. Si supiera que lo único que yo deseaba era tomarme el buque. Si bien me atraía ver  bailar a Ceci y a la Sandra, quería irme de esa casa que era un atentado al buen gusto. Al rato, Ceci y la Sandra dejaron de bailar. El sapo le hablaba al oído a uno de los Marcelos que también empezó a mirarme. Hasta ahí nadie me había increpado aunque sus miradas comenzaban a acusar cierto desprecio hacia mi persona. El resentimiento por lo desconocido.  Seguro se decían –a la salida se la damos–. Esto sumado a que a mis espaldas tenía la pared rústica que separaba a ese patio del de el vecino me hizo sentir que estaba ante un pelotón de fusilamiento ¡Preparados! ¡Apunten! ¡Fuego! Lo llamativo fue que Ceci también habló por lo bajo con uno de sus primos. Quizás me notó caliente con la Sandra. Todos comenzaron a entrar los banquitos, el equipo de música y las botellas como para despejar la cancha. Ceci, la Sandra y el resto de las mujeres ya estaban en el comedor. En el patio quedaban el sapo, Ardito, Marco y los Marcelos. Bueno… y yo. Fabio comenzó con una de sus anécdotas con ademanes que graficaban la idiotez que estaba contando. Ardito se descostillaba de la risa y me agarraba del brazo para no caerse, justo entró Ceci con una botella en la mano. Fue arrojando un chorrito de agua en cada una de las macetas. Después uno de los primos le tocó el culo y ella le vació  la botella en la cabeza. ¡Puta! –le arrojó el primo. Aproveché para posicionarme cerca de la salida del patio o, mejor dicho, la entrada al comedor. Miré mi reloj pulsera adelantando una excusa válida para rajar. Pero me topé con el brazo robusto de la vieja de Ceci que, en stereo, me hablaba a mí y a ellos al mismo tiempo  –¿qué pasa acá? ¿no te vas a ir ahora? ¡Fabio! ¿Vas a probar la torta, no? ¡Fabio! Ceci, ¿De qué signo es tu novio? Sí, vas a probar la torta.
                Cuando entramos la Sandra ya se había ido. El tiempo no pasaba más. Para mí la torta era como un reloj de arena. Sin embargo, la comí, con el brazo pesado del padre de Ceci sobre mi hombro, los ojos del sapo, un par de primos y las estatuas de los viejos rodeando mi anatomía. Me sorprendí cuando uno de los viejos que yo creí sin vida o parte del decorado, sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Parecía que hablaba por un micrófono oculto. Luego lo dobló, lo puso en el bolsillo de su saco y siguió haciendo de muerto. Después salieron todos a despedirme y vieron cómo Ceci en un intento por demostrarme cariño, me frotaba con su mano la entrepierna y me susurraba;
                –¿La pasaste bien? Mañana hablamos, hasta las ocho estoy en el gimnasio, chau mi amor.
                –Chau –le dije medio asustado. Fue la última vez que vi a Cecilia. No sé porqué pero cuando la recuerdo, la recuerdo junto a su familia.

                  La memoria me falla un poco pero creo haber pedido un café hace como una hora. Por ahí no me escuchó. Me paro y desde mi mesa, como si la chica estuviera  en la otra cuadra, le grito –¡Un café bien cargado! A pesar del bochinche permanezco en este bar. Es que la música electrónica es insoportable, sobre todo a las tres de la tarde. El café ya está humeante sobre mi mesa. Recién ahora, la mina baja un poco el volumen. Tal vez Ceci y aquella noche fueron sólo eso: el volumen muy alto de un parlante.  

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