Una, dos, tres… cuarta: “AMALABA. La misma palabra
condensa AMA y MAL. En inglés: LAB (o love). Mal amor. Pero es un verbo. (ver página
55 anotación 22)”
Palabra número diecisiete: “HIDROMURIAS. Hidro: agua.
Muria: deformación de “muerte” o “moría” – (relativo a morir ahogado) “
JADEHOLLANTE: palabra número ciento veintisiete: Referido
a penetración forzada: Raíz: JADEO, Hollar: humillar. También relacionado con
“deshollar”.
“Nóvalo”. Esta le había tomado mucho tiempo hasta
que entendió: pasó en limpio: novo: nuevo. “Nuevos valores”. Lo llevó
directamente a 1968. Año en que Cortázar viaja a la India. Otra vez el 68.
Anotó: “Rebeldía” - Matanza.
Simón repasó por última vez. Estos términos estaban
descifrados, ahora debía transcribirlos en la computadora. Más tarde los
imprimiría y guardaría.
Interrumpió su tarea para atender el teléfono:
—Dr. Ralmay. ¿Cómo está? ¿me consiguió los datos que le
pedí?
Se comió la uña del pulgar, impaciente.
—Ok. Con eso voy a poder terminar. Y de paso quiero
agradecerle por toda su ayuda. Usted fue el único en confiar en mi.
Escupió la uña.
—¿Qué tiene que ver que usted sea mi psiquiatra? Le puedo
asegurar que tiene grandes dotes de criptógrafo. ¿No entiende cómo me
ayudó? Es muy humilde usted. De todos modos, de eso no le puedo hablar. No es conveniente que muestre todavía el
texto, ni los instructivos que surgen de él. Pero de todo se estará enterando
en breve.
Su puño se crispaba
—No, no le puedo adelantar lo que dice el texto, ¡pero no
estoy de acuerdo en que yo no estoy siendo objetivo para interpretarlo! ¡Porqué
siempre me hace enojar! ¡Esto ya lo hablamos!
Su cara se transformó, marcándose una vena gruesa a la
altura del maxilar inferior.
—Estoy tranquilo. Y
le adelanto una cosa: este texto marcará mi destino los próximos días. No puedo
agregar más. Son instrucciones. No hay nada de qué asustarse. Le recuerdo además
que esto comenzó en terapia, cuando entendí que Gliglico
significaba Bíblico, y que el texto ocultaba un mensaje. Si no me equivoco, usted mismo me apoyó.
Cortázar, mi
maestro, el profeta de Dios lo puso fácil para que comenzara la investigación. Yo
no soy más que una humilde herramienta.
Ahora se clavaba, sin darse cuenta, las uñas en la palma
de la mano, en el mismo acto de cerrar el puño.
—Le digo que no hay nada de qué preocuparse, la crisis ya
pasó, estoy perfectamente, quédese tranquilo.
Cortó sin esperar respuesta y aflojó las manos y el
entrecejo.
Fue a la cocina, tomó una taza de la alacena y se sirvió
café recién hecho. Miró al piso y recogió una pelusa. La tiró en un orifico de
la mesada de la cocina, debajo del cual estaba el tacho de basura. Tomó el
repasador rojo, el cuarto que ponía a lavar ese día y lo colocó en el
canasto de “textiles sucios”, como rezaba el cartel pegado sobre el mimbre.
Luego, se aplicó alcohol en gel en las manos.
Volvió a su mesa de trabajo en el Estar, a pocos pasos de
la cocina, en el pulcro departamento de la calle Rodriguez Peña. Se trasladaba
siempre sobre “patines”, aquellos usados en otros tiempos para no rayar el piso
de parquet. Simón nunca caminaba por la casa con los zapatos puestos, para no
ingresar los gérmenes que traía de la calle.
Sobre la mesa, una computadora, gran cantidad de
anotaciones más o menos tachadas y corregidas, manuscritas en Post its, y un
bibliorato abierto donde guardaba los textos ya procesados y terminados,
impresos en hojas A4, con tipografía Arial, a doble espacio.
En la tapa del bibliorato, también escrito a mano con
impecable caligrafía, decía: “El legado secreto de Julio Cortázar – La verdad
revelada”-
A un costado, una elegante edición de la novela Rayuela,
colocada sobre un atril dorado, abierta, en la página 185, capítulo 68.
Sobre un Mueble pequeño junto a la mesa se encontraban
libros tapa dura de religión, mitología griega y romana. Un libro mediano de
“Religiones del mundo”. Versiones de la Tora y otro libro sobre sectas
africanas.
Colgados de las paredes blancas, cuadros, fotografías y
documentos fotocopiados del famoso escritor.
En la pared ubicada frente a la mesa, otro cuadro
enmarcaba una servilleta que, en lapicera negra, tenía escrito: “Para
Simón, pequeño gran escritor”, Julio Cortázar, París, 1979”
Retomó su trabajo:
Salmo 68: Versículo 1: Levántese Dios, sean
esparcidos sus enemigos,
Y huyan de su presencia los que le aborrecen.
Versículo 21: Ciertamente Dios herirá la cabeza de sus
enemigos,
La testa cabelluda del que camina en sus pecados.
Anotó: Someter a los enemigos de Dios. “Márulos”.
Miró la hora, al despuntar el primer bostezo. Era tarde.
Al día siguiente completaría la palabra final, con la cual se
terminaba de descifrar el código. “Incopelusas”. No era un término cualquiera.
En él se encontraba la clave del “cómo”. Necesitaba comprender eso para avanzar
hacia la revelación definitiva.
Ya sabía, sin embargo, lo que tenía que hacer, y lo
había sabido desde que era apenas un niño.
Miró alrededor, todo estaba en orden: los cuadros
derechos, los libros a plomo en las estanterías, los papeles cuidadosamente alineados
sobre la mesa. Que podría salir mal. Apagó la luz y entró a la habitación.
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Allanó el domicilio, a las 12.06 pm, el Comando Especial
de Inteligencia Criminal y Científica . El sospechoso no ofreció resistencia.
Se hallaron algunas fotos de la joven desaparecida hacía
dos días, dentro del cajón de un mueble estilo francés junto a la entrada.
Además de libros de Julio Cortázar esparcidos por
toda la casa, con títulos repetidos de diferentes ediciones, biografías,
ilustraciones y fotos del autor, encontraron, encima de una mesa de trabajo,
cientos de papelitos de colores garabateados, prolijamente ordenados, un
bibliorato repleto, y sobre la pared inmaculada, justo frente a la mesa,
bajo un marco que encuadraba una servilleta escrita, un texto en marcador rojo:
"Apenas él le comprimía el cogote, a ella se le
agolpaba el coágulo y caían en tironeos, en salvajes reticencias, en luchas
exasperantes.
Cada vez que él procuraba ajustar la soga, se enredaba en
un lamento quejumbroso y tenía que reacomodarse de cara a la rebelde, sintiendo
cómo poco a poco las ansias se exaltaban, se iban agolpando, enardeciendo,
hasta quedar tendido, como el desfallecer del Sátiro, al que se le han dejado
caer unas lágrimas de cocodrilo.
Y sin embargo era apenas el principio, porque en un
momento dado ella se abandonaba a la desesperanza, consintiendo en que él
aproximara suavemente su aliento. Apenas se recuperaban, algo como un relámpago
los retorcía, los enfurecía y yuxtaponía, de pronto era el miedo, las horribles
convulsiones de las venas, la jadeante excitación del llanto, la
desesperada lujuria del amo en una sublime embriaguez. ¡Ahora! ¡Ahora! Subidos
en la cresta del espanto, se sentía la contienda, víctima y verdugo. Temblaba
el pulso, se extinguían las fuerzas, y ella se perdía en un profundo suspiro,
en desmayos de aquiescencia, en hálitos casi crueles que los confrontaba al
límite de la vida".