sábado, 20 de julio de 2013

Radio coreana

Un hombre pinta el frente de su casa. Acto seguido pibes del barrio dibujan porongas, miembros reproductores masculinos sobre la pared apenas nueva.
El hombre a las horas sale a la vereda a emparchar los grafittis, cal y agua. Su mujer le ceba mates sentada en una banqueta.

- seguro fueron adolescentes -
- mirale el tamaño - acotó
- ¡Mirá el poco pelo que le hicieron a las bolas! Son pibitos - remató su mujer.

El hombre casi escupe el mate al reír.
Sobre la pared emparchada, ahora, los pibes dibujan otro miembro. Esta vez lo firman.
El hombre cauto, ya le empieza a tomar el ritmo a las pintadas. Tiene sospechas de un grupo de pibes que siempre rodea la casa para ir al colegio nocturno. Los mide por entre las cortinas y si los cruza en la calle los saluda de golpe, para asustarlos, para ver cómo reaccionan. Pero nada los delata.

- En ese grupo todos usan arito - suma su mujer mientras le pasa un mate con yuyo.

La mujer del hombre en dos semanas se va a enterar por boca de su clínico que tiene un cáncer, algo en el páncreas.

El hombre decide pintar el frente de su casa. Pintar parejo a nuevo. Piensa vender, irse a un lugar un tanto más chico. Planta baja sin escaleras. Por su mujer. Y planea tener dinero en mano para remedios y taxis.

Bajoflores, vecinos con casas tomadas, colectividad coreana. Dos ambientes y patio trasero techado. Calle Beltrán al trecientos.
Interesados hubo. Uno particular y dos de imboliliarias de la zona. Le tiraron abajo el precio por el barrio y ciertos rincones de humedad. Se frustaron, él y su mujer. Desistieron de vender.
Pidió entonces a su Dios, el buen hombre. Y el de arriba cumplió. En paz se la llevó a su mujer, mientras dormía.

Se hizo el velorio en una cochería que estaba a unas cuadras. En la sala el deudo y el cajón. No hijos, no familia.
El personal de la cochería, un tanto desacostumbrado por la poca convocatoria, tuvo un gesto de humanidad al acercarle un sanguche de miga cortesía de la casa.
Cerrado el cajón, señal de la cruz y vuelta a la calle Beltrán.

El hombre al encarar la puerta principal mira de reojo una nueva pintada. Pero sigue camino dentro. Subió y subió la escalera y bajó otras treinta veces. Trasladó una cama de plaza y media al zaguán. La cama y un velador.
Se propuso escuchar por la noche, afinar la oreja, distinguir los pasos, el agite de las latas de aerosol.
Pasaron las noches y los grafittis y grafitteros se acumulaban como ovejas extasiadas frente a la pared. Los que ahora emparchaban era ellos para seguir encontrando lugar donde dibujar.

Como buen místico y agradecido a su Dios - Dios que siempre cumplió - el hombre cargó la escopeta de caño recortado que desde hacía unos años reposaba detrás de un mueble. Cargó y esperó.
Primero el repiqueteo de zapatillas de goma sobre la baldosa, luego el agite de los tarros de aerosol, algunas risas ahogadas.
El hombre agazapado abrió la puerta que, previamente había dejado sin llave. Iba a tomar una mejor posición sobre la vereda.
Ya en cuclillas apuntó, en la absoluta oscuridad a la altura de la cintura de lo que parecían tres muchachos. Gatilló. Les reventó las pelotas y como desentendido se alejó por el centro de la vereda.
Descartó el arma en un cantero a dos cuadras. Los pibes desangraron.
La casa abandonada por el hombre pasó a ser de los coreanos. Decidieron, a los meses, que allí funcione una radio comunal. Comunal y coreana.

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