domingo, 21 de julio de 2013

La pesca

Por Fernando Lancellotti

No creo en Dios, pero lo veo en los peces y en el cuerpo de los niños. Hace un tiempo dibujé un pez en una servilleta de papel. Estaba esperándote en un café entonces arranqué unas cuantas del servilletero y comencé a tirar líneas sin pensar. Te esperé como una hora tirando líneas, círculos, hasta que dibujé un pez que ocupaba toda la servilleta. Había pedido la cuenta y  llegaste justo. Estabas pálida y con la voz seca.
–Disculpa la demora ¿hace mucho que estás?–preguntaste impiadosa.
–Acabo de llegar –te dije.
–Trajiste todo ¿no?.
–Claro, acá está-dije  y tapé  el dibujo disimuladamente.
Hablamos de lo que teníamos que hablar y enseguida me descubriste las líneas y el pez. Lo miraste con ternura sin decir nada. Lo tapé con el frasco de azúcar. Cuando vino el mozo le pedí un café bien cargado y una lágrima para vos. Nos reímos un poco del pobre mozo porque parecía un viejo que habíamos conocido en una milonga y en voz baja me dijiste:
–El “pibe Avellaneda” ¿te acordás?
Yo no recordaba los personajes de las milongas ni las letras de los tangos ni el paso básico ni los ochos, en fin, era un novato en eso del tango. Pero te había dicho, “yo respiro tango” cuando te conocí. Era la única forma de entrar a tu corazón milonguero.
Lo que te estaba entregando en el bar era una pila de cd´s  que me habías prestado, unas reliquias de colección: Agustín Magaldi, Gardel, Canaro, D´arienzo, Fresedo, Dicépolo, Salgán, el polaco, Julio Sosa y la lista seguía hasta los contemporáneos que solo vos conocías.
Había ido a la milonga porque me habían dicho que era una realidad paralela, que habían buenas minas, con caderas firmes, erguidas, con taco aguja y medias de red. Sin embargo  vos  tenías un piloto oliva, una vincha y unas All star negras, entonces dije: “ ¡redondo! ¡no baila! ”  y nos acodamos en la barra y te sabías todas las letras, decías: “esto es poesía, poesía pura” y  yo pensaba esto “es resignación, resignación pura”.  Como dos extraños era tu tango preferido. Subimos a tu casa para escucharlo y como saltaba el lector del laser fuimos a tu cuarto, arrojaste el piloto oliva sobre la cama y apagaste la luz. Al otro día amanecimos abrazados y con nauseas sin saber qué había pasado.
Ahora estábamos en el bar, vos pálida y con la voz seca, yo tratando de tapar los dibujos de las servilletas. Nos quedamos un rato callados observando el afuera desde la ventana del bar como buscando “algo” para conversar. Pensé que no había mucho para hablar, que nuestra historia era corta y fugaz.
–Caaargadito y lágrima para la señorita-dijo el mozo con acento gallego.
Seguíamos buscando el tema en la ventana, como si hubiésemos arrojado una red hacia la calle para pescar algo de que hablar. Una nena y un nene de la mano de una señora que parecía su abuela cruzaban la calle en diagonal. El nene se desenganchó y caminó solo, unos metros atrás. Nos miró por un instante como a un juguete de otro tiempo. Éramos los únicos sentados junto a la ventana. Un muchacho sin ganas “paseaba” a quince perros de diferentes razas y nosotros lo miramos hasta que se fundió, él y los perros, con el grisáceo  de las casas y el maíz de las veredas.
–¡Qué lindo que te saquen a pasear todas las mañanas! –te dije esperando un gesto.
El silencio se apoderó de nosotros como si fuésemos dos extraños en la misma mesa, a menos de un metro de distancia. Levantaste la vista hacia mí, mientras revolvías la lágrima lentamente con la cucharita y sonreíste, yo te miré con ojos de hombre. Pero los hombres no piensan tanto como yo, y con esos ojos te decía: “la historia de tu vida es la historia de mis pensamientos”.
–¿Qué? ¿cómo? –me dijiste tapándote la cara con tus manos pálidas, como enceguecida.
“Que…te esperé todo este tiempo” pensé como un animal piensa en su presa.
Era una charla entre mis ojos, tu vos seca y un animal. ¿Te gustan los tríos? ¿Crees en Dios? ¿y el piloto oliva? Pensé en preguntarte todas estas cosas y muchas más cuando súbitamente te levantaste de la silla, apilaste los discos y sacaste un billete de diez de la cartera, justo para la lágrima.
–Deja, deja, yo pago –te dije
–¿Me lo puedo llevar? –me preguntaste mirando fijo los pocillos vacíos
–¿Qué? –te contesté con cierta esperanza.
–El pez-dijiste, casi suponiendo mi respuesta, lo doblaste, lo pusiste en el bolsillo izquierdo  de tu chaqueta y  te inclinaste para recibir un beso de despedida.
Guardaste una sutil risita final, pasaste la puerta vaivén del bar y te fundiste en la ciudad como el paseador de perros. Me pregunté: ¿Poesía es resignación?
Estoy en el mismo bar junto a la ventana, le pido un café al “pibe Avellaneda”…Al rato lo trae.
–Caaaargadito –dice el gallego cuando lo apoya en la mesa.
Saco mi birome y unos  papeles del servilletero de metal, tiro líneas, rectas y círculos intentando dibujar algo. Arrojo la red por la ventana hacia la calle y nada. Pido la cuenta, pago, atravieso la puerta vaivén y me fundo en la ciudad, como uno de los perros del paseador.

  

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