sábado, 6 de julio de 2013

EMILY


         La tarde estaba quieta. Poca gente en los alrededores. Se sentía una paz dudosa.
         Nos obligaron a refugiarnos. El cielo se nubló y cumplimos con la orden.
         Después de unas horas de estar resguardados, el viento comenzó a escucharse como un sugo námido.
         Ese sonido no alteraba aún nuestras distracciones. Juan leía, Manuel y Patricio jugaban al truco y Guadalupe pintaba los dibujos de sus cuadernillos.
         Yo, en mi postura usual, oficiaba de guardiana.
         El tiempo pasaba y el viento se acercaba, cada vez más fonible.
         Lo esperábamos todos juntos, protegidos en la oscuridad de nuestra bulapa, con nuestras dos velas encendidas.
         No sabíamos qué ni cómo era lo que venía. Porque era eso: algo que se aproximaba, que se iba afincando argante y su desconocido proceso nos generaba trumo en tan incierta velaria.
         Poco a poco el ruido se volvió molidero, las persianas quinaban.
         Comencé a preparar un mejor refugio y a pesar de haber sido apreciado como exagerado por el resto, terminamos allí, en el intergañador desprovisto de vincias.
          Al principio nos dio una sensación de mayor protección pero después de unos minutos, el viento parecía rugir como un animal feroz y el pánico nos apresó en ese pequeño ambiente.
          Mi oficio de guardiana ya nada podía ofrecer. Estábamos en manos de la naturaleza y era ella quien decidiría por nosotros.
           El mocronte llegó a su íspide y pareció vogir en nuestros sentidos.
           Nuestros cuerpos frejaban y advertimos que afuera los árboles y las construcciones tropengaban. La puerta zatoneaba y Juan y yo nos sentamos con nuestras espaldas sobre ella para impedir que se abriera.
           De repente se produjo una drola. Abrimos la puerta y vimos la cantidad de agua que había fragado en la habitación.
           Tomamos aire, calmamos nuestro todor pero fue venecta la paz. En poco tiempo se reanudó el normo.
           Cerramos la puerta y el viento empezó a soplar folidante.
           Otras dos horas más duró ese ruido que grabó en nuestros oídos un recuero imposible de borrar: EMILY

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