martes, 9 de julio de 2013

EL ULTIMO JAZZ

    
Estacioné el auto como todos aquéllos días, pero con una diferencia … sabía que esa vez sería el final.

Como lo venía haciendo,  abrí la puerta con mis llaves y entré vislumbrando la escena, como si fuera el final de una película sin sorpresa.

Lo saludé y recibí esa mirada vidriosa de resignación. Quizás la última mirada de mi padre con algún significado. La morfina había aplacado la ansiedad y el delirio de los dos días anteriores. Ahora estaba en un estado somnoliento. Sus ojos parecían estar cubiertos de una capa nubosa que los hacía distintos y distantes.

Estaba ahí, recostado en esa cama armada en el living de la casa de mi infancia y adolescencia.

Jamás había pensado que ese sería el lugar de la partida.

Había sido el lugar de la música, de su jazz, de las reuniones de adultos agolpados en los sillones, de grandes charlas, de whisky y café.  El solía estar en la otra punta, levantando la púa del tocadisco con cuidadosa exactitud, aparato vedado para mis manos torpes y adolescentes.

El único momento en que yo me acercaba al preciado aparato era cuando escuchábamos  juntos la música compartida: los Beatles, Génesis, Pink Floyd, Emerson Lake and Palmer, Queen y algunos otros. A veces me sentaba de aprendíz y ahí me hacía escuchar música clásica, tangos y jazz. Con sus anteojos puestos elegía entre millones de discos cuál sería el que pondría y me miraba extasiado, elevando el volumen hasta que esas cuatro paredes parecían bailar.

Y ahora el silencio reinaba en ese mismo lugar, él ya entregado, como en un último intento de dejar algo escrito en las paredes de ese ambiente tan suyo. Queriendo aferrarse a su vida pero a su vez queriendo aliviar su dolor.

Y yo ahí, con la fantasía de volver a sentir la emoción de su pasión por la música, el perfume de su vitalidad, pero enfrentada a la cruel realidad de la decadencia física.

Ansiaba poder leer su mente, saber por dónde andaba su pensamiento. Entender qué se llevaría y que querría dejar.

Su pelo se veía descuidado, su piel pálida, sus labios rígidos, como mostrando haber perdido la batalla.

A mí me costaba entender semejante contraste de imágenes en esas cuatro paredes.

No comprendía el paso de ese vital ambiente convertido en habitación hospitalaria. No advertí en qué momento el suero encontró un espacio en el lugar de las fiestas de cumpleaños.

Ya no tenía intención de hablar ni de transmitir, pero seguía mirando entre ojos esas paredes en las que quería aferrarse y dejar su mensaje.  

Seguí su mirada como si los dos pudiéramos leer algo allí, en ese lugar en el que tantas veces había sonado Piazzola, Miles Davis, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong y tantos otros. Trataba de suponer que los dos escucharíamos Somewhere over the rainbow  y así fantasear a la muerte entre esas nubes y estrellas de las que esa canción hablaba: “Algún día desearé despertar en una estrella donde las nubes estén lejos debajo de mí, donde los problemas se derritan como gotas de limón”. Pero la sangre italiana me traicionó y me llevó al trágico final de Bob Fosse en All that Jazz. Me transporté a la agonía del paciente en su “Bye Bye life, bye bye  happiness, hello loneliness” . No lo soporté y además tenía la sensación de estar interrumpiéndole algo.

Salí de la escena y me hice un café. Supuse que al dejarlo en soledad le facilitaba una intimidad que él necesitaba. Habría quizás podido escribir en sus paredes y sentir que su mensaje había quedado ahí, grabado en su lugar.

Después de un rato en la cocina, escuché un ruido distinto y me volví a su lado.

Su respiración se agitó en la emoción de la despedida, y me acerqué como para saludarlo. 

Sus paredes y recuerdos lo contuvieron en ese trance.

Fue respirando cada vez más despacio hasta quedar en la paz del final.      

No hay comentarios:

Publicar un comentario