sábado, 18 de mayo de 2013

Comienza el invierno

La tarde que la conocí comenzaba el invierno. Desde hacía unas semanas, en los locales de venta de ropa, los maniquíes habían dejado de usar mallas, musculosas y ojotas para vestir buzos, camperas, bufandas y pantalones largos. Yo había ido a comprarme un pullover en un local de ropa usada de un amigo, José Luis. Ella estaba queriéndole vender un pullover que él rechazaba. Me la presentó. Tenía, a simple vista, como mínimo, quince años más que yo. Después descubrí que no, que en realidad me llevaba veinte años. Apenas la vi me gustó.
Utilicé el truco que uso siempre. Mientras estaba mirando la ropa le rocé la mano con mi mano. Es sutil, un contacto fugaz. Pero el efecto es como si pusieras los dedos en el enchufe. El cuerpo se estremece, algo se mueve adentro, en el alma, digo, y solo con eso se produce una conexión instantánea. Es un clic.
Nos pusimos a hablar, ya no recuerdo de qué, creo que de la ropa o del frío que hacía. Su rostro era joven, sin arrugas. No se reía nunca. Movía mucho las manos. Tenía una remera negra, un jean oscuro y la piel blanquísima. Los ojos eran verdes.
No le pudo vender el pullover a José Luis y yo no encontré ninguno que pudiera pagar. Nos fuimos juntos caminando un par de cuadras. Cuando llegamos a la esquina en la que cada uno tomaría su camino, le pregunté si quería tomar algo en un bar. Aceptó.
Sin darnos cuenta, estuvimos tres horas charlando. Tomamos dos cafés cada uno y ella se pidió medialunas. En un momento de la charla me dijo que le hacía acordar a alguien. Sonreí, no sé por qué. Cuando empezó a anochecer la invité a casa.
La heladera estaba semivacía, pero a ella no le importó. Me dijo que tenía experiencia en eso y que, con lo que hubiera, prepararía algo. Había arroz y patys.
La comida estuvo exquisita. Cuando terminamos de comer, nos miramos y nos besamos. Pero el beso se interrumpió de repente porque ella comenzó a reírse a carcajadas. Era la primera vez que se reía en todo el día y fue como si la risa se le desbordara. Le pregunté por qué se reía, pero me volvió a besar, riéndose. Cuando dejó de reírse me miró y me dijo que era muy parecido a su hijo y me acarició la cara. Después me desnudó con sabiduría. Yo, en cambio, me moví con torpeza. Tardé bastante en desabrocharle el corpiño, hasta que tiré demasiado y lo rompí. Me amamantó en sus pequeños pechos. Luego se acostó boca arriba y me pidió que me pusiera encima de ella. Apoyando sus manos en distintas partes de mi cuerpo dirigió cada uno de mis movimientos. Me moví al son de su compás.
Estuvimos acostados un rato, mirando el techo en silencio. El cuarto estaba a oscuras. Ella se levantó de la cama, fue hacia su bolso y sacó el pullover que no pudo venderle a José Luis. Me pidió que me lo pusiera. La propuesta me pareció ridícula. Le respondí que no me hacía falta, que no tenía frío. Pero ella insistió y accedí. Me pidió si me lo podía poner ella. Mientras me lo ponía, percibí del lado de adentro del pullover un olor extraño, a la vez perfumado y repugnante. Quedé desnudo con el pullover puesto. Prendí la luz para verme en el espejo. Me quedaba perfecto. Dijo que a su hijo le quedaba apretado, que me lo regalaba. Iba a sacármelo, pero me pidió que apagara la luz y me acostara así con ella. Me abrazó, puso su cara contra mi pecho y se largó a llorar. No supe que estaba llorando hasta que palpé la humedad en su cara. Su llanto era idéntico a su risa. Mientras lloraba, me dijo que su hijo estaba muerto. Lo primero que sentí fue asco, pero la abracé fuerte y le acaricié el pelo. Me contó que esa mañana había estado en el cementerio. Le había pedido al sepulturero que abriera el cajón donde está el cuerpo embalsamado de su hijo. Le ofreció bastante plata y el hombre aceptó sin dudarlo. Era una práctica común, según me dijo. Quería cambiarle la ropa. Le había tejido otro pullover y quería ponérselo. Nos quedamos en silencio y terminamos durmiéndonos.
A la mañana siguiente se había ido. Yo seguía desnudo con el pullover puesto. Me levanté y me miré en el espejo otra vez. Las piernas un poco torcidas; el miembro colgando entre los pelos; el torso cubierto por el pullover de un muerto; la cabeza despeinada. Y un agujero a la izquierda del pullover, debajo de la axila. Un balazo, pensé.
Quería encontrarla, volver a hablar con ella. Llamé a mi amigo y me dijo que no sabía dónde vivía ni tenía ningún teléfono para ubicarla. Quise preguntarle si sabía algo del hijo, pero no me animé. Le pregunté si quería un pullover. Me dijo que se lo llevara, que tenía que verlo.
Apenas lo vio le encantó. Se lo vendí y con esa plata me compré otro que era muy parecido, pero sin historia. Me lo llevé puesto.

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