sábado, 18 de mayo de 2013

Charles Barkley

El primer video de la historia de mi vida es de 1989. En él, estoy yo, con un cuerpo diminuto y una cabeza enorme, corriendo de un lado a otro de la cancha como un perro en su primera salida a la calle, desorientado y feliz, junto con otros nueve niños. Uso una musculosa azul, unos pantaloncitos cortos Adidas demasiado arriba de la cintura, unas topper de lona y unas medias blancas. Estampado en color celeste, adelante más pequeño y atrás más grande, tengo el número 12. Durante casi todo el partido, la pelota pasa por delante de mí o por arriba, alto, muy alto a veces, y yo la miro volar, no la pierdo de vista nunca, pero casi ni la toco. Dos o tres veces, milagrosamente me encuentro con la pelota entre las manos (mientras lo cuento, puedo sentir esa escamosa textura que tienen las pelotas de básquet y su adictivo aroma a plástico), tiro todo el peso del cuerpo hacia la derecha, pongo la pelota arriba del hombro, la cabeza ladeada, flexiono las piernas como un resorte, hago el máximo de fuerza posible con mis bracitos y tiro la pelota al aire, al aro, a quién sabe dónde. Es sutil, pero en esos escasos momentos en que la pelota me llega, se puede percibir cómo la cámara temblequea. Nunca hice la prueba, pero si en alguno de esos momentos subiera el volumen del televisor al máximo, estoy seguro de que sería posible escuchar la respiración y el latido del corazón acelerados de mi padre. Haga lo que haga, imperceptible, la cámara me persigue a donde voy. Como un actor perfecto, nunca me salgo de cuadro. Aunque la pelota esté del otro lado de la cancha, aunque lo central del juego esté sucediendo en otro lado, la cámara se empecina en capturarme.

La cámara era una JVC de mano, que llevaba unos cassettes un poco más gordos que los de música. Mi padre la había comprado -creo- en Paraguay o en Brasil. Y no paraba de filmarnos. A mí y a mi hermano. En ese sentido, visto en perspectiva, es un vanguardista: la repisa que todavía está al costado de la cama de su cuarto es un canal de YouTube voluminoso. Con los VHS enfilados allí, uno al lado del otro, podría trazar la línea de tiempo de mi vida.

Sé que ese partido inaugural fue en el Club Pinocho, en Saavedra, porque jugué otras veces en esa cancha, pero en mi cabeza actual, incipientemente calva, no tengo un solo recuerdo de haberlo jugado. Lo que no puedo olvidar es cada una de las veces que vi ese video. Una de las últimas, la del 2011, por ejemplo, en casa de mis padres, fue tremenda. Estábamos almorzando, era Pascua. En la mesa, no sé cómo surgió ni por qué, empezamos a hablar del pasado, de cuando éramos chicos. A la abuela entonces se le ocurrió ver “ese video en el que Lucas corre de un lado para otro y tiene una cabeza gigante”. OK, veamos una vez más el video, abuela. Pero nos olvidamos, en ese momento, de que estábamos en 2011 y que en el video estaba Sebastián, con el número 8, regordete y enrulado, temible para los rivales, y que hacía apenas unas semanas había muerto en un accidente automovilístico volviendo de Mar del Plata con su novia y unos amigos. Todos los que iban en el auto salieron ilesos, menos él. Pero no lo menciono por lo horrible de la situación, sino porque una pregunta curiosa me asalta desde aquel día: ¿habrá visto Sebastián, en la película efímera de su vida, esa que dicen que vemos en el instante eterno de morir, este mismo partido de básquet, como yo tantas veces?

En la primera mitad de los 90, cuando Ginóbili empezaba a masturbarse, ya vivíamos en el realismo mágico de un peso igual a un dólar, y por culpa de Ayrton Senna le ponía cara y cuerpo a la muerte y descubría que estaba auspiciada por Renault, el único local que había de la NBA en Buenos Aires (aunque creería que en toda la Argentina) quedaba en la galería Río de la Plata, sobre avenida Cabildo, en Belgrano. Ahí llegaban, en el auge de la importación, remeras, figuritas, zapatillas y videos de nuestros héroes. Para que me entiendan, ver a Jordan volar en el aire durante 10 segundos era lo mismo, para nosotros, que ver a Neil Amstrong pisando la Luna para los niños de los 60. Incluso las simetrías son asombrosas: a los dos los vimos siempre por la tele; los dos flotaban; los dos eran estadounidenses; los dos usaban zapatillas espaciales. Como para ellos llegar a la Luna, para nosotros llegar a la NBA era un asunto de la ciencia ficción.

Hasta el año 93, la NBA me era indiferente. Hasta junio de 1993, específicamente. Ese año, ese mes, por tercera vez consecutiva, la final la jugaban Michael Jordan y los Chicago Bulls. Aunque podría ser el nombre de una banda de rock de los 70, en realidad era el mejor equipo de la historia de la NBA. Eran demoledores. Por lo tanto, cualquiera que estuviera del otro lado de la cancha, corría con desventaja. Perdía por anticipado. Y ese año fue el turno de los Phoenix Suns.

La primera vez que escuché hablar de los Phoenix Suns fue en el local de la Galería Río de la Plata. Aunque haga memoria, no puedo acordarme de quién fue, pero puedo repetir palabra por palabra lo que dijo. Dijo: "Pobrecitos los de Phoenix. Chicago los va a hacer mierda. Jordan es imparable”. Ahí me di cuenta de todo. Fue como una revelación divina. En ese instante, resplandeció, a través de esas palabras dichas al pasar, la tragedia de la existencia: había que elegir. O estabas del lado de los buenos, los triunfadores, o estabas del lado de los malos, los perdedores. ¿Pero a quién elegir? ¿Y por qué? La respuesta, por suerte, la obtuve rápidamente gracias a mi primo, o a la pared del cuarto de mi primo, en donde, entre las infinitas frases escritas, estaba anotada en imprenta con marcador rojo, junto al póster de Nirvana, esta frase: “Dos caminos se abrieron ante mí, yo elegí el menos transitado, eso marcó la diferencia”. Y debajo una firma: Robin Williams. Esa frase, para mí, marcó la diferencia. Desde ese día, elegí el camino menos transitado. Si todos caminan en procesión detrás de Michael Jordan, pensé, yo iría detrás del héroe de los Phoenix Suns, el héroe de los perdedores, junto a unos pocos fieles.

El héroe de los perdedores –y que de ahí en adelante sería mi héroe– se llamaba Charles Barkley (o Barkli, como le decían los relatores de la ESPN) y usaba el número 34. Pero debo ser sincero en esto: ser un soldado de Barkley no era fácil. Tenía que oponerme, primero, al acuerdo unánime de la superioridad de Michael Jordan. Era una superioridad objetiva, cuasi matemática, algo así como:

                          goleador + saltar desde la línea de foul + ser superior = Jordan
                                                                    básquet
                                                                                                                                                                    Segundo, Barkley jugaba en una posición distinta de la que jugaba yo. Sucedía que, en general, cada uno de nosotros buscaba un héroe basquetbolístico que tuviera características técnicas similares a las de uno, salvando las enormes distancias. Por ejemplo, Ramiro, luego de una invisible simbiosis, pasó a llamarse, de un día para el otro, Scottie, por Scottie Pippen, el Sancho Panza de Jordan. Yo, sin embargo, no tenía nada que ver con Barkley. Excepto por una cosa.

Barkley, si bien era un gran jugador, era un héroe marginal. Es cierto que formó parte del Dream Team y que en aquella final del 93 fue elegido MVP (es decir, jugador más valioso). Sin embargo, su característica definitoria, la que lo singularizaba al interior de la NBA, era que era un maldito. Un poeta maldito del básquet, un basquetbolista maldito. Y como todos los malditos en serio, cuestionaba, a su manera, el orden, las jerarquías. Que Barkley entrara a la cancha era sinónimo de problemas. De vez en cuando lo expulsaban por insultar a algún árbitro. O se peleaba a piñas con algún contrincante. O, como su compatriota Mohamed Alí, les hablaba durante el partido, quién sabe qué palabras dulces les susurraba al oído. Eso, secretamente, nos hermanaba.

Pero para volverme un “militante barkleyrista” me faltaba una sola cosa: su camiseta. Entre el 93 y el 96 aprendí muchas cosas, pero la más importante fue que los deseos no se cumplen nunca. Durante esos años, inútilmente, íntimamente, la camiseta de Barkley monopolizó mis deseos. Nunca quise tanto envejecer como en el 93, el 94, el 95 y el 96. Necesitaba, para mi economía vital, los tres deseos gratis antes de apagar las velitas. En el 93 lo planeé y durante los tres cumpleaños siguientes fue igual: de los tres, en el 94 y en el 95 con uno deseé ser inmortal, pero en el 96 pedí que Rosario, Inés o Eugenia, indistintamente y si eran las tres mejor, me dieran bola; mientras que con los otros dos pedí lo mismo los tres años –con la esperanza de que si le dedicaba dos deseos habría más probabilidades de que se cumpliera–: que me compraran la camiseta de Charles Barkley.

En el 94, sin embargo, estuve a punto de conseguirla. Mi papá me prometió que si aprobaba el examen de matemática, me iba a hacer un regalo. Vamos todavía, pensé, el deseo se cumple. El día llegó y fue inolvidable: un poco antes de las diez de la mañana, una bomba hizo volar por los aires el edificio de la AMIA, en el barrio de Once. 85 personas murieron y 300 resultaron heridas. A mí, sinceramente, no me importaba nada. Solo pensaba en mi regalo. Pero mi mamá estaba preocupada porque una prima suya, la joven Carmencita, vivía a cinco cuadras de ahí, en su primer departamento de soltera. Intentó comunicarse durante un rato, pero no pudo, por lo que al mediodía decidieron ir a buscarla a la casa. Mi hermano se quedó con mi abuela y yo los acompañé, para tener cerca a mi padre y recordarle con mi presencia lo del regalo que me había prometido. Fue difícil llegar hasta la casa, estaba lleno de coches, de gente, de humo. Mi papá tuvo que estacionar el auto bastante lejos del edificio de Carmencita. Había policías por todos lados y gente llorando. Pero, finalmente, logramos llegar. Tocamos timbre, pero nadie respondía. Recuerdo la cara de mi madre empapada de lágrimas, apoyada en el pecho de mi padre, mirando el portero eléctrico hipnotizada. Luego de unos minutos de tocar el timbre sin recibir respuesta, apareció mi tía caminando con unas bolsas de Coto en cada mano, con el pelo teñido de un rojo sangriento, como el de Andrea del Boca, y unos rulos descomunales, como los de Luisa Kuliok, sus ídolas de aquellos días. Dijo que había sentido un estruendo mientras estaba en la peluquería, pero que no se había enterado de nada. Mis padres se miraron, en silencio. De pronto, mi padre se dio media vuelta en la misma dirección en la que habíamos dejado el auto y comenzó a caminar lentamente. Carmencita, la joven Carmencita, sin percatarse de nada, le preguntó a mi madre qué le parecía su nuevo peinado. Seria, mirándola a los ojos, mi madre le respondió: “Andate a la puta que te parió, Carmencita”. Me tomó del brazo muy fuerte y salimos detrás de mi padre. Aunque de golpe frenó, como quien se olvida de algo, me soltó y volvió sobre sus pasos para decirle: “Y el pelo te queda como el orto”.

En el viaje de vuelta nadie habló. Yo no paraba de pensar en el regalo prometido, aunque no me animaba a decir nada. De pronto, vi por la ventanilla que estábamos llegando a Belgrano y el corazón me empezó a latir a gran velocidad. Aunque era invierno, un calor abrupto se apoderó de mi cuerpo. Al llegar, por Cabildo, a la altura de Juramento, mi padre giró a la izquierda, hacia al lado en donde quedaba la galería de mis sueños. A través del espejo retrovisor, los ojos de mi madre me pidieron que no me comiera las uñas. Mi padre estacionó el auto. Estábamos a solo dos cuadras de la Galería Río de la Plata. Quédense acá, dijo mi padre, ya vuelvo. Tratando de esconder mi ansiedad, le pregunté a mi madre, con el tono más ingenuo que pude, a dónde iba papá. Ella se dio vuelta y dijo, con los ojos rojos, misteriosa: ni idea. A los diez minutos vi, a lo lejos, venir a mi padre con una bolsa. Vi cómo su cuerpo iba creciendo en tamaño a medida que se acercaba con una sonrisa indescifrable. Ya nada podía obstaculizarme. La distancia entre esa bolsa y yo era insignificante. Creo que suspiré aliviado. Estaba a uno pocos pasos de conocer la felicidad. Cuando, de repente, veo que un hombre gordo y otro flaco se paran delante de mi padre y le dicen algo. Veo, entonces, a mi padre mirar su reloj y mirarlos a ellos. Luego veo cómo el gordo lo toma del brazo y el otro le mete las manos en los bolsillos. Veo, también, a mi padre dócil, entregado. Se producen una serie de forcejeos y pierdo de vista la bolsa que traía mi padre. Desesperado, miré en el asiento de adelante a mi madre. Estaba completamente dormida. Vuelvo a mirar hacia donde estaba mi padre y veo a los hombres yéndose, uno para cada lado, pero no podía ver por ningún lado a mi padre. Grité: ¡Mamá! Mi madre se despertó abombada. Mamá, le robaron a papá, le robaron mi regalo. ¿Eh?, dijo mi madre. Entonces vi aparecer primero la cabeza y luego el cuerpo de mi padre, que se levanta del piso, se mete las manos en los bolsillos y mira hacia todos lados desconcertado. Unos segundos después llega finalmente al auto, sin la bolsa. ¿Qué pasó, Felipe?, preguntó mi madre tratando de disimular la voz de dormida. ¿No lo viste, Marcela? ¿Pero qué pasó?, insistió mi madre. Nada, Marcela, nada, dijo mi padre. Y el resto del trayecto que nos quedaba para llegar a casa lo hicimos también en silencio. Nunca más se habló del tema.

Recién en el 96 pude tener la camiseta de Barkley, que, por cierto, era carísima. Pero no fueron mis padres quienes me la compraron, sino yo. Si bien los deseos no me sirvieron para nada, sí me sirvieron los cumpleaños. Porque la plata que pude acumular en los tres cumpleaños me alcanzó para comprármela. Era blanca, tenía una pelota de básquet de fuego que se dirigía en diagonal hacia el hombro izquierdo y en el centro tenía el número 34 en color violeta. Arriba de la imagen decía Suns. Eso del lado de adelante. Atrás tenía el número 34 más grande y el apellido del héroe: Barkley. La usaba hasta para dormir.

En el 97, mucho después de que José Luis Cabezas fuera encontrado en General Madariaga dentro de un Ford Fiesta calcinado, con las manos esposadas y dos tiros en la cabeza y que Teresa Rodríguez, empleada doméstica de 24 años, fuera asesinada en Cutral-Có por una bala que rebotó en el piso e impactó en su cuello proveniente de un arma policial calibre nueve milímetros, salí campeón con mi equipo, Banco Nación, por primera vez. Debajo de la remera del club llevaba, obviamente, la de Barkley, que de manera imperceptible me iría quedando cada vez más apretada. Para esos tiempos Barkley ya no jugaba más en los Phoenix Suns y eso fue todo un dilema. Otra vez, dos caminos se abrían ante mí. O comenzaba a ser hincha de los Houston Rockets, el nuevo equipo de Barkley, o seguía fiel al equipo que me hizo conocerlo. Sinceramente, los Suns sin Barkley eran como el peronismo sin Perón. Por lo que fui fiel a mi héroe. Aunque, y en esto casi no hubo dudas dada la experiencia adquirida, decidí que no empezaría una vez más la odisea de comprarme la nueva camiseta.

En el 99, la vida basquetbolística de Barkley estaba agonizando. Dicen que es normal que uno asocie ciertos acontecimientos a alguna música que escuchaba mientras ocurrían. Yo no puedo dejar de asociar el declive de Barkley con un pintoresco hit que mi primito, Federico, de 4 años, no paraba de repetir y que tenía un estribillo letal que decía “Menem lo hizo”. Mi abuelo, que era Radical, diabético y muy gracioso, ese año tendría su primer infarto, prólogo del segundo, el definitivo, que, viendo en la cama los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre del 2001, lo mataría.

Esa fue la cuarta vez que lloré. La segunda había sido en sexto grado, en el 96, cuando Eliana, que iba a séptimo, me había fusilado con una carta envenenada –que todavía guardo– en la que me despachaba diciendo que “lo nuestro no puede ser, porque vos muy chico para mí...” y dándome el tiro de gracia a la semana siguiente cuando la vi besándose con uno de quinto a la vuelta de la escuela; y sé que hubo una antes, pero no recuerdo los motivos. Sin embargo, la que me interesa mencionar es la tercera, la del 8 de diciembre de 1999, el día que Charles Barkley se despidió del básquet para siempre. Guardo todavía el recorte de la noticia publicada el 10 de diciembre de ese año, el mismo día que De la Rúa asumió su precoz presidencia, en la sección de Deportes del diario Clarín. Dice así:

La NBA se quedó sin Barkley

El retiro de Charles Barkley conmocionó al ambiente de la NBA. El jugador sufrió la rotura del tendón rotuliano de la rodilla izquierda en el partido que su equipo, los Rockets, perdió ante Philadelphia como visitante 83-73. Como la recuperación demandará más de ocho meses, Barkley, que cumplirá 37 años en febrero, entendió que este es el final de su brillante carrera. El potente alero, además un rebelde que no aceptó mansamente las órdenes de la NBA, no pudo conseguir su gran sueño, el título, ya que perdió con Phoenix la final del 93. En la despedida, Barkley agregó: La meta al llegar a la NBA fue darle a mi familia una mejor vida y creo que Dios me lo concedió. Todo el resto ha sido una gran experiencia que jamás olvidaré.

Este es, entonces –tomando prestada aquella famosa sentencia que reventaría como una piñata, desparramando dulces y juguetitos de cotillón sobre la década del 90–, el fin de la historia.

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