Ordenando las repisas
del garage encontré un objeto con historia. Me senté mirándolo y cerrando los
ojos recordé aquélla anécdota.
Sábado a la tarde.
Fiesta de fin de año y entrega de premios en el club.
El campeonato anual
había terminado. Nuestro desempeño no había sido el mejor pero no habíamos
descendido de categoría. Una posición final que al menos conformaba al público
familiar y social del club.
A mí, lo que más me
importaba era haber terminado con las corridas de facultad, estudio,
entrenamientos y partidos. Ya había depositado el palo de hockey en su rincón
del garage. Descansaría ahí al menos dos meses.
Me metí en la ducha y
mientras masajeaba el champú en mi cabeza, imaginaba cómo sería esa noche. El
ruido de agua era la cortina perfecta que separaba la realidad familiar de la
casa con mi necesidad de fantasear con las imágenes de esa noche.
En una escena borrosa
me veía recibiendo el gran premio, “mejor deportista 1987”. La escena no duraba
mucho. La imagen se esfumaba como cuando en el televisor Philco de mi abuela
aparecían primero las rayas y después el ruido a lluvia con un gris que cubría
toda la pantalla. Por momentos la imagen se aclaraba y la que recibía el mismo
premio era Vicky. Esa escena duraba más tiempo. Escuchaba los aplausos … y yo
extendía la crema de enjuague y me desenredaba el pelo.
Terminé mi baño y me
vestí rápidamente con el código de vestimenta de club: remera, jeans, chatitas
y un sweater para el fresco de la noche.
Me sequé el pelo y abrí
la puerta del placard esperando la confirmación que me brindaba el espejo
largo, para salir a esa noche de tanta expectativa.
Mis padres desconocían
la ansiedad que me generaba esta fiesta. Ni ellos ni mi hermana sabían que
además de la cena y la entrega de premios yo esperaba después en la fiesta, ver
a Fernando, con quien había soñado toda la semana.
Mi padre leía y mi mamá
descansaba después de una intervención quirúrgica por sus várices. El médico le
había dicho que tenía que hacer reposo al menos por diez días. Por suerte no me
podían acompañar a la cena.
Me llevaba Silvina, que
vivía a media cuadra de casa y que ya compartía auto con su hermano mayor.
Silvina era puntual así
que llegamos temprano. Entramos al club y no pude evitar acercarme a la cancha.
Parecía un teatro vaciado de sus actores. Todo era quietud en la inmensidad de
ese verde. Era muy raro sentir que el ruido ahora venía de adentro y no de la
cancha. Las líneas blancas de mitad de cancha, las de 25 yardas y de las áreas
resaltaban por la luz de los dos focos altos. Las tribunas vacías, los cercos
desprovistos de público.
Se me generaron
sentimientos encontrados. Me daba nostalgia tener que esperar al año siguiente
para pisar el área con esa adrenalina que produce la competencia. A la vez me
daba mucha paz sentir que los martes y jueves me podría acostar temprano y no
tan cansada y que los sábados ya no almorzaría a las once y media para
concentrar cabeza y cuerpo en la búsqueda de esos dos puntos que semana a
semana, el entrenador, mis compañeras y todo el club, querían ganar.
Mientras suspiraba, sentí alguien por detrás y
de repente, dos manos en mis ojos.
-¿Quién soy?, preguntó-
- Andrea …-
- No-
- Cristina… Siiiii Cris!! Me di vuelta y
me abrazé con mi mejor compañera de equipo. Cristina era de esas amigas que
cuando estabas cambiándote en el vestuario ya sabía cómo había sido tu semana.
- ¡Qué linda noche!, ¿no? ¿Nos sentamos juntas? Me muero por saber
quién saldrá mejor deportista. … Vos te lo merecerías … ¿no lo pensaste?-
- No-, le mentí al instante.-
- Yo te votaría-
- Sabés que Vicky tiene sus seguidores …
y además hizo mucho más goles que yo este año.-
- ¡Que le den el premio de la goleadora
del año entonces!. … Ahora que pienso deberían inventar ese premio , así no
habría confusiones–
Entramos riéndonos al
bar del club y nos servimos unas cervezas.
La gente empezó a
llegar, incluso Vicky, quien no siempre respetaba el código de vestimenta de
club. En realidad ella tenía un código personal que regía para todos los
ámbitos de su vida: llamar la atención.
Vicky apareció con
minifalda, y unos tacos altísimos.
Su entrada nunca pasaba
desapercibida. Todas las miradas se volcaban a ella. En especial, la mirada del
entrenador, para quien Vicky era una jugadora indiscutible. En lo personal, me agotaba correr a su lado
en las jugadas para terminar aplaudiendo su gol. Jamás pasaba la bocha cuando
se acercaba al área. El arco era un imán para ella, y por más que el pase a
otra jugadora estuviese cantado, era capaz de perder esa oportunidad con tal de
intentar convertir su propio gol.-
En el equipo nos
dividíamos entre quienes no soportábamos todo el marketing que hacía con su persona –en ese grupo
estábamos, además de algunas otras, Cristina y yo-, y entre quienes compraban
lo que ella mostraba: la angelical y accidentalmente sensual Victoria. Es que estar de su lado les parecía ventajoso
a muchas, en especial porque estar con ella implicaba que los chicos más lindos
se acercaban.
Vicky usaba el pelo
rubio y largo, y entre unas pocas le habíamos puesto un apodo secreto, en honor
a la canción de Sumo: “La rubia tarada”. Y así era, como en su canción la
describía Luca Prodan: rubia, tarada, bronceada y aburrida….
El comedor del club se
fue llenando. El presupuesto para la fiesta se había discutido como todos los
años y, como casi siempre, se llegó a la conclusión que pizza y cerveza era lo
más adecuado para llegar a un precio accesible para todos.
Nos sentamos en una
mesa con Cristina y seis otras integrantes del equipo.
Vicky, como siempre,
buscaba una mesa cercana a la del equipo de primera división de los varones. No
lo hacía por acercarse a alguno en particular, sino para alimentar esa
sensación de ser mirada que tanto placer le causaba.
Comimos unas cuantas
porciones de pizza y empezamos a ver el movimiento de los integrantes de la
subcomisión hacia la mesa de premios. La entrega comenzó y empezaron por las
divisiones inferiores. Primero las mujeres y después los varones.
Después de largo rato
de aplaudir, y cuando ya estábamos terminando de comer el helado, llegó el
momento crucial: las divisiones superiores. Primero dieron un premio a los
varones, por los partidos ganados en la gira a Europa. Nosotras no habíamos ido
de gira y tampoco habíamos alcanzado un
muy buen puesto en la tabla así que pasaron directamente a otorgar el premio al
mejor deportista, previo discurso de “a qué se llamaba un buen deportista”.
Cristina me miraba y me
sonreía, pero yo sacaba la mirada de ella porque era un momento que me generaba
una ansiedad inexplicable.
De repente, la oración
tan esperada: “Este año, el premio al mejor deportista es para …… Victoria
Castellanos!
No pude ocultar mi
desilusión. Mi cara se desfiguró. Realmente el prólogo no condecía con la
descripción de Vicky.
Airosa, se levantó a
buscar su premio y se abrazó a cada uno de sus votantes: los integrantes de la
subcomisión de hockey
El aplauso fue largo y
seguido de chiflidos y gritos de los varones que aludían especialmente a lo que
ellos veían cada vez que Vicky se inclinaba para saludar y abrazar a alguien,
mostrando todo lo que la minifalda dejaba a la vista
Todas la saludamos
cuando volvíó a su lugar. Aunque a mí me costó más que a nadie. Jamás reconocí
que yo esperaba ese premio, pero mi decepción estaba a la vista en mi cara.
Los sabuesos tarados
–así llamábamos con Cristina a los varones babosos que daban vueltas alrededor
de Vicky- también se acercaron. Y en ese momento subieron el volumen de la
música .
Empezó a sonar “Africa”.
Y en la mesa de Vicky todos corrieron a la pista. Cristina, Silvina y yo, como
buenas fundamentalistas nos quedamos sentadas, despreciando el tema y esperando
la música que valía la pena.
Era increíble,
coincidíamos hasta en los gustos musicales.
Cuando sonaron los Bee
Gees no pudimos más que estallar en carcajadas al ver los pasos ridículos de
Vicky y los sabuesos que la seguían en su parodia. Además, para nuestros oídos,
los Bee Gees eran tan enemigos nuestros como Vicky. Odiábamos los grititos de
esos hermanos.
Seguimos tomando
cerveza y ya empezamos a hacer alguna que otra mezclita con los tragos que
buscábamos de la barra.
El alcohol y la entrada
de Fernando y sus amigos hicieron que nuestro ánimo cambiara.
La música aportó
también lo suyo. Saludamos a nuestros amigos y ni bien escuché sonar U2 – mi
grupo favorito- lo tomé del brazo a Fernando y lo llevé a la pista. Silvina,
Cristina y los demás chicos también se sumaron. Ya estábamos suficientemente
desinhibidas como para imitar los pasos de Bono con sus botas tejanas y nos
acercábamos en esa imitación como en posición amenazante al grupito de Vicky.
Ya los desplazamientos
en la pista de baile eran más complicados. Todo el club estaba bailando salvo
la gente más grande que permanecía charlando en las mesas
De repente llegó el
momento de THE POLICE y como siempre, su ritmo requería bailar a los saltos.
Vicky nos miró envidiando la agilidad de nuestros movimientos ayudados por
nuestras chatitas. Nuestros saltos se acercaban cada vez más a Vicky y sus
seguidores al punto tal que los roces dejaron de ser amistosos.-
La pelea no era clara
pero ya estaba instalada. Nuestros amigos varones, sin saber mucho por qué, se
habían involucrado, y así, sin darnos cuenta cómo habíamos empezado, se
formaron dos bandos.
En su afán competitivo,
Vicky empezó a sacarse sus zapatos, con tal mala suerte que al hacerlo se
patinó con el alcohol que nuestros vasos danzantes habían arrojado al piso. Uno
de sus seguidores lo interpretó como un empujón nuestro y ahí arrancaron las
piñas.
Yo levanté uno de los
zapatos de Vicky y lo escondí en la servilleta de mi mesa y me apuré a
incorporarme a la pista. La poca gente grande que había quedado intervino en
apaciguar las agresiones. Vicky seguía en el piso ayudada ahora por el
entrenador que había observado la caída y presentía una lesión. La levantaron y
la ayudaron a sentarse en una silla aunque no tardaron en llevarla con su
trofeo de mejor deportista a hacerse ver al hospital.
El accidente fue una
interrupción sana de la pelea.
Nosotras nos adueñamos
de la pista y ya con la voz de Sting en Roxanne, me pude concentrar en
Fernando. Cantamos mirándonos a los ojos hasta que el lento de Rod Stewart nos
ayudó a empezar a bailar abrazados. Fernando me dio el primer beso y el premio
a la mejor deportista quedó por un rato en el olvido.
Cuando la música fue
bajando el volumen, me acerqué a la mesa, desenrollé la servilleta y Cristina
no podía creer lo que veía.
Reímos a carcajadas y
decidimos poner el zapato en la biblioteca de mi cuarto como mi trofeo de ese
1987.
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