Por Fernando Lancellotti
Jorge se
conforma con poco, tan poco que puede enumerarlo; “primero, qué mañana no
llueva, segundo; la risa de Brenda, tercero; que no haya cerrado el súper chino
de la otra cuadra, cuarto; el último disco de Don Cherry, quinto; que su vecino
jamás cambie la contraseña de internet, sexto; el culo de Brenda, séptimo; que
después de pagar el alquiler le alcance para una pizza en la barra de Guerrín
con una birra bien helada, cualquier día de la semana.” Sí, así de brutal es su felicidad.
Brenda
también se conforma con poco, pero de vez en cuando quiere cosas imposibles, justo
ahí el mundo real comienza a transcurrir por otro canal que el suyo. Un canal
sin límites, un desvío brusco e incierto. Como si el alma se le escapase del
cuerpo por un rato. Después todo vuelve a la normalidad de una chica de
veintipico.
Una bolsa de nylon transparente es impulsada por
el viento, mide diez centímetros por quince, quizás antes guardara clavos o
galletitas. Ahora se eleva como un barrilete recorriendo la
cuadra, desde la esquina del bar –viene rodando por el asfalto y el cordón–
hasta el cartel de un Lavaerrap, queda enganchada por unos minutos, parece una
bandera, después da un giro inesperado y toma altura.
Son las ocho de la
mañana. Jorge duerme, en una hora tocará
el timbre Brenda y le abrirá con los
ojos hinchados, aún sin haberse bañado. Ella
camina por la calle de la bolsita, mira las vidrieras, piensa que Jorge la espera y acelera el paso. Entra
al súper chino. Compra una Coca, papafritas y los últimos Prime texturados. La
música que suena en el súper la excita, con la vista busca el display del
minicomponente, dice: “Lee Chan”. La china de la caja le pide cambio, Brenda no
entiende, le agradece por las dudas, la mujer insiste: ¡cambio! ¡cambio! Brenda sonríe a medias y le
paga con un billete de cien, pone la caja de preservativos en su morral, con
una mano agarra el paquete de papas y con la otra la Coca. Sale del local. En
los metros que restan hasta lo de Jorge hay una cámara de seguridad que toma a
Brenda: va cándida, parece que recorre un parque de diversiones, a metros de
ella la bolsa acaricia una alcantarilla.
Es medio día sobre la ciudad. Un sol débil
filtra una luz difusa entre las nubes gigantes que avanzan rápido desde el este
y cubren el cielo con figuras raras, animales de otra era, que se deforman a
cada instante en su recorrido. La bolsa esta por alcanzar el segundo piso del edificio de
Jorge. Desde temprano que anuncian un temporal.
Brenda y Jorge se desnudan en el departamento.
Si fueran un verbo serían: comer y
coger, respectivamente. En esas coordenadas se mueven como pez en el agua.
Pasan las horas y es como el primer polvo. Tienen una química similar a la de
los chimpancés; saltan, ríen, trepan, sin otro incentivo que el de su propio
goce. Brenda sale al balcón a tomar aire. Jorge la observa desde la cama.
Ella baila, se expande, estira sus
brazos, mira y provoca a Jorge. Él apoya
la nuca en el respaldo de su trono –un somier de una plaza y media–, la mira,
está cansado, respira, respira, inhala el ambiente viciado de su cuarto y lo expulsa, inhala nuevamente, le duele la
cabeza de coger. La bolsita se posa en el balcón de Jorge como pidiendo
permiso, se arremolina, el viento la mueve de nuevo con leves soplidos, parece
que la pateara alguien invisible. Planea,
desciende un poco y vuelve a subir
errante. El día está gris.
Brenda se sienta en la baranda del balcón – una
pared de hormigón de algo más de un metro de alto–, le hace señas a Jorge para que salga y ríe
como si estuviera en una montaña rusa. La puerta de vidrio corrediza permanece
cerrada, desde adentro del departamento ya se sienten las primeras ráfagas. El
pelo de Brenda se estira tanto que parece que va en una moto. Jorge, se levanta
de la cama, renguea descalzo, va al vestidor. Ahora la bolsa revolotea en la
terraza del edificio. Esta sucia.
Si bien
todavía no llueve, un vendaval inclina el paisaje. Jorge apenas escucha un
silbido que se filtra por la
hendija. Brenda resiste las ráfagas,
tararea una canción. La bolsita quedó atrapada en un travesaño de la terraza,
se infla inútilmente, el golpeteo del plástico contra sí mismo produce el
sonido de un cortocircuito, quiere
desprenderse del edificio junto a la ropa tendida y los broches, pero no puede.
Comienza a llover torrencialmente. Brenda
entra empapada, le pide una toalla a Jorge que la arroja al piso como una limosna.
Se seca con fastidio, se siente atraída por el afuera, quiere seguir en la baranda del balcón,
inmersa en ese éxtasis climático. Jorge abre una lata de sardinas, sirve un
Fernet y dice: “es lo único que queda y el chino cerró”. Sin internet la música
se apaga. Una gota de sangre sobre la sábana. Brenda se indispuso. La bolsa
está aplastada por el agua dos pisos arriba.
El arcoíris
cruza la ciudad de punta a punta y el sol salpica de naranja las medianeras de
los edificios. Son las seis de la tarde y una calma ronda el aire, la calma
posterior a las catástrofes. Un silencio similar al de los cementerios es
interrumpido por una sirena, quizás la alarma de un auto o una ambulancia.
Brenda se aburre adentro, discute con Jorge, entra en aquel canal extraño, como
si su naturaleza hubiese mutado. Sale angustiada al balcón. El cielo abierto y
despejado, la acobija del interior del departamento. Se trepa a la baranda como
lo había hecho antes. Con la boca atrae todo el viento posible. La corriente
fresca del pampero que viene del oeste es la dosis que ella necesita. Jorge la increpa: “¡Entras
o te vas!”. Brenda entra, atraviesa el departamento como un rayo, da un
portazo, toma el ascensor y pulsa planta
baja, sin embargo los números digitales del tablero indican lo contrario y la
lleva para arriba. Mientras sube recuerda el display del minicomponente en el
súper, es turquesa igual que éste, también recuerda la voz dulce de Lee Chan.
El corazón le late. Esta llegando al
último piso. La bolsa ya liberada, sobrevuela el edificio. Brenda piensa en volver, tocar el
timbre y pedirle perdón. Pero cuando se detiene el ascensor pulsa nuevamente el
botón de planta baja.
Jorge, arrepentido,
baja corriendo por la escalera. En el descanso del segundo saluda al portero,
casi sin aire. Sus ojos siguen los escalones, un espiral que lo marea.
Una quietud
reina en la atmósfera, la total ausencia de viento y la ley de gravedad hacen
que la bolsa descienda tranquila como un paracaidista.
Brenda sale rápido. Jorge la alcanza antes de
que cruce la calle, la toma de la cintura, ella
no ofrece resistencia, intenta besarla. Los dos miran hacia arriba. Se hace de noche y
la bolsa apenas brilla; por unos
segundos, el taco de Jorge la aprisiona contra las baldosas de la vereda y un
pedacito sobresale, igual que el ala de una mariposa. Brenda baja los párpados,
pestañea, quizás una basurita en el ojo, algo la hace lagrimear. Se ríen y
entran juntos al edificio. La bolsa se arrastra por el cordón y desaparece por el sumidero.
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