Mamá siempre me decía que lo más importante era
tener un buen corazón. Así también excusaba las macanas de todo el barrio:
“-Reinaldo es medio torpe pero tiene un buen corazón” o “-Pola es lela, fue sin
querer que rompió la muñeca. Nunca lo haría a propósito” y sin dejar espacio,
todo seguidito, agregaba “-Tiene un buen corazón”. Esa frase era como un
paredón que se alzaba frente a cualquier tipo de cuestionamiento u objeción que uno podía hacer acerca de las
intenciones del otro. Y yo, irremediablemente, cada vez que la escuchaba, me
quedaba pensando en qué era eso de tener un buen corazón. Si uno nacía con ese
corazón como si se tratara de un don especial, si era un talento que se les
daba a los bobos para compensar sus torpezas, si era más bien equitativamente
distribuido, si se entrenaba con el tiempo y el buen carácter. Pero la mayor
parte de mis pensamientos rondaban en tratar de entender de qué material era
ese corazón. Si se trataba de un corazón tierno como la masa de pan casero, si era
un corazón tan blanco y polvoso como la harina que flotaba en la cocina de doña
Chela cuando hacía tortas fritas, si era un corazón rosa o celeste o fucsia
furioso. Después de pensar horas enteras tirada en el pasto, panza arriba,
terminaba por convencerme de tenía que ser un corazón tipo pastel. Dulce y
esponjoso como el merengue y seguro también, era brillante como el caramelo del
flan que hacía la tía Guadalupe para los cumples del abuelo. Otras veces, me
entraba la duda de si todos los corazones buenos no serían como esos
sangrientos y llenos de espinas que se mostraban en la capilla del colegio y
para remediar estos asaltos al ánimo, enseguidita también pensaba que bien
podrían ser como el corazón alegre y noble del Chapulin colorado.
Mamá insistía con eso del buen corazón cada vez
que yo peleaba con las vecinas de la casa de enfrente porque su perro caniche y
medio histérico se prendía de las pelotas de tenis que invadían su jardín.
“-Mica, un buen corazón”, y a continuación hacía un gesto con las manos tan
parsimonioso como si estuviese orquestando un coro de ángeles que yo nunca
terminaba por ver. Claro que mamá a veces se enojaba y revoleaba los ojos,
aplaudía como llamando al orden a todos sus impulsos desbandados y se iba
derechito al piano a convocar una nueva sonata por la paz universal. Entretanto
yo me limitaba a imaginar que en mi pecho crecía un ramillete de camelias con pétalos
tan flojos que al menor soplo de viento, se sacudían y perdían la calma. A lo
que le seguía un profundo temor de quedar hecha un tapiz de pétalos caídos a
causa del temblor. ¿Qué haría yo sin un buen corazón? Rezaba, claro. Todas las
noches, invocaba a todos los santos conocidos, a la abuela y María purísima sin
pecado concebida para que me diera un corazón, ya no bueno, pero al menos sí
uno fuerte y robusto.
Curiosamente, papá nunca decía nada acerca del
asunto del buen corazón. A veces, en las sobremesas, cuando a mamá se le
escapaba su frase favorita, lo miraba de reojo para ver sí hacía algún gesto
que pudiese delatar qué era lo que él pensaba. Pero él nunca se inmutaba.
Seguía como si tal, metido en su corazón bien apretujado y cerrado como un candado
oxidado. Intuía que papá sabía bien de qué color era el corazón bueno, qué
gusto tenía y cómo se sentía. Pero él con su gran su bigote blanco moviéndose
de un lado a otro mientras masticaba, nunca abría la boca.
Un día se me ocurrió preguntarle a la maestra
de plástica si ella sabía lo que era un buen corazón. Estábamos en el pasillo y
acababa de sonar el timbre del recreo. Entró igual al aula y sacó un espejo de
su cartera. “-Vamos afuera”, dijo. Fuimos al patio y me dio el espejo. Me
dijo que buscara los rayos del sol sobre mi cara. También agregó algo acerca de la luz y del calor tibio de los buenos corazones.
Durante todo el recreo, y era el recreo largo,
me la pasé tratando de atrapar esos misteriosos rayos. Ya sobre el final, antes
de volviera a sonar el timbre, me senté en una de las esquinas del patio y miré
al espejo fijamente. Era un espejo redondo con una cubierta de carey, de esos
que usan las mujeres para pintarse. La cabeza me hervía, como si todas mis ideas fueran burbujas efervescentes que no encontraban salida y quedaban agolpadas contra mi cráneo. Para colmo, seguía dudando de haber entendido bien lo
que la maestra había querido decir con su mensaje
retorcido. Un buen corazón, como un rayo de luz reflejado en un espejo. Miraba
el espejo, miraba el sol y miraba mi pecho. Una y otra vez. Los nervios iban creciendo en
escalada. Y ya podía sentir el temblor de todo mi ramillete a punto de volar en mil
pedazos.
Un buen corazón. Un caro corazón. Sonó la
campana y marché al aula. En la sala de profesores encontré a mi maestra de
plástica y le devolví el espejo. Me preguntó si me sentía bien y para evitar
cualquier otra sugerencia de su parte le dije que sí, esforcé una sonrisa que salió
media chueca y aceleré el paso dirigiéndome al aula.
De ahí, en más nunca más quise saber nada de
los corazones buenos. En cambio, empecé a torturarme con nuevas preguntas
acerca de los reflejos en los espejos.
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