domingo, 8 de septiembre de 2013

Caro cuore

Mamá siempre me decía que lo más importante era tener un buen corazón. Así también excusaba las macanas de todo el barrio: “-Reinaldo es medio torpe pero tiene un buen corazón” o “-Pola es lela, fue sin querer que rompió la muñeca. Nunca lo haría a propósito” y sin dejar espacio, todo seguidito, agregaba “-Tiene un buen corazón”. Esa frase era como un paredón que se alzaba frente a cualquier tipo de cuestionamiento  u objeción que uno podía hacer acerca de las intenciones del otro. Y yo, irremediablemente, cada vez que la escuchaba, me quedaba pensando en qué era eso de tener un buen corazón. Si uno nacía con ese corazón como si se tratara de un don especial, si era un talento que se les daba a los bobos para compensar sus torpezas, si era más bien equitativamente distribuido, si se entrenaba con el tiempo y el buen carácter. Pero la mayor parte de mis pensamientos rondaban en tratar de entender de qué material era ese corazón. Si se trataba de un corazón tierno como la masa de pan casero, si era un corazón tan blanco y polvoso como la harina que flotaba en la cocina de doña Chela cuando hacía tortas fritas, si era un corazón rosa o celeste o fucsia furioso. Después de pensar horas enteras tirada en el pasto, panza arriba, terminaba por convencerme de tenía que ser un corazón tipo pastel. Dulce y esponjoso como el merengue y seguro también, era brillante como el caramelo del flan que hacía la tía Guadalupe para los cumples del abuelo. Otras veces, me entraba la duda de si todos los corazones buenos no serían como esos sangrientos y llenos de espinas que se mostraban en la capilla del colegio y para remediar estos asaltos al ánimo, enseguidita también pensaba que bien podrían ser como el corazón alegre y noble del Chapulin colorado.


Mamá insistía con eso del buen corazón cada vez que yo peleaba con las vecinas de la casa de enfrente porque su perro caniche y medio histérico se prendía de las pelotas de tenis que invadían su jardín. “-Mica, un buen corazón”, y a continuación hacía un gesto con las manos tan parsimonioso como si estuviese orquestando un coro de ángeles que yo nunca terminaba por ver. Claro que mamá a veces se enojaba y revoleaba los ojos, aplaudía como llamando al orden a todos sus impulsos desbandados y se iba derechito al piano a convocar una nueva sonata por la paz universal. Entretanto yo me limitaba a imaginar que en mi pecho crecía un ramillete de camelias con pétalos tan flojos que al menor soplo de viento, se sacudían y perdían la calma. A lo que le seguía un profundo temor de quedar hecha un tapiz de pétalos caídos a causa del temblor. ¿Qué haría yo sin un buen corazón? Rezaba, claro. Todas las noches, invocaba a todos los santos conocidos, a la abuela y María purísima sin pecado concebida para que me diera un corazón, ya no bueno, pero al menos sí uno fuerte y robusto.
Curiosamente, papá nunca decía nada acerca del asunto del buen corazón. A veces, en las sobremesas, cuando a mamá se le escapaba su frase favorita, lo miraba de reojo para ver sí hacía algún gesto que pudiese delatar qué era lo que él pensaba. Pero él nunca se inmutaba. Seguía como si tal, metido en su corazón bien apretujado y cerrado como un candado oxidado. Intuía que papá sabía bien de qué color era el corazón bueno, qué gusto tenía y cómo se sentía. Pero él con su gran su bigote blanco moviéndose de un lado a otro mientras masticaba, nunca abría la boca.
Un día se me ocurrió preguntarle a la maestra de plástica si ella sabía lo que era un buen corazón. Estábamos en el pasillo y acababa de sonar el timbre del recreo. Entró igual al aula y sacó un espejo de su cartera. “-Vamos afuera”, dijo. Fuimos al patio y me dio el espejo. Me dijo que buscara los rayos del sol sobre mi cara. También agregó algo acerca de la luz y del calor tibio de los buenos corazones.
Durante todo el recreo, y era el recreo largo, me la pasé tratando de atrapar esos misteriosos rayos. Ya sobre el final, antes de volviera a sonar el timbre, me senté en una de las esquinas del patio y miré al espejo fijamente. Era un espejo redondo con una cubierta de carey, de esos que usan las mujeres para pintarse. La cabeza me hervía, como si todas mis ideas fueran burbujas efervescentes que no encontraban salida y quedaban agolpadas contra mi cráneo. Para colmo, seguía dudando de haber entendido bien lo que la maestra había querido decir con su mensaje retorcido. Un buen corazón, como un rayo de luz reflejado en un espejo. Miraba el espejo, miraba el sol y miraba mi pecho. Una y otra vez. Los nervios iban creciendo en escalada. Y ya podía sentir el temblor de todo mi ramillete a punto de volar en mil pedazos.
Un buen corazón. Un caro corazón. Sonó la campana y marché al aula. En la sala de profesores encontré a mi maestra de plástica y le devolví el espejo. Me preguntó si me sentía bien y para evitar cualquier otra sugerencia de su parte le dije que sí, esforcé una sonrisa que salió media chueca y aceleré el paso dirigiéndome al aula.
De ahí, en más nunca más quise saber nada de los corazones buenos. En cambio, empecé a torturarme con nuevas preguntas acerca de los reflejos en los espejos. 

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