El peor
viernes en muchos años. La noticia había que digerirla. Me echaron. Necesidad
de reducir personal por parte de la empresa. La solución: despedir a unos
cuantos empleados. Y ahí estaba yo, con el problema en mis manos.
Esa
noche no quise dar la noticia en casa. Cenamos los cuatro la pizza de los
viernes, un rato de televisión y a dormir.
No
lo compartí más que con la almohada. Me desperté temprano el sábado con dolores en todo el cuerpo y me fui
a leer el diario a la plaza solo.
Ni
bien encontré un banco libre, me senté, abrí
el diario y no pude leer ni un solo título.
Me
refregué los ojos. Me tapé la cara como queriendo negar lo que había pasado,
deseando que todo se detuviera y que el lunes todo empezara igual.
Mi
enojo encontraba una interpretación en el griterío de las cotorras que
sincronizaban sus quejidos superponiéndolos unos con otros. Jamás llegaban a la
melodía y tampoco me dejaban percibir con precisión el canto de algún que otro
pájaro que cada tanto pretendía hacer un solo.
Esa
confusión de ruidos se parecía mucho al enredo de mis pensamientos
De
repente escuché tres ladridos de un perro que quería callar a esas cotorras
desordenadas y que me hizo acordar que debía salir de esa confusión y que
alguna idea iba a tener que empezar a procesar.
No
tenía ni ganas de abrir los ojos. Ni una mínima intención de reaccionar.
El
rugido de un colectivo pareció llevarse
un poco del aire puro que me rodeaba y en pocos segundos sonó una especie de
estornudo agudo con el que seguramente frenaba. Todo empezaba a moverse y a
hacer ruido.
Casi
encima de mis pies sentí rueditas que se deslizaban sobre el cemento del camino
central de la plaza como una etiqueta que se pega y despega del piso. Luego, el
balbuceo de un bebé. Probablemente un cochecito que no quise ver. No tenía
ánimo para sonreírle a la infancia.
Un metal
golpeando contra un cuerpo que me hizo imaginar algún manojo de llaves de
alguien con un camino certero.
Las
cotorras ya no estaban solas y eran la música de fondo de una orquesta que
trataba de encontrar sus tiempos. Yo tampoco encontraba mi ritmo y mis ideas
seguían desordenadas. En mi mente, recuerdos
aislados de una rutina que jamás se repetiría.
Interrumpía en
mis pensamientos la fricción de algo contra el piso, como dos pies
arrastrándose y frotando el cemento y la voz poco clara de un adulto que
parecía haberse modificado después de una larga noche de alcohol y soledad.
Escuchar eso me trajo resignación.
Tres
golpes de puertas de auto me avisaban que otras personas iban a compartir el
espacio. Charlas inentendibles escuchadas en las pausas de las “eses” con algún
énfasis de enojo me recordaban que no era yo el único con problemas esa mañana.
Un ruido
tembloroso de alguna moto vieja y el
aleteo de un motor gasolero que casi parecía un helicóptero me generaban la
sensación de que aunque lento, debía empezar a arrancar nuevamente con algo.
Los
pasos de alguien aplomado me marcaron un ritmo distinto.
Enseguida
atrás, el ruido de una bicicleta, con su clac clac del pedaleo, y el gemido del
asiento de su conductor inquieto. Quizás mi problema era tan sencillo de
resolver como la mecánica de esa bicicleta.
La respiración
exhausta en el soplido rítmico del jadeo de un perro, interrumpía mi deseo de
equilibrio y me volvía a la tensión.
Puntas
de zapatos golpearon contra el piso en ritmo marcado como queriendo empezar a
bailar un tango. Con la intención de imponer un ritmo distinto, una trompeta en
dos tiempos, aunque con sentido más realista, debo reconocer que tendría que
ser un conductor queriendo imponer su voluntad a otro con dos golpes en una
bocina.
Otro baile: golpes
más livianos y un ritmo de tres tiempos que indicaba el salticado de una nena
alegre.
Los
minutos pasaban, y los ruidos se me hacían menos claros, menos individuales, no
tan identificables y más partes de un todo, de una diversidad a la que me debía
adaptar.
Cada
vez más pasos con distintos pesos, con distintos ritmos, frases sueltas, ruedas
y más ruedas, llanto de bebe, voz de anciana sobre silla de ruedas, ladridos,
bocinas, motores suaves, temblorosos, algunos que parecían roncar, portazos,
chillidos de frenados, risas, silbido de pájaro, y siempre de fondo, el
parloteo de las cotorras. Una orquesta en el momento de juntar todos los instrumentos.
En
ese todo, debía ya pensar cómo encajar, cómo caminar, cómo cantar, cómo bailar,
… Abrí los ojos y tomé la sección Clasificados. Ya era tiempo de reaccionar.
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