jueves, 26 de septiembre de 2013

MUCHO RUIDO



El peor viernes en muchos años. La noticia había que digerirla. Me echaron. Necesidad de reducir personal por parte de la empresa. La solución: despedir a unos cuantos empleados. Y ahí estaba yo, con el problema en mis manos.

                Esa noche no quise dar la noticia en casa. Cenamos los cuatro la pizza de los viernes, un rato de televisión y a dormir.

                No lo compartí más que con la almohada. Me desperté temprano el  sábado con dolores en todo el cuerpo y me fui a leer el diario a la plaza solo.

                Ni bien encontré un banco libre, me senté, abrí  el diario y no pude leer ni un solo título.

                Me refregué los ojos. Me tapé la cara como queriendo negar lo que había pasado, deseando que todo se detuviera y que el lunes todo empezara igual.

                Mi enojo encontraba una interpretación en el griterío de las cotorras que sincronizaban sus quejidos superponiéndolos unos con otros. Jamás llegaban a la melodía y tampoco me dejaban percibir con precisión el canto de algún que otro pájaro que cada tanto pretendía hacer un solo.

                Esa confusión de ruidos se parecía mucho al enredo de mis pensamientos

                De repente escuché tres ladridos de un perro que quería callar a esas cotorras desordenadas y que me hizo acordar que debía salir de esa confusión y que alguna idea iba a tener que empezar a procesar.

                No tenía ni ganas de abrir los ojos. Ni una mínima intención de reaccionar.

                El  rugido de un colectivo pareció llevarse un poco del aire puro que me rodeaba y en pocos segundos sonó una especie de estornudo agudo con el que seguramente frenaba. Todo empezaba a moverse y a hacer ruido.

                Casi encima de mis pies sentí rueditas que se deslizaban sobre el cemento del camino central de la plaza como una etiqueta que se pega y despega del piso. Luego, el balbuceo de un bebé. Probablemente un cochecito que no quise ver. No tenía ánimo para sonreírle a la infancia.

Un metal golpeando contra un cuerpo que me hizo imaginar algún manojo de llaves de alguien con un camino certero.

                Las cotorras ya no estaban solas y eran la música de fondo de una orquesta que trataba de encontrar sus tiempos. Yo tampoco encontraba mi ritmo y mis ideas seguían desordenadas. En  mi mente, recuerdos aislados de una rutina que jamás se repetiría.

Interrumpía en mis pensamientos la fricción de algo contra el piso, como dos pies arrastrándose y frotando el cemento y la voz poco clara de un adulto que parecía haberse modificado después de una larga noche de alcohol y soledad. Escuchar eso me trajo resignación.

                Tres golpes de puertas de auto me avisaban que otras personas iban a compartir el espacio. Charlas inentendibles escuchadas en las pausas de las “eses” con algún énfasis de enojo me recordaban que no era yo el único con problemas esa mañana.

Un ruido tembloroso de alguna moto vieja y  el aleteo de un motor gasolero que casi parecía un helicóptero me generaban la sensación de que aunque lento, debía empezar a arrancar nuevamente con algo.

                Los pasos de alguien aplomado me marcaron un ritmo distinto.

                Enseguida atrás, el ruido de una bicicleta, con su clac clac del pedaleo, y el gemido del asiento de su conductor inquieto. Quizás mi problema era tan sencillo de resolver como la mecánica de esa bicicleta.

La respiración exhausta en el soplido rítmico del jadeo de un perro, interrumpía mi deseo de equilibrio y me volvía a la tensión.

                Puntas de zapatos golpearon contra el piso en ritmo marcado como queriendo empezar a bailar un tango. Con la intención de imponer un ritmo distinto, una trompeta en dos tiempos, aunque con sentido más realista, debo reconocer que tendría que ser un conductor queriendo imponer su voluntad a otro con dos golpes en una bocina.

Otro baile: golpes más livianos y un ritmo de tres tiempos que indicaba el salticado de una nena alegre.

                Los minutos pasaban, y los ruidos se me hacían menos claros, menos individuales, no tan identificables y más partes de un todo, de una diversidad a la que me debía adaptar.

                Cada vez más pasos con distintos pesos, con distintos ritmos, frases sueltas, ruedas y más ruedas, llanto de bebe, voz de anciana sobre silla de ruedas, ladridos, bocinas, motores suaves, temblorosos, algunos que parecían roncar, portazos, chillidos de frenados, risas, silbido de pájaro, y siempre de fondo, el parloteo de las cotorras. Una orquesta en el momento de juntar todos  los instrumentos.

                En ese todo, debía ya pensar cómo encajar, cómo caminar, cómo cantar, cómo bailar, … Abrí los ojos y tomé la sección Clasificados. Ya era tiempo de reaccionar.

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