Querido amigo:
Quitarse la cabeza no es
complicado. Yo le transmito mi experiencia, como usted me pide, pero no se
olvide de ir a ver a Mauro porque él le sabe explicar mejor que yo. Las
instrucciones que él me dio en su momento son éstas:
1. Coloque sus pulgares a cada lado de la cabeza,
justo detrás del lóbulo de la oreja. Para saber si ubicó los dedos en la
posición correcta verifique que la falange distal del pulgar se encuentre
presionando la base del cráneo.
2. Junte las yemas de los dedos índice por detrás de
su nuca y apóyelas a la altura de la última vértebra cervical.
3. Ahora coloque el resto de los dedos sobre el cuero
cabelludo. Trate de que el dedo meñique presione la parte superior del
occipital. No permita que los dedos se choquen. Las yemas de los dedos deben
apoyarse sobre el cuero cabelludo a un intervalo de distancia por cada recuerdo.
No lo olvide: recuerdos infantiles a mano izquierda; demás recuerdos, a mano
derecha.
4. Ahora, apoyándose en los pulgares, tire suavemente
para arriba. Sentirá un alivio inmediato.
Yo tomé la decisión hace dos
años y medio y me hizo mucho bien. Si usted sigue las instrucciones, no corre
riesgos. Entiendo su situación, tan parecida a la mía cuando me decidí, aunque
hay que decir, en su caso, que su esposa no dejó entrar tanta nieve ni se le
apareció con los tres gatos del vecino.
En cuanto a mí, Gloria dejó
la puerta tan abierta que mamá quedó completamente congelada; el escritorio,
todo blanco; una montaña de nieve con su cúspide metida en mi guardarropas y la
única ladera visible terminando de caer bajo la cama. Eso es algo que
difícilmente se tolere. Yo volvía en bicicleta del trabajo y no tuve que
acercarme a la casa para darme cuenta de que era nuestro turno. La nube se veía
a mil metros de distancia. Era la nube de siempre, gorda, con forma de perro
hambriento, casi palpable. Colgaba de un cielo absurdamente limpio, como si
alguien hubiera estado pintando un telón de fondo para que ella pudiera instalarse
sobre la casa y jugar a su arbitrio con lo nuestro. En un momento, tuve que
bajarme de la bicicleta porque ya no había sendero: pura nieve acumulada
alrededor de la casa. Enseguida empecé a notar el frío que me subía por las
piernas.
A poco de andar, mis pies se
hundían en ese lodo blanco y no había fuerza capaz de alzarlos nuevamente. Tuve
que ponerme en cuatro patas y gatear con cuidado. Cuando llega esa nube, amigo,
uno entiende la lejanía. Llegué a casa arrastrándome como una alimaña
prehistórica. Encontré a mamá acostada sobre la cama, los tres gatos enroscados
a sus pies. Todos muertos. Ahora la nube le tocó a usted. Yo lo entiendo tanto.
Mire, la vida descabezada es una gran cosa. Téngalo presente y vea si se
atreve.
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