domingo, 1 de junio de 2014

PLAZO DE GRACIA

Se terminó la jornada laboral del lunes y mi cabeza explotaba. Odiaba dejar las cosas para último momento. Nunca antes en mi profesión había usado el “plazo de gracia”. Para los dichosos que no sufren esa corrida intelectual, les cuento que el plazo de gracia son las dos horas extras que se nos conceden a los abogados el día siguiente al que vence una presentación judicial.
La maldita última prueba que consiguió el cliente.
Sí, hubo que esperar los datos, transcribir lo que había visto ese último testigo, y en especial ubicarlo, saber su nombre y apellido, su documento, su domicilio.
Yo ya no tenía la paciencia de una principiante. Y a esa altura mi tranquilidad valía más la pena que cualquier prueba. Pero acepté esa espera y la tensión de hacer todo a último momento.
Llegué a la oficina, recibí el ansiado dato, lo incluí en la hoja correspondiente, armé los juegos de copias y salí disparada. Eran las nueve y dos minutos.
Ni bien abrí la puerta del edificio algo se me cruzó entre las piernas, me tropecé y caí en la vereda desparramando las hojas que llevaba en mi carpeta. Era un gato. Un gato negro.
Un hombre vio la escena y me ayudó a recoger las hojas del piso. Tenía un rostro relajado. En su espalda se apoyaba la funda de un instrumento, un violín supuse. Me entregó las hojas y yo me quedé envidiando su paz, su actividad, … su ausencia de “plazos de gracia”!.
Juntamos todo entre los dos y yo lo guardé lo más rápido que pude, cerrando la carpeta de cuero.
Caminé rápido espiando de reojo cómo cambiaba el minutero, nueve y diez. Tenía que entregar el escrito antes que el aparato que registra la hora de presentación marcara nueve y treinta.
Retomé mi camino concentrándome en mis pasos y en el tránsito de peatones.
Toda persona en la calle me resultaba un obstáculo a sortear.  
Llegué a la boca del subte y cuando estaba a punto de bajar las escaleras vi un cartel que decía “Servicio interrumpido accidente Disculpe las molestias”.
Me quedé un minuto parada sin saber cómo seguir. Había cronometrado mi camino hacia el juzgado y tanto mi tropezón como este nuevo inconveniente habían complicado mis tiempos.
Tenía que empezar a caminar rápido en el medio de ese desastre que es el centro porteño.
                        Apoyé la carpeta sobre mi cartera para trabarla y así evitar que su movimiento me molestara. Caminé detrás de un hombre que mientras hablaba por su celular se movía de izquierda a derecha entorpeciendo mi senda. Me le acerqué lo más que pude para que entendiera que tenía que caminar derecho y en una de sus movidas lo pasé por la derecha.
                        Miraba los semáforos para calcular el lugar dónde cruzar y  así aprovechar al máximo los minutos. Ya eran nueve y quince y me faltaban unas cuantas cuadras. Ni bien llegué a la esquina elegida para cruzar, el muñequito rojo del semáforo dejaba de titilar para quedarse quieto y dos turistas desplegaron un mapa que me impidió cruzar en esos últimos segundos. Miré para otro lado para no ser el blanco de la pregunta.
Crucé en el otro sentido. Permanecer parada no era una opción a esa altura. De repente a mi lado, un hombre con anteojos oscuros y bastón blanco.
-          ¿Me ayuda a cruzar la avenida?
No podía ignorarlo, y además la proximidad de la semana santa me carcomía la conciencia. La verdad es que ya hacía tiempo que no me privaba de la carne ni hacía ningún esfuerzo hacia el prójimo. Ni siquiera estaba yendo a misa. Y la presencia del ciego me había puesto el dedo índice de mi madre en mi cara, como si todavía viviera y la tuviera ahí.
Obviamente crucé al ciego deseando que ese bastón blanco fuera una varita mágica que redujera las cuadras que me faltaban. Ni bien terminé de cruzar el hombre me agradeció y yo busqué desde lejos el próximo dibujito del peatón en el semáforo, detrás de dos adolescentes que se reían y hacían movimientos abruptos hacia los costados. Analicé cómo pasarlos tanto o más que lo que estudié el armado de la demanda que llevaba en la carpeta. Ni bien pude aceleré en el momento adecuado y dejaron de ser obstáculo.
Sí, ya me había convertido en un auto en autopista que zigzaguea para adelantarse a los lentos, con el riesgo de estrellarse en cualquier momento.
Avancé con pasos cada vez más largos. Mi respiración se empezó a acelerar. Miraba de lejos mi muñeca para sólo confirmar que la aguja larga de mi reloj no estuviera en el seis… No llegaba a ver con precisión ya que mis anteojos hacían de vincha en mi cabeza, pero todavía las agujas no habían llegado ahí abajo.
En Lavalle manifestantes con banderas rojas copaban calle y veredas con algún reclamo frente a la Cámara de Apelaciones del Trabajo. El cansancio a esa altura me llevaba a recordar mis discusiones en casa a la hora de elegir la carrera. Si hubiese estudiado psicología, estaría ahora sentada con anotador y lápiz frente a un lindo diván y algún divertido inconsciente. O también podría haber entrado a Filosofía y Letras y jamás habría tenido que correr por un plazo. Mis padres deberían haberse dado cuenta que estudiar derecho era moralmente más complicado que fumarse un faso de marihuana con los estudiantes de filosofía, o quizás yo debería haber insistido más en esas otras opciones.
Últimamente me cuestionaba mucho mi rutina laboral. No sabía si tenía que ver con alguna instancia de mi terapia o si realmente era hora de cambiar de rumbo, de dejar de litigar…. Litigar… pensaba … significa  llevar las diferencias a una disputa formal … a un juicio. .. Y mi psicóloga me había dicho ¿Qué es diferente para usted?  ¿le cuesta aceptar las diferencias?
Nueve y veintitrés. Se me mezclaban los nervios del apuro y esos pensamientos que solían invadirme en mis caminatas solitarias. Mis piernas se esforzaban para llegar a un lugar, para lograr un objetivo que ya estaba cansada de perseguir. Eso hacía el camino y el apuro todavía más agotador.  Cada cuadra que sumaba, mi cara se endurecía y el ceño se fruncía agregando alguna que otra arruga.
Pisé una baldosa floja y me salpiqué ni supe dónde. No podía detenerme.
Eludí bolsas, maletines, señoras mayores y finalmente llegué al edificio del Juzgado. Subí los cuatro escalones de la entrada y seguí la carrera para ganarle a las personas que se dirigían a los ascensores. Sí, para tomar el ascensor hay que hacer una cola, y para eso también nos disputamos un lugar los abogados. Mi psicóloga se hubiese reído si se lo hubiese contado. Y quizás yo también me hubiese reído si en el idealismo de las discusiones de la facultad entre el positivismo y el jus naturalismo me hubiesen avisado que ésto iba a ser parte de mi vida laboral. Habría que avisarles a los estudiantes, pensaba … Como también habría que avisarles a las madres en dulce espera … que el nacimiento, el postparto y la educación de los hijos no es tan “dulce” como la publicidad les muestra.
Entre última en el ascensor con espacio para seis personas, apreté el número cuatro a pesar de estar iluminado. Otra manía de la especie judicial. Como si tuviéramos que reafirmar a dónde vamos.
Finalmente llegué al ansiado mostrador del juzgado.
-                     Buen día, tengo un dos primeras …-
-                     Doctora, estamos todos nosotros antes que usted- dijo un colega.
Le contesté con el poco aire y humor que la corrida me había dejado.
- Pero estoy diciendo que tengo un dos primeras. Sólo estoy pidiendo que pongan el cargo en el escrito. Estoy muy justa con el horario-.  
El empleado judicial tomó mis hojas y colocó la última en ese odioso aparato metálico que al sonar marcó la hora.
Para mi sorpresa cuando me lo entregó decía 9.32. Es decir, había llegado tarde. Tarde para entregar en término. Tarde para ser leído. Tarde para litigiar y contestar esa bendita demanda para lo cual había corrido y agregado arrugas a mi cara y cuestionamientos a mi profesión. Tan tarde como dos minutos que le había hecho perder la oportunidad de defenderse a mi cliente, de litigar. Y a mí obviamente perder al cliente.
Pero ahí había empezado mi propio litigio.
Miré al empleado que me entregó esa especie de timbrado condenatorio y  le dije – ¿Usted no se había dado cuenta que yo dije que necesitaba un “dos primeras”?
Su respuesta jamás me llegó porque de ahí en más no paré de hablar –por así decirlo- por un buen rato.
-¿Qué es ese estúpido plazo de gracia?. Al fin y al cabo para qué carajo estudiamos todos esos años? ¿Para que dos minutos nos quiten nuestros derechos?.
Todas las caras de ambos lados del mostrador me miraban como si yo fuera una actriz en el medio de un escenario.
Y eso me enfureció. -¿Y ustedes? ¿Qué me miran? ¿Nunca llegaron dos minutos tarde? ¡Qué grave!, ¿no? Dos minutos tarde! Qué lo parió, diría mi abuelo, eh- ¡Dos minutos tarde! Ja! Estuvimos al menos cinco años ahí estudiando todos ustedes y yo para llegar a la conclusión después de tantos eruditos desde Platón a Kelsen que dos minutos son más que importantes para saber si alguien tiene o no derecho. Somos todos unos pelotudos, si sí, usted no se sonroje porque dije pelotudos, en el medio de un tribunal.- 
De adentro del juzgado se iba asomando la figura del prosecretario.
Algo distinto pasó después de haber dicho “pelotudos”. Claro, no era una palabra que hubiese estado descripta en ninguno de los códigos. Eso escapaba a los vocablos utilizados en el ámbito judicial. Y fue el comienzo del desastre. El empleado que me había atendido comenzó a moverse rápido y a tomar un teléfono fijo con el prosecretario a su lado. Yo seguía monologando mientras algunos se retiraban despacio como cuando se ve a un loco y se tiene miedo a que se la agarre con uno. Otros trataban de concentrarse en sus expedientes haciendo como que yo no estaba.
-                     ¿No se van a espantar ahora porque dije pelotudo, no? O acaso no saben qué quiere decir pelotudo? – Apareció el secretario del juzgado y yo seguía como quien no encuentra un freno.
-                     ¿Quieren que llame al profesor Grondona para que les explique qué es un pelotudo?- dije mirando a abogados, empleados, prosecretario y secretario.
-                      Pelotudos son todos ustedes y también yo, por supuesto… .- Quise apoyar la cartera en la mesa de entradas y cuando lo hice se cayó mi libro al piso. “Así habló Zaratustra”, Nietzsche. Las miradas se centraron en ese objeto como intentando atar cabos.
Mientras me agachaba para levantarlo, dos personas que vestían el mismo uniforme se me acercaron y me tomaban de cada brazo.
-                     Por favor doctora, le pedimos que se retire. Nosotros la acompañamos.
-                     ¡Sáquenme las manos de encima! ¿O acaso cometí algún delito? Somos todos abogados acá. Lo único que dije es que somos pelotudos.
De repente, el juez se acercó a la mesa de entradas, con una hoja que parecía haber impreso y me dijo que me acercara. Que quería que firmara un acta. Divisé en el texto algo de la moral y las buenas costumbres, aunque mis anteojos seguían en mi cabeza así que no pude leer bien, pero antes que me dijera nada se lo rompí en la cara y con mi brazo derecho barrí todos los expedientes que estaban apoyados sobre la mesa.  
Empujada por los hombres de seguridad y sin dejar de despotricar, terminé en la calle devastada como si hubiese corrido la maratón más larga.
 Me senté en los escalones de la entrada mientras veía los pasos a mi lado. Empecé a revisarme. Me pasé la mano por la cabeza tratando de peinarme. Vi manchas en mis zapatos gamuzados y en mi pantalón. Mi blusa estaba arrugada y la transpiración se mostraba claramente en la tela. Las hojas con el nueve y treinta y dos grabado habían quedado mordidas por el cierre de la carpeta de cuero. Sentía calor en mi cara y en mi pecho.

Apoyé todo en mi falda, y sosteniendo me cabeza caí en la cuenta que en pocos días me citarían en el Colegio de Abogados. Seguramente faltaría al llamado del Tribunal de Disciplina y en su lugar visitaría  la facultad de filosofía y letras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario