Se terminó la jornada
laboral del lunes y mi cabeza explotaba. Odiaba dejar las cosas para último
momento. Nunca antes en mi profesión había usado el “plazo de gracia”. Para los
dichosos que no sufren esa corrida intelectual, les cuento que el plazo de
gracia son las dos horas extras que se nos conceden a los abogados el día
siguiente al que vence una presentación judicial.
La maldita última prueba que
consiguió el cliente.
Sí, hubo que esperar los
datos, transcribir lo que había visto ese último testigo, y en especial
ubicarlo, saber su nombre y apellido, su documento, su domicilio.
Yo ya no tenía la paciencia
de una principiante. Y a esa altura mi tranquilidad valía más la pena que
cualquier prueba. Pero acepté esa espera y la tensión de hacer todo a último
momento.
Llegué a la oficina, recibí el
ansiado dato, lo incluí en la hoja correspondiente, armé los juegos de copias y
salí disparada. Eran las nueve y dos minutos.
Ni bien abrí la puerta del
edificio algo se me cruzó entre las piernas, me tropecé y caí en la vereda
desparramando las hojas que llevaba en mi carpeta. Era un gato. Un gato negro.
Un hombre vio la escena y me
ayudó a recoger las hojas del piso. Tenía un rostro relajado. En su espalda se
apoyaba la funda de un instrumento, un violín supuse. Me entregó las hojas y yo
me quedé envidiando su paz, su actividad, … su ausencia de “plazos de gracia”!.
Juntamos
todo entre los dos y yo lo guardé lo más rápido que pude, cerrando la carpeta
de cuero.
Caminé
rápido espiando de reojo cómo cambiaba el minutero, nueve y diez. Tenía que
entregar el escrito antes que el aparato que registra la hora de presentación marcara
nueve y treinta.
Retomé
mi camino concentrándome en mis pasos y en el tránsito de peatones.
Toda
persona en la calle me resultaba un obstáculo a sortear.
Llegué
a la boca del subte y cuando estaba a punto de bajar las escaleras vi un cartel
que decía “Servicio interrumpido accidente Disculpe las molestias”.
Me
quedé un minuto parada sin saber cómo seguir. Había cronometrado mi camino
hacia el juzgado y tanto mi tropezón como este nuevo inconveniente habían
complicado mis tiempos.
Tenía
que empezar a caminar rápido en el medio de ese desastre que es el centro porteño.
Apoyé
la carpeta sobre mi cartera para trabarla y así evitar que su movimiento me
molestara. Caminé detrás de un hombre que mientras hablaba por su celular se
movía de izquierda a derecha entorpeciendo mi senda. Me le acerqué lo más que
pude para que entendiera que tenía que caminar derecho y en una de sus movidas
lo pasé por la derecha.
Miraba
los semáforos para calcular el lugar dónde cruzar y así aprovechar al máximo los minutos. Ya eran
nueve y quince y me faltaban unas cuantas cuadras. Ni bien llegué a la esquina
elegida para cruzar, el muñequito rojo del semáforo dejaba de titilar para
quedarse quieto y dos turistas desplegaron un mapa que me impidió cruzar en
esos últimos segundos. Miré para otro lado para no ser el blanco de la pregunta.
Crucé en el otro sentido.
Permanecer parada no era una opción a esa altura. De repente a mi lado, un
hombre con anteojos oscuros y bastón blanco.
-
¿Me ayuda a cruzar la avenida?
No
podía ignorarlo, y además la proximidad de la semana santa me carcomía la
conciencia. La verdad es que ya hacía tiempo que no me privaba de la carne ni
hacía ningún esfuerzo hacia el prójimo. Ni siquiera estaba yendo a misa. Y la
presencia del ciego me había puesto el dedo índice de mi madre en mi cara, como
si todavía viviera y la tuviera ahí.
Obviamente
crucé al ciego deseando que ese bastón blanco fuera una varita mágica que
redujera las cuadras que me faltaban. Ni bien terminé de cruzar el hombre me
agradeció y yo busqué desde lejos el próximo dibujito del peatón en el semáforo,
detrás de dos adolescentes que se reían y hacían movimientos abruptos hacia los
costados. Analicé cómo pasarlos tanto o más que lo que estudié el armado de la
demanda que llevaba en la carpeta. Ni bien pude aceleré en el momento adecuado
y dejaron de ser obstáculo.
Sí,
ya me había convertido en un auto en autopista que zigzaguea para adelantarse a
los lentos, con el riesgo de estrellarse en cualquier momento.
Avancé
con pasos cada vez más largos. Mi respiración se empezó a acelerar. Miraba de
lejos mi muñeca para sólo confirmar que la aguja larga de mi reloj no estuviera
en el seis… No llegaba a ver con precisión ya que mis anteojos hacían de vincha
en mi cabeza, pero todavía las agujas no habían llegado ahí abajo.
En Lavalle
manifestantes con banderas rojas copaban calle y veredas con algún reclamo
frente a la Cámara de Apelaciones del Trabajo. El cansancio a esa altura me
llevaba a recordar mis discusiones en casa a la hora de elegir la carrera. Si
hubiese estudiado psicología, estaría ahora sentada con anotador y lápiz frente
a un lindo diván y algún divertido inconsciente. O también podría haber entrado
a Filosofía y Letras y jamás habría tenido que correr por un plazo. Mis padres
deberían haberse dado cuenta que estudiar derecho era moralmente más complicado
que fumarse un faso de marihuana con los estudiantes de filosofía, o quizás yo
debería haber insistido más en esas otras opciones.
Últimamente
me cuestionaba mucho mi rutina laboral. No sabía si tenía que ver con alguna
instancia de mi terapia o si realmente era hora de cambiar de rumbo, de dejar
de litigar…. Litigar… pensaba … significa
llevar las diferencias a una disputa formal … a un juicio. .. Y mi
psicóloga me había dicho ¿Qué es diferente para usted? ¿le cuesta aceptar las diferencias?
Nueve
y veintitrés. Se me mezclaban los nervios del apuro y esos pensamientos que
solían invadirme en mis caminatas solitarias. Mis piernas se esforzaban para
llegar a un lugar, para lograr un objetivo que ya estaba cansada de perseguir.
Eso hacía el camino y el apuro todavía más agotador. Cada cuadra que sumaba, mi cara se endurecía y
el ceño se fruncía agregando alguna que otra arruga.
Pisé
una baldosa floja y me salpiqué ni supe dónde. No podía detenerme.
Eludí
bolsas, maletines, señoras mayores y finalmente llegué al edificio del Juzgado.
Subí los cuatro escalones de la entrada y seguí la carrera para ganarle a las
personas que se dirigían a los ascensores. Sí, para tomar el ascensor hay que
hacer una cola, y para eso también nos disputamos un lugar los abogados. Mi
psicóloga se hubiese reído si se lo hubiese contado. Y quizás yo también me
hubiese reído si en el idealismo de las discusiones de la facultad entre el
positivismo y el jus naturalismo me hubiesen avisado que ésto iba a ser parte
de mi vida laboral. Habría que avisarles a los estudiantes, pensaba … Como
también habría que avisarles a las madres en dulce espera … que el nacimiento,
el postparto y la educación de los hijos no es tan “dulce” como la publicidad
les muestra.
Entre
última en el ascensor con espacio para seis personas, apreté el número cuatro a
pesar de estar iluminado. Otra manía de la especie judicial. Como si tuviéramos
que reafirmar a dónde vamos.
Finalmente
llegué al ansiado mostrador del juzgado.
-
Buen día, tengo un dos primeras …-
-
Doctora, estamos todos nosotros antes que
usted- dijo un colega.
Le
contesté con el poco aire y humor que la corrida me había dejado.
- Pero
estoy diciendo que tengo un dos primeras. Sólo estoy pidiendo que pongan el
cargo en el escrito. Estoy muy justa con el horario-.
El
empleado judicial tomó mis hojas y colocó la última en ese odioso aparato
metálico que al sonar marcó la hora.
Para
mi sorpresa cuando me lo entregó decía 9.32. Es decir, había llegado tarde.
Tarde para entregar en término. Tarde para ser leído. Tarde para litigiar y
contestar esa bendita demanda para lo cual había corrido y agregado arrugas a
mi cara y cuestionamientos a mi profesión. Tan tarde como dos minutos que le
había hecho perder la oportunidad de defenderse a mi cliente, de litigar. Y a mí
obviamente perder al cliente.
Pero
ahí había empezado mi propio litigio.
Miré
al empleado que me entregó esa especie de timbrado condenatorio y le dije – ¿Usted no se había dado cuenta que
yo dije que necesitaba un “dos primeras”?
Su
respuesta jamás me llegó porque de ahí en más no paré de hablar –por así
decirlo- por un buen rato.
-¿Qué
es ese estúpido plazo de gracia?. Al fin y al cabo para qué carajo estudiamos
todos esos años? ¿Para que dos minutos nos quiten nuestros derechos?.
Todas
las caras de ambos lados del mostrador me miraban como si yo fuera una actriz
en el medio de un escenario.
Y eso
me enfureció. -¿Y ustedes? ¿Qué me miran? ¿Nunca llegaron dos minutos tarde?
¡Qué grave!, ¿no? Dos minutos tarde! Qué lo parió, diría mi abuelo, eh- ¡Dos
minutos tarde! Ja! Estuvimos al menos cinco años ahí estudiando todos ustedes y
yo para llegar a la conclusión después de tantos eruditos desde Platón a Kelsen
que dos minutos son más que importantes para saber si alguien tiene o no
derecho. Somos todos unos pelotudos, si sí, usted no se sonroje porque dije
pelotudos, en el medio de un tribunal.-
De
adentro del juzgado se iba asomando la figura del prosecretario.
Algo
distinto pasó después de haber dicho “pelotudos”. Claro, no era una palabra que
hubiese estado descripta en ninguno de los códigos. Eso escapaba a los vocablos
utilizados en el ámbito judicial. Y fue el comienzo del desastre. El empleado
que me había atendido comenzó a moverse rápido y a tomar un teléfono fijo con
el prosecretario a su lado. Yo seguía monologando mientras algunos se retiraban
despacio como cuando se ve a un loco y se tiene miedo a que se la agarre con
uno. Otros trataban de concentrarse en sus expedientes haciendo como que yo no
estaba.
-
¿No se van a espantar ahora porque dije
pelotudo, no? O acaso no saben qué quiere decir pelotudo? – Apareció el
secretario del juzgado y yo seguía como quien no encuentra un freno.
-
¿Quieren que llame al profesor Grondona para
que les explique qué es un pelotudo?- dije mirando a abogados, empleados,
prosecretario y secretario.
-
Pelotudos son todos ustedes y también yo, por
supuesto… .- Quise apoyar la cartera en la mesa de entradas y cuando lo hice se
cayó mi libro al piso. “Así habló
Zaratustra”, Nietzsche. Las miradas se centraron en ese objeto como
intentando atar cabos.
Mientras
me agachaba para levantarlo, dos personas que vestían el mismo uniforme se me
acercaron y me tomaban de cada brazo.
-
Por favor doctora, le pedimos que se retire.
Nosotros la acompañamos.
-
¡Sáquenme las manos de encima! ¿O acaso
cometí algún delito? Somos todos abogados acá. Lo único que dije es que somos
pelotudos.
De
repente, el juez se acercó a la mesa de entradas, con una hoja que parecía
haber impreso y me dijo que me acercara. Que quería que firmara un acta. Divisé
en el texto algo de la moral y las buenas costumbres, aunque mis anteojos
seguían en mi cabeza así que no pude leer bien, pero antes que me dijera nada
se lo rompí en la cara y con mi brazo derecho barrí todos los expedientes que
estaban apoyados sobre la mesa.
Empujada por los hombres de
seguridad y sin dejar de despotricar, terminé en la calle devastada como si
hubiese corrido la maratón más larga.
Me senté en los escalones de la entrada mientras
veía los pasos a mi lado. Empecé a revisarme. Me pasé la mano por la cabeza
tratando de peinarme. Vi manchas en mis zapatos gamuzados y en mi pantalón. Mi
blusa estaba arrugada y la transpiración se mostraba claramente en la tela. Las
hojas con el nueve y treinta y dos grabado habían quedado mordidas por el
cierre de la carpeta de cuero. Sentía calor en mi cara y en mi pecho.
Apoyé todo en mi falda, y
sosteniendo me cabeza caí en la cuenta que en pocos días me citarían en el
Colegio de Abogados. Seguramente faltaría al llamado del Tribunal de Disciplina
y en su lugar visitaría la facultad de
filosofía y letras.