lunes, 4 de noviembre de 2013

Umbral

Entré a lo de Fernanda resignada. Era la décima psicóloga que consultaba en menos de un año. Mi vida se había desbandando totalmente en los últimos 12 meses. Había paseado por todos los tipos de consultorios: con diván, con almohadones, con cuadros de Klimt, con cuadros de Van Gogh o de Dalí, con luz tenue, con paredes color pastel, con música de Enya en la sala de espera, con olor a sahumerio impregnado en los sofás. Había ya probado con hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ultra psicoanalistas y cognitivos empecinados en devolverme el control sobre mi vida. Había experimentado con distintos medicamentos y hasta me había sometido a la histórica hipnosis sin conseguir ningún cambio. O al menos, ninguno que fuera positivo.
Desde chica tenía el hábito de hablar mientras dormía. No solo eso sino que había veces que caminaba en la casa, recorría las habitaciones, me sentaba en el living y despertaba al otro día durmiendo en el sillón o en el medio de la mesa del comedor familiar. Mi mamá había consultado varias veces pero siempre la tranquilizaban y le decían que no era nada malo, que era común hablar y caminar estando dormido. Ella insistió con distintos médicos y especialistas pero al tiempo decidió que lo mejor era no hacerle caso a su instinto y resignarse a creer lo que le decía el resto, pensando que tal vez con la ayuda de la maduración de por medio las cosas iban a mejorar.

Durante toda mi infancia y adolescencia tuve esta especie de doble vida, onírica y diurna. En general no era molesto, los episodios nocturnos eran cortos y solía ser una sonámbula muy pacífica. El problema se hacía evidente cuando iba a dormir a lo de algunas amigas o cuando estaba peleada con alguno de mis hermanos pero lo peor era cuando íbamos de vacaciones a la casa de mis tías abuelas maternas. Ahí todo lo manso de mi sonambulismo desaparecía y muchas veces me despertaban porque estaba insultado a la tía Eulalia o diciendo barbaridades acerca del tío Carlos. Pero eso sí, nunca golpeaba a nadie. Me limitaba a sacar todos los trapitos al sol e iniciar disputas familiares que luego se continuaban durante todo el verano. Porque muchas de las cosas que decía dormida, no eran meros disparates, sino que estaban bien plantadas en los entredichos y laberintos familiares. Así que si bien nadie se la agarraba conmigo, muchas veces me encontraba con caras largas al día siguiente, y escuchaba breves pero contundentes reproches entre mis tías y mi madre. Con el tiempo, dejamos de ir a lo de las tías. Nunca supe si eso se debió a mis actos de salvajismo verbal nocturno o si fue a causa de una gran disputa familiar que terminó por romper varias ramas del árbol genealógico materno.
El año pasado cuando cumplí 28, las cosas empezaron a tomar un tono más difuso. En mis dos dimensiones. Decidí cambiar de trabajo, me mudé a vivir sola y corté con el novio de toda mi vida que se suponía iba a ser mi marido. Algunos astrólogos dicen que los 28 son un número cabalístico y representan un umbral donde lo que hasta entonces era tu cielo pasa a ser tu suelo. El saturnaso, como le llaman los entendidos en el tema, puede acarrear numerosas crisis y transformaciones. Y yo empiezo a creer bastante en esa teoría.
Cuando me mudé a vivir sola, mis sueños empezaron a cobrar cada vez mayor realidad. Se mantenían claro, los clásicos que consistían en sutiles transformaciones de lo que vivía diariamente o representaciones de situaciones temidas, próximas o remotas. Pero además de esos, empezaron a aparecer los sueños rimbombantes, como les llamaba. Representaciones insólitas de mi vida subterránea donde se mezclaban ideas, palabras, personas y situaciones de la realidad y cosas que jamás habían sucedido ni tenían la más remota posibilidad de suceder. La diferencia de estos sueños es que tenían componentes tan reales que al día siguiente dudaba acerca de qué había sucedido en la realidad y qué en el sueño. Sobre todo, dudaba porque encontraba algunas evidencias. Era como si mi sonambulismo y mis sueños hubiesen sellado un pacto. Antes mis sueños iban por un carril y mi sonambulismo por otro. Ahora, en cambio, si soñaba que estaba en el medio de una noche en la playa, llena de viento, tocando la guitarra, al otro día podía encontrar el ventilador prendido al máximo en pleno invierno, la tierra de las macetas tiradas en el piso y, por si fuera poco, un vaso con restos de caipiriña a medio tomar en el balcón.
Amigas mías me decían que las había llamado la noche anterior, les hablaba de mi vida y, les preguntaba acerca de las suyas, como si mantener una conversación en plena madrugada fuera algo de lo más normal, y hasta había veces que les increpaba algún reproche que conscientemente había decidido guardarme. También encontraba cosas sucias en la cocina, como si no hubiese nada mejor para hacer a las cinco de la mañana que cocinar el plato gourmet de tu vida, y hasta incluso me sorprendía a mi misma con anotaciones y escritos con ideas nada despreciables para mi trabajo. El colmo fue cuando uno de mis vecinos vino a pedirme por favor que mantuviera la puerta bien cerrada a la noche porque me habían visto circulando sonámbula en los pasillos y que tratara de no poner tan alto el volumen de la música.
El asunto era alarmante. En general, al día siguiente tenía el cuerpo molido, como si me hubiese pasado la noche entera en plena juerga. Me levantaba con ojeras, derecho para ir al trabajo. Y ahí, cuando empezó mi maratón por los distintos consultorios y salas de esperas, me di cuenta de un problema adicional. Uno más. Todos los psicólogos aman los sueños. Trabajan a partir de los sueños, depositan su esperanza en los sueños y hasta viven de los sueños. A veces, en mis momentos de iluminación repentina entre sesión y sesión, pensaba que si se los quitaran, probablemente sus horas de trabajo se reducirían a la mitad. Así que ni bien yo planteaba el asunto de los sueños, todos quedaban muy contentos y satisfechos y no comprendían la gravedad del asunto. Más bien, se ponían en seguida a tratar  de desenredar ese lío de imágenes y actividades que surgían de mi inconsciente en cada noche.
La medicación no me ayudaba ni un poco. No sólo me dejaba durmiendo más de lo que ya dormía, sino que exacerbaba todos mis síntomas y me volvía más torpe en mi sonambulismo. Ahora no solo caminaba, sino que además aparecía con moretones y quemaduras, solo explicables por mi aparente fascinación por la cocina nocturna. Cuando llegué a tener el primer corte, descubrí que fue queriendo deleitarme con una torta de manzanas, dejé la medicación.
Los psicoanalistas me hacían dormir en el diván para poder observarme, los cognitivos me daban tareas para que hiciera cuando estaba en estado de sueño REM, los jungianos invocaban a la sombra e intentaban dilucidar junto con mi ayuda y mis asociaciones libres, los símbolos ocultos de todo ese entramado. Aún así no tenía muchas más opciones que seguir probando.
Un amigo experto en astrología me recomendó que fuera a lo de Fernanda, que no era exactamente una psicóloga sino más bien una curandera que había estudiado psicología, meditación oriental, reiki, homeopatía y otras artes igual de oscuras para mi mente racional.
Llegué a su casa -no tenía consultorio-, un día martes, después de una noche infernal. Me pidió que le cuente qué era lo que me estaba pasado. Inmediatamente, desenrollé mi papiro de síntomas que ya para ese entonces tenía bien memorizado. Mientras hablaba, Fernanda solo me miraba. No tomaba notas, no grababa, no buscaba cosas en su consultorio, ni ponía cara de circunstancia. Cuando terminé, dijo que mi situación era del todo novedosa para ella. Me pidió que le cuente un poco más acerca de los tratamientos anteriores. Yo tenía mucho sueño, y para variar estaba agotada. Después de eso dijo que no tenía ninguna explicación de lo que pasaba, que lo único que podíamos hacer era ir viendo si mi inconsciente colaboraba y en el mejor de los casos, lograr entrenarlo y ver qué tal resultaba. Habló de una revolución de los astros y de una saturación energética en el ciclo del sueño. Había que improvisar, dijo. Yo estaba atónita. Contesté que iba a pensarlo y salí de su casa convencida de que la curandera estaba más loca que yo.
Me fui derecho para mi cama y enseguida quedé dormida. Esa misma noche soñé que una señora muy alta, de unos tres metros, vestida con una túnica púrpura y un sombrero con una lechuza embalsamada, entraba a mi casa y me invitaba a tomar un té. Mi té. Me proponía resolver un problema que yo no tenía, pero decía que para eso había que estar desnudas. Por supuesto, yo obedecía y me desnudaba y también tomaba el té. Y luego me dictaba una lista de todas las personas que iban a morir al día siguiente. Y también tomaba nota de todo eso.
Cuando me desperté, estaba desnuda y tenía una taza de té en la mesa de luz. Me fui a trabajar con la lista de muertos anotada en la agenda y no tuve mejor idea que comprar el diario del día. Y todos sus muertos coincidían con los míos. Mientras tomaba mi tercer café y luego de haber despachado varias de los pendientes que tenía atrasados en el trabajo, pensaba en que era la primera vez que mis sueños tenían algo que ver con el arte de predecir el futuro. Lo más curioso del caso era la vieja de tres metros. O los muertos. No podría haberme decidido. La llamé a Fernanda esa misma tarde y le dije que necesitaba comentarle una cosa más.
Nos vimos a la noche. Le conté todo lo que recordaba del sueño y lo que había sucedido luego al despertar. Estaba claro que yo no había matado a nadie. Mi sonambulismo nunca hubiese llegado tan lejos pero de dónde todos esos nombres, no tenía la menor idea. Volvió a insistir en su tratamiento pero le dije que todavía no estaba dispuesta a experimentar. Le pregunté si no había otra alternativa. No quería seguir profundizando en mi inconsciente sino todo lo contrario. Dijo que podíamos seguir un tratamiento como los que ya había probado pero que eso no iba a traer ninguna solución radical. Y al decir eso, quedo mirándome de brazos cruzados y se mordió los labios. Me resultó un poco antipático de su parte esa perspectiva. Como si estuviera insinuando que yo no estaba a la altura de las circunstancias que mi inconsciente presentaba.  
En las semanas siguientes, los sueños con la vieja se empezaron a repetir con algunos cambios en el repertorio. A veces tomábamos el té, otras veces tirábamos las cartas o leíamos la borra del café. Encontraba cartas de baraja española o palitos chinos o escarbadientes desparramados por todo lo largo y ancho de mi casa y listas interminables de nombres de personas que jamás en mi vida había conocido. Los nombres estaban en todos los idiomas. En inglés, en español, en italiano, portugués, alemán, japonés y hasta en mandarín. En vida había visto siquiera un ideograma chino. Al lado de los nombres había fechas. Y siempre eran fechas futuras, estimaba que eran fechas de defunción. Algunas veces también aparecía otra figura humana o media humana en el sueño. Un enano vestido con una túnica negra y curiosamente siempre llevaba alguna mascara veneciana. Algunos días encontraba extrañas mezclas de huevos, pelos, cáscaras de distintas frutas, aceites y hasta fósforos quemados en la cocina. Como si durante la noche hubiese estado realizado algún acto de magia negra. Cuando empecé a ver esos indicios corrí desesperada a lo de Fernanda y acepté sin dudar su tratamiento.
Me dijo que mi caso le parecía único y excepcional. Y que iba a dedicarme tres noches a la semana para poder observar mi comportamiento. Así que los lunes, miércoles y viernes venía a casa a eso de las 9. Yo seguía mi rutina habitual. En general, cenábamos juntas y me iba a dormir. Ella tomaba notas y filmaba todo lo que ocurría durante la noche. Nunca me despertaba. En cambio, tomaba cuidadosa atención de las cosas que decía, lo que escribía, y especialmente, veía en qué momentos yo podía irme a dormir, es decir, en qué momentos podía dormir profundamente sin sueños ni interrupciones. Trataba de encontrar un patrón en mi comportamiento pero lo único que encontraba era una fuerza ciega que me conducía.
Por esos días, mi trabajo iba de mal en peor. Un día entré a mi oficina, tarde para variar y estaba mi jefe sentado esperándome. Me dijo que me notaba muy estresada y que debería tomarme unas vacaciones o una licencia, lo que fuera pero que así no servía. Aunque la idea de dejar mi trabajo no me gustaba ni un poco, tenía que aceptar que prácticamente mi cabeza estaba por entera abocada a dictar sentencias de muertes futuras y tener reuniones con personalidades del mundo subterráneo. Así que acepté tomarme unos días fuera con la esperanza de volver en algún momento.
Entretanto mi tratamiento iba produciendo algunos avances por decirlo de algún modo optimista. La curandera estaba convencida que la vieja de 3 metros y el enano de las máscaras reencarnaban arquetipos inconscientes relacionados con la muerte, el pasaje a otra vida o a otro nivel de conciencia. Mi comportamiento nocturno seguía siendo pacífico y obediente. Parecía como si hubiese logrado una especie de comunicación energética con elementos del más allá o del más acá, de eso no estábamos seguras. Mantenía un sueño regular hasta aproximadamente las dos de la mañana. Ahí o bien me levantaba súbitamente de la cama o bien empezaba a conversar con alguno de los personajes. Siempre dejaba registrado algún nombre con una fecha. Eso era un patrón que se repetía. Más allá de esos pequeños datos, todo lo demás era impredecible. A veces gritaba, otras me ponía a bailar alguna danza que, según Fernanda, tenía reminiscencias de algún rito africano a partir del que los muertos podían purificar el alma y dejar que migrara hacia otros estados energéticos. En las noches de luna creciente, me maquillaba la cara o me pintaba el cuerpo, descorría las cortinas y permanecía tirada en el balcón. En esos casos, Fernanda estaba pronta para apagar todas las luces de la casa y evitar cualquier escándalo de los vecinos.  
En uno de esos días dijo que íbamos a hacer una prueba. Pero me pidió que no le preguntara nada acerca de qué se trataba. Ella iba a trabajar con mi inconsciente y luego, al día siguiente me contaría lo que había sucedido. Me dijo que no quería que de ninguna manera mi conciencia interfiriera en el entrenamiento. Que era mejor ser reservados. Me pareció razonable así que accedí. Antes de que comenzará mi fase lunar, pero después de que me hubiese ido a dormir, dejó sobre un mantel una tiza, un pañuelo de mujer, una medalla y una alianza. Esa noche tuve cita con el enano. Lo primero que me indicó al despertarme fue que me bañara porque estaba sucia. Discutí fuertemente. No quería limpiarme y el enano insistía en que tenía que bañarme, cortarme el pelo y darle la plata que le debía. Al rato de resoplar y dar vueltas en la cama me levanté y fui a bañarme. Me corté el pelo y lo tiré al inodoro. Fernanda me dijo que no dije nada al respecto pero que probablemente estuviese obedeciendo al enano. Luego me dirigí al living donde estaba el mantel con los objetos. Me senté en el suelo y empecé a masticar el pañuelo, la medalla y la alianza y luego escupí. Tomé la tiza y anote tres fechas. Me levanté y seguí peleando un largo rato con el enano. Pero la curandera no logró escuchar lo que discutía porque hablaba en secreto.  Al tiempo, empecé a anotar en otro papel más fechas hasta que en un momento me detuve repentinamente, di un beso a uno de los potus que está en el balcón y me quedé dormida en el sillón del living.
La medalla, el pañuelo y la alianza eran objetos de personas que Fernanda conocía. Me dijo que había mucha gente que deseaba saber cuándo iban a morir algunos seres cercanos. A veces por intereses personales, otras por desesperación, otras por codicia. Mucha gente que estaba dispuesta a pagar por saber esas fechas. Y yo o el enano o la vieja de tres metros nunca errábamos en los cálculos. Podíamos seguir intentado y así poder pagar el tratamiento e incluso, tener un ingreso que me permitiera vivir relajadamente. Para ese entonces yo había logrado recuperar cierto descanso. Si bien estaba despierta todas las noches, el no tener que ir a trabajar me permitía poder dormir algunas horas más y estar más despejada durante el día. También podía descansar y no precisaba tener que estar gastando energías extras en el trabajo o en cualquier otra actividad. Pero el asunto de la plata se estaba ajustado. La idea de usufructuar con mi inconsciente me parecía de lo más tentador. Más sabiendo que mi inconsciente no paraba de usufructuar conmigo.
A la noche después de hacer mi trabajo y antes de volverme a dormir profundamente, empezaba a repetir: “-quién a costas de qué, quién a costas de qué”. A veces gritaba y me enojaba mucho. Siempre con el enano. Nunca con la vieja. Y cumplía con todos los objetos. Cada vez teníamos más clientes, más demanadas y más plata. 
Pero al día siguiente siempre era igual. Recordaba muy poco de lo que había sucedido durante la noche. Prácticamente nada. Todo lo que sabía era porque veía los restos de las actividades desparramadas en la casa o porque Fernanda me lo contaba. Ya no estaba ni destruida ni desesperada. Estaba cansada sí, pero como si alguien me estuviese chupando lo que hasta entonces había sido mi vida. A veces veía a mis amigas y las escuchaba hablar de sus planes de casamiento, o iba a fiestas e intentaba conocer a algún tipo. Pero la sola idea de irme a dormir y que apareciera el enano macabro invitándome a una de sus extravagantes celebraciones me hacía desistir de cualquier intento. Terminaba siempre por volverme a mi cama y esperar que al otro día mi inconsciente me sorprendiera con alguna torta y una lista de futuros muertos.
En las semanas siguientes, empecé a levantarme con palpitaciones, el cuerpo traspirado y el gris presentimiento de que uno de esos días cualquiera iba a levantarme y encontrar escrita con letra de mi propio puño mi fecha de defunción. Otras veces, tenía miedo de abrir los ojos y encontrar a la curandera asesinada en algún rincón de la casa. Y es que Fernanda no lo sabía, pero el enano reconocía su presencia e inmediatamente empezaba a manifestar su desprecio. El enano la odiaba y pretendía que yo la echara del negocio, la echara de mi casa, y la echara de mi vida. Y lo cierto era que la curandera, había ido acomodando mi vida y mis intereses de acuerdo a lo que más le convenía. Para ese entonces ya había determinado que debíamos compartir la misma casa y con la excusa de que debía protegerme y acompañarme todas las noches, se había deshecho de todas sus otras actividades. Ella era la cara visible del negocio, la que traía los clientes y la que manejaba toda la plata que ingresaba. Y siempre me mantenía al margen de todas sus conexiones. Además mi ánimo ayudaba poco. La mayoría de los días estaba tirada en la cama tratando de encontrar en qué momento mi vida se había transformado en lo que era. Lloraba, rezaba, prendía velas y buscaba libros que me ayudaran a entender lo que pasaba. Y lo peor de todo es que esto ahora lo hacía en estado de plena conciencia. Al principio, Fernanda había tratado de congraciarse conmigo a base de regalos, platos exquisitos, estrenos de películas, y hasta un día invito a todos sus amigos de meditación oriental a hacer una oración comunitaria pidiendo por la integración de mi espíritu disociado. Pero con el tiempo y viendo que las palpitaciones, los sudores, los miedos y las depresiones aumentaban, empezó a increparme que yo no sabía ser agradecida con todo lo que ella hacía por mi y debía sobreponerme de una vez por todas y aceptar que esta era mi vida ahora. Fue un tarde horrible. El sol todavía brillaba afuera. Detrás de las ventanas. Y yo solo podía ver como poco a poco las sombras de los edificios se recostaban unas sobre otras, unas sobre otras, haciendo crecer la oscuridad.
Esa misma noche desesperada y sin que la curandera se diera cuenta metí entre los objetos que había traído una cadena mía. Y como todos los días de los últimos meses, después de comer me fui a dormir. Me costó conciliar el sueño y Fernanda, tal vez percibiendo que se había excedido con sus comentarios, me trajo una bolsa de agua caliente y me hizo unos masajes.
Al día siguiente, cuando me levanté estaba entera traspirada como si me hubiese tirado en el río de las ánimas junto con Caronte a rescatar la mía. Me di un baño de inmersión para calmarme un poco y mientras desayunaba, miraba de reojo la lista de futuros muertos que ya Fernanda estaba clasificando impolutamente con un marcador rojo. Me levanté como si fuera a dejar la taza para lavar, y me acerqué por detrás. Una rápida mirada me bastó para encontrar una sola fecha suelta, redondeada con varios círculos -como los anillos de Saturno, pensé- y signos de preguntas que le seguían. Era la única fecha que ya había pasado. Mi último cumpleaños.

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