Entré a lo de Fernanda resignada. Era la décima
psicóloga que consultaba en menos de un año. Mi vida se había desbandando
totalmente en los últimos 12 meses. Había paseado por todos los tipos de consultorios:
con diván, con almohadones, con cuadros de Klimt, con cuadros de Van Gogh o de
Dalí, con luz tenue, con paredes color pastel, con música de Enya en la sala de
espera, con olor a sahumerio impregnado en los sofás. Había ya probado con
hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ultra psicoanalistas y cognitivos
empecinados en devolverme el control sobre mi vida. Había experimentado con
distintos medicamentos y hasta me había sometido a la histórica hipnosis sin
conseguir ningún cambio. O al menos, ninguno que fuera positivo.
Desde chica tenía el hábito de hablar mientras
dormía. No solo eso sino que había veces que caminaba en la casa, recorría las
habitaciones, me sentaba en el living y despertaba al otro día durmiendo en el
sillón o en el medio de la mesa del comedor familiar. Mi mamá había consultado varias
veces pero siempre la tranquilizaban y le decían que no era nada malo, que era
común hablar y caminar estando dormido. Ella insistió con distintos médicos y
especialistas pero al tiempo decidió que lo mejor era no hacerle caso a su
instinto y resignarse a creer lo que le decía el resto, pensando que tal vez
con la ayuda de la maduración de por medio las cosas iban a mejorar.
Durante toda mi infancia y adolescencia tuve
esta especie de doble vida, onírica y diurna. En general no era molesto, los
episodios nocturnos eran cortos y solía ser una sonámbula muy pacífica. El
problema se hacía evidente cuando iba a dormir a lo de algunas amigas o cuando estaba
peleada con alguno de mis hermanos pero lo peor era cuando íbamos de vacaciones
a la casa de mis tías abuelas maternas. Ahí todo lo manso de mi sonambulismo desaparecía
y muchas veces me despertaban porque estaba insultado a la tía Eulalia o
diciendo barbaridades acerca del tío Carlos. Pero eso sí, nunca golpeaba a
nadie. Me limitaba a sacar todos los trapitos al sol e iniciar disputas
familiares que luego se continuaban durante todo el verano. Porque muchas de
las cosas que decía dormida, no eran meros disparates, sino que estaban bien
plantadas en los entredichos y laberintos familiares. Así que si bien nadie se
la agarraba conmigo, muchas veces me encontraba con caras largas al día
siguiente, y escuchaba breves pero contundentes reproches entre mis tías y mi
madre. Con el tiempo, dejamos de ir a lo de las tías. Nunca supe si eso se debió
a mis actos de salvajismo verbal nocturno o si fue a causa de una gran disputa
familiar que terminó por romper varias ramas del árbol genealógico materno.
El año pasado cuando cumplí 28, las cosas
empezaron a tomar un tono más difuso. En mis dos dimensiones. Decidí cambiar de
trabajo, me mudé a vivir sola y corté con el novio de toda mi vida que se
suponía iba a ser mi marido. Algunos astrólogos dicen que los 28 son un número
cabalístico y representan un umbral donde lo que hasta entonces era tu cielo pasa
a ser tu suelo. El saturnaso, como le llaman los entendidos en el tema, puede
acarrear numerosas crisis y transformaciones. Y yo empiezo a creer bastante en
esa teoría.
Cuando me mudé a vivir sola, mis sueños empezaron
a cobrar cada vez mayor realidad. Se mantenían claro, los clásicos que
consistían en sutiles transformaciones de lo que vivía diariamente o
representaciones de situaciones temidas, próximas o remotas. Pero además de
esos, empezaron a aparecer los sueños rimbombantes, como les llamaba. Representaciones
insólitas de mi vida subterránea donde se mezclaban ideas, palabras, personas y
situaciones de la realidad y cosas que jamás habían sucedido ni tenían la más
remota posibilidad de suceder. La diferencia de estos sueños es que tenían
componentes tan reales que al día siguiente dudaba acerca de qué había sucedido
en la realidad y qué en el sueño. Sobre todo, dudaba porque encontraba algunas
evidencias. Era como si mi sonambulismo y mis sueños hubiesen sellado un pacto.
Antes mis sueños iban por un carril y mi sonambulismo por otro. Ahora, en
cambio, si soñaba que estaba en el medio de una noche en la playa, llena de
viento, tocando la guitarra, al otro día podía encontrar el ventilador prendido
al máximo en pleno invierno, la tierra de las macetas tiradas en el piso y, por
si fuera poco, un vaso con restos de caipiriña a medio tomar en el balcón.
Amigas mías me decían que las había llamado la
noche anterior, les hablaba de mi vida y, les preguntaba acerca de las suyas,
como si mantener una conversación en plena madrugada fuera algo de lo más
normal, y hasta había veces que les increpaba algún reproche que
conscientemente había decidido guardarme. También encontraba cosas sucias en la
cocina, como si no hubiese nada mejor para hacer a las cinco de la mañana que
cocinar el plato gourmet de tu vida, y hasta incluso me sorprendía a mi misma
con anotaciones y escritos con ideas nada despreciables para mi trabajo. El
colmo fue cuando uno de mis vecinos vino a pedirme por favor que mantuviera la
puerta bien cerrada a la noche porque me habían visto circulando sonámbula en
los pasillos y que tratara de no poner tan alto el volumen de la música.
El asunto era alarmante. En general, al día siguiente
tenía el cuerpo molido, como si me hubiese pasado la noche entera en plena
juerga. Me levantaba con ojeras, derecho para ir al trabajo. Y ahí, cuando
empezó mi maratón por los distintos consultorios y salas de esperas, me di
cuenta de un problema adicional. Uno más. Todos los psicólogos aman los sueños.
Trabajan a partir de los sueños, depositan su esperanza en los sueños y hasta
viven de los sueños. A veces, en mis momentos de iluminación repentina entre
sesión y sesión, pensaba que si se los quitaran, probablemente sus horas de
trabajo se reducirían a la mitad. Así que ni bien yo planteaba el asunto de los
sueños, todos quedaban muy contentos y satisfechos y no comprendían la gravedad
del asunto. Más bien, se ponían en seguida a tratar de desenredar ese lío de imágenes y
actividades que surgían de mi inconsciente en cada noche.
La medicación no me ayudaba ni un poco. No sólo
me dejaba durmiendo más de lo que ya dormía, sino que exacerbaba todos mis
síntomas y me volvía más torpe en mi sonambulismo. Ahora no solo caminaba, sino
que además aparecía con moretones y quemaduras, solo explicables por mi
aparente fascinación por la cocina nocturna. Cuando llegué a tener el primer
corte, descubrí que fue queriendo deleitarme con una torta de manzanas, dejé la
medicación.
Los psicoanalistas me hacían dormir en el diván
para poder observarme, los cognitivos me daban tareas para que hiciera cuando
estaba en estado de sueño REM, los jungianos invocaban a la sombra e intentaban
dilucidar junto con mi ayuda y mis asociaciones libres, los símbolos ocultos de
todo ese entramado. Aún así no tenía muchas más opciones que seguir probando.
Un amigo experto en astrología me recomendó que
fuera a lo de Fernanda, que no era exactamente una psicóloga sino más bien una
curandera que había estudiado psicología, meditación oriental, reiki, homeopatía
y otras artes igual de oscuras para mi mente racional.
Llegué a su casa -no tenía consultorio-, un día
martes, después de una noche infernal. Me pidió que le cuente qué era lo que me
estaba pasado. Inmediatamente, desenrollé mi papiro de síntomas que ya para ese
entonces tenía bien memorizado. Mientras hablaba, Fernanda solo me miraba. No
tomaba notas, no grababa, no buscaba cosas en su consultorio, ni ponía cara de circunstancia.
Cuando terminé, dijo que mi situación era del todo novedosa para ella. Me pidió
que le cuente un poco más acerca de los tratamientos anteriores. Yo tenía mucho
sueño, y para variar estaba agotada. Después de eso dijo que no tenía ninguna
explicación de lo que pasaba, que lo único que podíamos hacer era ir viendo si
mi inconsciente colaboraba y en el mejor de los casos, lograr entrenarlo y ver
qué tal resultaba. Habló de una revolución de los astros y de una saturación
energética en el ciclo del sueño. Había que improvisar, dijo. Yo estaba
atónita. Contesté que iba a pensarlo y salí de su casa convencida de que la curandera
estaba más loca que yo.
Me fui derecho para mi cama y enseguida quedé
dormida. Esa misma noche soñé que una señora muy alta, de unos tres metros,
vestida con una túnica púrpura y un sombrero con una lechuza embalsamada, entraba
a mi casa y me invitaba a tomar un té. Mi té. Me proponía resolver un problema
que yo no tenía, pero decía que para eso había que estar desnudas. Por
supuesto, yo obedecía y me desnudaba y también tomaba el té. Y luego me dictaba
una lista de todas las personas que iban a morir al día siguiente. Y también tomaba
nota de todo eso.
Cuando me desperté, estaba desnuda y tenía una
taza de té en la mesa de luz. Me fui a trabajar con la lista de muertos anotada
en la agenda y no tuve mejor idea que comprar el diario del día. Y todos sus
muertos coincidían con los míos. Mientras tomaba mi tercer café y luego de
haber despachado varias de los pendientes que tenía atrasados en el trabajo,
pensaba en que era la primera vez que mis sueños tenían algo que ver con el
arte de predecir el futuro. Lo más curioso del caso era la vieja de tres
metros. O los muertos. No podría haberme decidido. La llamé a Fernanda esa
misma tarde y le dije que necesitaba comentarle una cosa más.
Nos vimos a la noche. Le conté todo lo que
recordaba del sueño y lo que había sucedido luego al despertar. Estaba claro
que yo no había matado a nadie. Mi sonambulismo nunca hubiese llegado tan lejos
pero de dónde todos esos nombres, no tenía la menor idea. Volvió a insistir en
su tratamiento pero le dije que todavía no estaba dispuesta a experimentar. Le
pregunté si no había otra alternativa. No quería seguir profundizando en mi
inconsciente sino todo lo contrario. Dijo que podíamos seguir un tratamiento
como los que ya había probado pero que eso no iba a traer ninguna solución
radical. Y al decir eso, quedo mirándome de brazos cruzados y se mordió los
labios. Me resultó un poco antipático de su parte esa perspectiva. Como si estuviera
insinuando que yo no estaba a la altura de las circunstancias que mi
inconsciente presentaba.
En las semanas siguientes, los sueños con la
vieja se empezaron a repetir con algunos cambios en el repertorio. A veces tomábamos
el té, otras veces tirábamos las cartas o leíamos la borra del café. Encontraba
cartas de baraja española o palitos chinos o escarbadientes desparramados por
todo lo largo y ancho de mi casa y listas interminables de nombres de personas
que jamás en mi vida había conocido. Los nombres estaban en todos los idiomas.
En inglés, en español, en italiano, portugués, alemán, japonés y hasta en
mandarín. En vida había visto siquiera un ideograma chino. Al lado de los
nombres había fechas. Y siempre eran fechas futuras, estimaba que eran fechas
de defunción. Algunas veces también aparecía otra figura humana o media humana
en el sueño. Un enano vestido con una túnica negra y curiosamente siempre
llevaba alguna mascara veneciana. Algunos días encontraba extrañas mezclas de
huevos, pelos, cáscaras de distintas frutas, aceites y hasta fósforos quemados
en la cocina. Como si durante la noche hubiese estado realizado algún acto de
magia negra. Cuando empecé a ver esos indicios corrí desesperada a lo de
Fernanda y acepté sin dudar su tratamiento.
Me dijo que mi caso le parecía único y
excepcional. Y que iba a dedicarme tres noches a la semana para poder observar
mi comportamiento. Así que los lunes, miércoles y viernes venía a casa a eso de
las 9. Yo seguía mi rutina habitual. En general, cenábamos juntas y
me iba a dormir. Ella tomaba notas y filmaba todo lo que ocurría durante la
noche. Nunca me despertaba. En cambio, tomaba cuidadosa atención de las cosas
que decía, lo que escribía, y especialmente, veía en qué momentos yo podía irme
a dormir, es decir, en qué momentos podía dormir profundamente sin sueños ni
interrupciones. Trataba de encontrar un patrón en mi comportamiento pero lo
único que encontraba era una fuerza ciega que me conducía.
Por esos días, mi trabajo iba de mal en peor.
Un día entré a mi oficina, tarde para variar y estaba mi jefe sentado
esperándome. Me dijo que me notaba muy estresada y que debería tomarme unas
vacaciones o una licencia, lo que fuera pero que así no servía. Aunque la idea
de dejar mi trabajo no me gustaba ni un poco, tenía que aceptar que
prácticamente mi cabeza estaba por entera abocada a dictar sentencias de
muertes futuras y tener reuniones con personalidades del mundo subterráneo. Así
que acepté tomarme unos días fuera con la esperanza de volver en algún momento.
Entretanto mi tratamiento iba produciendo
algunos avances por decirlo de algún modo optimista. La curandera estaba convencida
que la vieja de 3 metros y el enano de las máscaras reencarnaban arquetipos
inconscientes relacionados con la muerte, el pasaje a otra vida o a otro nivel
de conciencia. Mi comportamiento nocturno seguía siendo pacífico y obediente.
Parecía como si hubiese logrado una especie de comunicación energética con
elementos del más allá o del más acá, de eso no estábamos seguras. Mantenía un
sueño regular hasta aproximadamente las dos de la mañana. Ahí o bien me
levantaba súbitamente de la cama o bien empezaba a conversar con alguno de los
personajes. Siempre dejaba registrado algún nombre con una fecha. Eso era un
patrón que se repetía. Más allá de esos pequeños datos, todo lo demás era
impredecible. A veces gritaba, otras me ponía a bailar alguna danza que, según
Fernanda, tenía reminiscencias de algún rito africano a partir del que los
muertos podían purificar el alma y dejar que migrara hacia otros estados
energéticos. En las noches de luna creciente, me maquillaba la cara o me
pintaba el cuerpo, descorría las cortinas y permanecía tirada en el balcón. En
esos casos, Fernanda estaba pronta para apagar todas las luces de la casa y
evitar cualquier escándalo de los vecinos.
En uno de esos días dijo que íbamos a
hacer una prueba. Pero me pidió que no le preguntara nada acerca de qué se
trataba. Ella iba a trabajar con mi inconsciente y luego, al día siguiente me
contaría lo que había sucedido. Me dijo que no quería que de ninguna manera mi conciencia
interfiriera en el entrenamiento. Que era mejor ser reservados. Me pareció
razonable así que accedí. Antes de que comenzará mi fase lunar, pero después de que me hubiese ido a dormir, dejó sobre un mantel una tiza, un pañuelo de mujer, una medalla y una
alianza. Esa noche tuve cita con el enano. Lo primero que me indicó al
despertarme fue que me bañara porque estaba sucia. Discutí fuertemente. No
quería limpiarme y el enano insistía en que tenía que bañarme, cortarme el pelo
y darle la plata que le debía. Al rato de resoplar y dar vueltas en la cama me
levanté y fui a bañarme. Me corté el pelo y lo tiré al inodoro. Fernanda me
dijo que no dije nada al respecto pero que probablemente estuviese obedeciendo
al enano. Luego me dirigí al living donde estaba el mantel con
los objetos. Me senté en el suelo y empecé a masticar el pañuelo, la medalla y
la alianza y luego escupí. Tomé la tiza y anote tres fechas. Me levanté y seguí
peleando un largo rato con el enano. Pero la curandera no logró escuchar lo que
discutía porque hablaba en secreto. Al
tiempo, empecé a anotar en otro papel más fechas hasta que en un momento me
detuve repentinamente, di un beso a uno de los potus que está en el balcón y me
quedé dormida en el sillón del living.
La medalla, el pañuelo y la alianza eran
objetos de personas que Fernanda conocía. Me dijo que había mucha gente que
deseaba saber cuándo iban a morir algunos seres cercanos. A veces por intereses
personales, otras por desesperación, otras por codicia. Mucha gente que estaba
dispuesta a pagar por saber esas fechas. Y yo o el enano o la vieja de tres
metros nunca errábamos en los cálculos. Podíamos seguir intentado y así poder
pagar el tratamiento e incluso, tener un ingreso que me permitiera vivir
relajadamente. Para ese entonces yo había logrado recuperar cierto descanso. Si
bien estaba despierta todas las noches, el no tener que ir a trabajar me
permitía poder dormir algunas horas más y estar más despejada durante el día.
También podía descansar y no precisaba tener que estar gastando energías extras
en el trabajo o en cualquier otra actividad. Pero el asunto de la plata se
estaba ajustado. La idea de usufructuar con mi inconsciente me parecía de lo
más tentador. Más sabiendo que mi inconsciente no paraba de usufructuar
conmigo.
A la noche después de hacer mi trabajo y antes
de volverme a dormir profundamente, empezaba a repetir: “-quién a costas de
qué, quién a costas de qué”. A veces gritaba y me enojaba mucho. Siempre con el
enano. Nunca con la vieja. Y cumplía con
todos los objetos. Cada vez teníamos más clientes, más demanadas y más plata.
Pero al día siguiente siempre era igual.
Recordaba muy poco de lo que había sucedido durante la noche. Prácticamente
nada. Todo lo que sabía era porque veía los restos de las actividades
desparramadas en la casa o porque Fernanda me lo contaba. Ya no estaba ni destruida
ni desesperada. Estaba cansada sí, pero como si alguien me estuviese chupando lo
que hasta entonces había sido mi vida. A veces veía a mis amigas y las
escuchaba hablar de sus planes de casamiento, o iba a fiestas e intentaba
conocer a algún tipo. Pero la sola idea de irme a dormir y que apareciera el
enano macabro invitándome a una de sus extravagantes celebraciones me hacía
desistir de cualquier intento. Terminaba siempre por volverme a mi cama y
esperar que al otro día mi inconsciente me sorprendiera con alguna torta y una
lista de futuros muertos.
En las semanas siguientes, empecé a levantarme
con palpitaciones, el cuerpo traspirado y el gris presentimiento de que uno de
esos días cualquiera iba a levantarme y encontrar escrita con letra de mi
propio puño mi fecha de defunción. Otras veces, tenía miedo de abrir los ojos y
encontrar a la curandera asesinada en algún rincón de la casa. Y es que
Fernanda no lo sabía, pero el enano reconocía su presencia e inmediatamente
empezaba a manifestar su desprecio. El enano la odiaba y pretendía que yo la
echara del negocio, la echara de mi casa, y la echara de mi vida. Y lo cierto
era que la curandera, había ido acomodando mi vida y mis intereses de acuerdo a
lo que más le convenía. Para ese entonces ya había determinado que debíamos
compartir la misma casa y con la excusa de que debía protegerme y acompañarme
todas las noches, se había deshecho de todas sus otras actividades. Ella era la
cara visible del negocio, la que traía los clientes y la que manejaba toda la
plata que ingresaba. Y siempre me mantenía al margen de todas sus conexiones.
Además mi ánimo ayudaba poco. La mayoría de los días estaba tirada en la cama
tratando de encontrar en qué momento mi vida se había transformado en lo que
era. Lloraba, rezaba, prendía velas y buscaba libros que me ayudaran a entender
lo que pasaba. Y lo peor de todo es que esto ahora lo hacía en estado de plena
conciencia. Al principio, Fernanda había tratado de congraciarse conmigo a base
de regalos, platos exquisitos, estrenos de películas, y hasta un día invito a
todos sus amigos de meditación oriental a hacer una oración comunitaria
pidiendo por la integración de mi espíritu disociado. Pero con el tiempo y
viendo que las palpitaciones, los sudores, los miedos y las depresiones
aumentaban, empezó a increparme que yo no sabía ser agradecida con todo lo que
ella hacía por mi y debía sobreponerme de una vez por todas y aceptar que esta
era mi vida ahora. Fue un tarde horrible. El sol todavía brillaba afuera.
Detrás de las ventanas. Y yo solo podía ver como poco a poco las sombras de los
edificios se recostaban unas sobre otras, unas sobre otras, haciendo crecer la
oscuridad.
Esa misma noche desesperada y sin que la
curandera se diera cuenta metí entre los objetos que había traído una cadena
mía. Y como todos los días de los últimos meses, después de comer me fui a
dormir. Me costó conciliar el sueño y Fernanda, tal vez percibiendo que se
había excedido con sus comentarios, me trajo una bolsa de agua caliente y me
hizo unos masajes.
Al día siguiente, cuando me levanté estaba
entera traspirada como si me hubiese tirado en el río de las ánimas junto con
Caronte a rescatar la mía. Me di un baño de inmersión para calmarme un poco y
mientras desayunaba, miraba de reojo la lista de futuros muertos que ya
Fernanda estaba clasificando impolutamente con un marcador rojo. Me levanté
como si fuera a dejar la taza para lavar, y me acerqué por detrás. Una rápida
mirada me bastó para encontrar una sola fecha suelta, redondeada con varios
círculos -como los anillos de Saturno, pensé- y signos de preguntas que le
seguían. Era la única fecha que ya había pasado. Mi último cumpleaños.
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