Los
domingos a la mañana, mi mamá entraba en mi cuarto y antes de pronunciar
palabra, abría la persiana de la puerta ventana para que la luz hiciera de
despertador.
Con
un “buen día”, sin beso ni sonrisa hacía su segundo intento para que me levantara.
Mientras
yo trataba de despegarme de mi cama, se escuchaba el ruido de las persianas de
mi hermana mayor y las puertas del placard de mi padre que buscaba la ropa para
armar su bolso.
El
programa familiar giraba en torno al horario que el amigo de mi padre conseguía
para jugar tenis.
Mi
mamá llevaba su tejido y yo preparaba los patines.
A
mi hermana mayor ya no le cerraba tanto este programa aunque la idea de ver el
partido de rugby de Martin -un chico que le gustaba- hacía que la levantada temprano
no fuese tan sacrificada.
A
mí no me interesaba ni mirar chicos ni el rugby. Yo deseaba que fuese alguien
para jugar alguna carrera de patines en el patio central del club.
Quique
había anotado cancha de tenis a las 9.30 horas. Teníamos que apurarnos. Tardábamos
veinte minutos en llegar.-
-
Me gusta ser puntual así que no se
demoren.
-
Vamos chicas, no hagan enojar a papá.
A
ninguna de las dos se nos ocurría estropear un domingo en paz. Ya habíamos
experimentado el atraso algún domingo y no teníamos intención de aguantar el
malhumor y la discusión matrimonial.
Subimos
al auto y aprovechamos a dormitar ese rato que duraba el viaje.
Le
pedí las monedas a mi mamá para ir al quiosco y comprar un chocolatín Jack. Me
faltaba Betty Boop y así daría el broche final a mi colección de muñecos.
- Comprate
sólo uno. Si no después no almorzás bien.
Llegamos puntuales. Papá se fue a la cancha de
tenis. Mamá buscó una silla para tejer al sol y mi hermana se encontró con dos
amigas y se fue hacia las tribunas de la cancha de rugby.
Yo me fui al quiosco. A esa hora no había cola y la
señora que atendía me ayudaba a espiar el chocolatín por el costado, ya que el
papel celofán era blanco en su frente y no permitía divisar el muñeco que
estaba adentro.
Espiamos
unos cuantos chocolatines pero no veíamos algo rojo que nos hiciera suponer que
Betty Boop estaba ahí adentro.
-
La verdad es que no llego a ver bien.
¿Lo querés igual?
-
Sí,
respondí ansiosa. Y ni bien le pagué corrí hacia el patio para abrirlo.
Mientras lo hacía,
llegó Gustavo. Otra víctima de padre tenista.
Gustavo era
un chico raro. Raro en la concepción de lo que se entendía por el estereotipo
de chico que uno se encuentra en el club. Era unos años menor que yo, un tanto
desgarbado y jamás jugaba fútbol. Nadie conocía a su madre y su padre jugaba
tenis y ni bien terminaba, se bañaba y almorzaba con su hijo sin socializar
mucho con el resto de la gente del club.
Gustavo traía una bolsa de la cual
sacó sus patines
-
¿Qué te tocó?-
-
Hijitus, dije decepcionada. -¿lo querés?
-
¿Vos no?
-
Me falta Betty Boop. Te lo regalo.
- Mientras
Gustavo guardaba a Hijitus en su bolsillo, yo ajustaba las cintas naranjas de
mis patines para empezar a disfrutar del patio.
- Gustavo
sacó los suyos de la bolsa y enseguida estaba patinando conmigo.
Estábamos tomando ritmo, cuando de repente llegaron
ellos. Los dos terrores del club: Hernán y Nacho.
-
Mirá a la marica. ¡Está patinando con la
amiguita!.
- A
vos qué te importa, estúpido, le grité a Hernán, que tenía una pelota de fútbol
en sus manos.
Pero era obvio que el tema no era conmigo. Hernán
pateó la pelota al cuerpo de Gustavo y le dijo – ¿A ver cómo atajás?
El pelotazo fue lo suficientemente fuerte para
voltear a Gustavo al piso, pero sin contentarse con haberlo golpeado con la
pelota, se acercaron a seguir molestándolo.
Nacho le dio una patada y mientras se reían, ayudé a
Gustavo a levantarse. Lo tomé del brazo y como un banderín lo llevé de una
patinada rápida hacia el fondo del club.
Yo tenía mi circuito propio para cuando no venía
nadie temprano, así que le dije a Gustavo que me siguiera y que patinara lo más
rápido que pudiera. Hernán y Nacho nos seguían De repente llegamos al hall de entrada
del vestuario de damas. Ese era mi lugar preferido para el patinaje. El piso
era más liso que el del patio, y al hall se podía acceder por dos puertas por
lo que yo lo atravesaba muchas veces de puerta a puerta sin entrar al
vestuario.
Ahí ellos riéndose
le gritaron “mariquita” a Gustavo, repitiéndoselo una y otra vez. Se quedaron parados
a unos metros de distancia. Meterse en ese espacio, para ellos, era rebajarse.
Gustavo me miró por un segundo desconcertado,
pensando que íbamos a ir hacia la izquierda al interior del vestuario de damas,
pero yo volví a tomar su brazo de un manotazo y le dije que siguiera derecho.
Hernán y Nacho no sabían que mi plan consistía en cruzar
el hall de puerta a puerta, La otra puerta del hall del vestuario que aparecía
después de recorrer un trecho no muy largo, nos dejaba en un sector del club no
muy concurrido.
Ahí el pasto no estaba tan cuidado y se llenaba de
mosquitos. Era el lugar donde me solía recluir cuando me cansaba del patinaje y
de la gente.
Gracias a mi circuito de puerta a puerta, los
perdimos de vista. Nos sacamos los patines. Yo corrí hasta llegar a mi
escondite preferido: el ombú.
Gustavo me siguió. Intentó sentarse sobre los
pliegues que formaban las raíces de su base.-
- Ahí
no, le dije. Vení más arriba. Empecé a treparme y Gustavo me siguió con cierta
dificultad.
Encontré mi lugar. Un espacio entre tres ramas
gruesas que me dejaban sentarme cómoda como
para ver el tronco hueco donde solía alojarse algún animal. Había cuatro
gatitos con pocos días de vida que se amontonaban unos con otros.
Cuando
llegó al lugar, la cara de Gustavo se iluminó. había cambiado en segundos. La
preocupación por aquéllos dos demonios había desaparecido.
- Acá
es donde vengo los domingos que no encuentro a nadie con quien patinar. La semana pasada cuando vine, me encontré con
esta sorpresa.
Nos relajamos y nos quedamos un buen rato charlando
y acariciando esos gatitos. Gustavo me contó cómo era su vida familiar. Su
madre odiaba la vida al aire libre, y su padre buscaba un día a la semana para
disfrutar en el club haciendo deporte. El misterio de la madre ausente se había
develado. El ombú tenía esa característica … era como un confesionario.
Después de un rato, fuimos al comedor a sentarnos al
ritual familiar del almuerzo. Gustavo se sentó con su papá. Mi mesa había
quedado lejos de la de él. Nacho y Hernán no solían sentarse con sus familias.
Compraban algo en la barra y comían por ahí.
Al terminar de comer, me acerqué a la mesa de
Gustavo y le dije que lo vería el siguiente domingo. Pusimos el ombú como punto
de encuentro.
Nuestra escapada de ese día fue el inicio de nuestra
amistad.
A nuestro secreto se sumaron dos amigas más. Nuestro
árbol era el lugar donde nos contábamos nuestros secretos.
Mientras los varones jugaban fútbol del otro lado
del club, nosotros teníamos nuestro refugio donde poder charlar. Si alguno no
coincidía en horarios, dejaba un mensaje en el hueco del tronco.
Habían pasado treinta años de esas charlas de ombú,
y quizás veinte que no pisaba ese club. Ahora llevaba a mi hijo a jugar un
partido de rugby como jugador visitante.
Estacioné y ni bien bajé, miré hacia el quiosco que
solía estar en la entrada.
Ya no estaba ahí. En su lugar, cuatro escalones para
que a través de una puerta ancha se llegara al comedor central.
Mi hijo se fue con sus compañeros de equipo y yo me
apuré a llegar al patio. Mientras lo atravesaba dos chicos con una pelota de
fútbol casi me atropellan. Los miré recordando escenas. Recorrí mi circuito.
Fui al vestuario y ni bien entré me alegré al ver que la segunda puerta todavía
estaba. Crucé hacia al fondo del club y allí estaba el ombú, con más pliegues
en su base, y más seco.
Me acerqué a su centro y escuché llantos de gatos,
con esa sensación de lo cíclico que es el paso del tiempo … .
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